Para los cubanos, José María de Heredia Girard —primo de José María Heredia y Heredia, autor de “Oda al Niágara” y otras célebres composiciones— es casi un desconocido. Tal vez su retrato solo haya circulado ampliamente cuando en 1957 el Ministerio de Comunicaciones emitió un sello postal aéreo con el rostro barbado del poeta, que, por el tiempo transcurrido desde entonces, hoy nos resulta perfectamente extraño.

De Heredia Girard nació el 22 de noviembre de 1842 —saque cuentas— en las cercanías de Santiago de Cuba; quedó huérfano de padre a los siete años, y a los nueve fue enviado a Francia para estudiar como interno en un colegio. De Europa regresó en 1858 y permaneció en Cuba hasta 1861, oportunidad que aprovechó para perfeccionar su español.

“Las colaboraciones poéticas se extendieron a otras publicaciones y la reputación de José María de Heredia creció con prontitud”.

De vuelta a Francia realizó estudios en la Escuela de Diplomacia y en la Facultad de Derecho; halló cabida en las tertulias literarias francesas y dio a conocer sus primeros textos poéticos en la Revue de Paris, donde casi de inmediato captó la atención de críticos y lectores, entusiasmados con la riqueza de su vocabulario, la corrección formal de sus rimas y el caudal de sus conocimientos. Aquel criollo era como para ser tenido en cuenta.

Las colaboraciones poéticas se extendieron a otras publicaciones y la reputación de José María de Heredia creció con prontitud, pese a no haber publicado aún libro alguno. Víctor Hugo, Gustave Flaubert, Leconte de Lisle y otras personalidades de la cultura reconocieron el lugar que en las letras se estaba abriendo el cubano nacionalizado francés. En 1866 De Heredia y C. Mendès fundaron el periódico Le Parnasse, del cual salieron alrededor de 18 volúmenes y en el que colaboraron decenas de escritores, entre ellos el propio santiaguero con sus sonetos exquisitamente perfectos.

No fue hasta 1893 que José María de Heredia reunió sus sonetos y otras composiciones en un volumen que tituló Les Trophées, cuyo éxito fue considerable, agotándose en pocas horas la primera edición.

“Captó la atención de críticos y lectores, entusiasmados con la riqueza de su vocabulario, la corrección formal de sus rimas y el caudal de sus conocimientos”.

Véase una muestra (traducida) de uno de los sonetos, titulado “El olvido”, aparecido en el citado libro:

La Tierra, madre amante de los Dioses que han sido,
en Abril, vanamente elocuente, alza un canto
y al capitel vetusto ciñe otro verde acanto;
pero el Hombre, insensible a cuanto ve caído,
sin conmoverse escucha en las noches serenas
la voz del Mar que evoca llorando a las Sirenas.

Más de un detalle llaman la atención en la biografía de este autor: su obra poética es relativamente escasa, algo que colegas y lectores le reprocharon; y, por otra parte, con un solo libro ganó su ingreso en la muy selecta Academia Francesa, donde se le recibió con vítores y su aplaudido discurso fue calificado de cálido y diferente a los que solían caracterizar tales ceremonias de admisión. También se le nombró director de la Biblioteca del Arsenal en 1901.

Maestro del soneto, fue también un excelente traductor. La verdadera historia de la conquista de Nueva España, relato vívido del cronista y conquistador Bernal Díaz del Castillo, le representó un esfuerzo extraordinario, el de llevar el castellano antiguo en que está escrito a un francés arcaico con sabor de época, ejemplo del espíritu perfeccionista con que José María de Heredia asumió el trabajo literario.

“Maestro del soneto, fue también un excelente traductor”.

Murió en el castillo de Bourdonné el 3 de octubre de 1905. Y aunque justamente se le tiene por escritor y académico francés, no debemos olvidar sus orígenes antillanos, y mucho menos pasar por alto esta evocación en su aniversario 180.