Jorge Bermúdez ha dedicado parte sustancial de su obra como investigador a realizar un ramillete de analectas visuales sobre figuras y eventos paradigmáticos del ser cubano: Martí, Lezama Lima, el beisbol… Esta nueva entrega toma como argumento nuestra enseña patria, la bandera de Narciso López, convertida en bandera nacional en la Asamblea de Guáimaro el 11 de abril de 1869. Veinte años antes, su imagen había brotado en la mente del caudillo venezolano, cuya turbulenta existencia finalizó en el garrote vil, no sin antes pronunciar esta enigmática frase: “Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba”.

Estamos en presencia de una cuidadosa recopilación visual del símbolo más universal de la cubanía, el que mayor número de veces ha sido pintado, dibujado, grabado, diseñado y fotografiado desde su aparición hace más de 170 años. Solamente alguien con la agudeza, la experiencia y la sensibilidad de Jorge ha podido entresacar de un arsenal tan amplio y en los más variados soportes, muestras verdaderamente icónicas y representativas del emblema en distintas épocas y de su recepción por disímiles artistas.

La organización del contenido en galerías cronológicas es funcional e irreprochable, salvo por dos cuestiones que me parece podrían realzar una necesaria segunda edición. La primera son las numerosas erratas en el pliego de imágenes y en la bibliografía. La segunda sería incorporar algunas muestras de la recepción simbólica de la bandera entre los artistas de la diáspora, pues como sabemos el gentilicio “cubano” comprende también la producción intelectual que ha tenido lugar durante siglos más allá de las fronteras de la Isla, de lo cual son ejemplo cimero las figuras de Heredia, Varela, Villaverde, Martí y los creadores de la propia bandera.

El ensayo introductorio a la antología describe con erudición las vicisitudes de las banderas en el devenir de la tradición heráldica y sus arcanas simbologías. Las páginas dedicadas al surgimiento de la bandera cubana y su expresión en el imaginario nacionalista provienen de una sólida indagación en diversas fuentes bibliográficas, hemerográficas y de archivo y están escritas en la buena prosa castellana del poeta que Jorge también es.

“(…) se han instalado visiones alternativas, imágenes iconoclastas y construcciones irreverentes que se distancian del canon épico y formulan inquietantes y provocadoras interpretaciones”.

Antes de comentar algunos avatares de la bandera en sus orígenes y a lo largo del siglo fundacional de nuestra nacionalidad, quiero llamar la atención sobre un hecho singular en el panorama del arte cubano contemporáneo. Si el significado de la bandera en la república y primeros tiempos de la revolución fue muy notable en los espacios de la liturgia patriótica, la cultura cívica y la propaganda política, en las últimas décadas su discurso simbólico ha expandido sus límites hermenéuticos, se ha descentrado y metamorfoseado.

En las galerías postreras del volumen asistimos a una verdadera sinfonía de banderas, pero el homenaje ya no es explícitamente heroico. En su lugar se han instalado visiones alternativas, imágenes iconoclastas y construcciones irreverentes que se distancian del canon épico y formulan inquietantes y provocadoras interpretaciones. El simbolismo de la bandera florece exuberante en tiempos de crisis, sin perder el ademán sedicioso que marcó sus orígenes.

Fueron, como es conocido, de inspiración masónica las ideas para la elaboración del pabellón cubano. Cuenta la leyenda que el general Narciso López entrevió, en un atardecer del cielo de Nueva York, los tres colores de la futura enseña nacional. López propuso tres franjas azules sobre campo blanco, en alegoría a la división político administrativa de la Isla; y para contener el color rojo, emblema de la sangre que sería derramada, adoptó el triángulo equilátero, que representaba el poder del Gran Arquitecto del Universo, cuyos lados idénticos aluden a los ideales de libertad, igualdad, fraternidad y a la división tripartita del gobierno democrático.

Siguiendo el parecer del historiador Francisco José Ponte Domínguez, en su obra La masonería en la Independencia de Cuba, en la simbología fraternal la estrella de cinco puntas representa luz y pureza cuando es de color plateado. En el esoterismo masónico expresa también Fuerza,  Belleza, Sabiduría, Virtud y Caridad. La bandera comprende además la triada hermética. El tres, que representa la armonía; el cinco, que significa el espíritu vivificador; y el siete, número considerado divino por las antiguas civilizaciones.

“El pabellón tricolor tremoló en la ciudad de Cárdenas el 19 de mayo de 1850, llevada por el abanderado Juan Manuel Macías y colocada en lo alto de la casa consistorial, aunque otras versiones afirman que fue Pedro Manuel López, sobrino del general, quien la izó en asta colocada en la plaza frente a la iglesia”.

El dibujo de aquel símbolo pertenece al poeta matancero Miguel Teurbe Tolón, y fue bordado por su esposa y prima hermana Emilia. Según el relato del novelista Cirilo Villaverde, testigo de la escena, aquella grácil y altiva joven, “entusiasta y filibustera como su marido y sus demás compatriotas […] hizo la bandera con cintas de sedas blancas y azules, y con un retazo de tela roja. La estrella también era de seda y tenía un ribete blanco y trenzado. El azul era muy fuerte, lo mismo que el rojo”.

El pabellón tricolor tremoló en la ciudad de Cárdenas el 19 de mayo de 1850, llevada por el abanderado Juan Manuel Macías y colocada en lo alto de la casa consistorial, aunque otras versiones afirman que fue Pedro Manuel López, sobrino del general, quien la izó en asta colocada en la plaza frente a la iglesia. Allí la vio la joven de dieciocho años Emilia Casanova, quien dijo que la estrella blanca sobre el triángulo rojo brillaba como la plata al ser tocada por los rayos del sol de aquella luminosa mañana. Era, sin dudas, una poderosa evocación de la “Estrella de Cuba”, que se alzaba “más ardiente y serena que el sol”, como lo había cantado José María Heredia en versos de ardor romántico y patriótico.

Fue también la bandera de la estrella solitaria que acompañó a los patriotas camagüeyanos, capitaneados por Joaquín de Agüero en la sabana de Jucaral, donde proclamaron la independencia de Cuba; y a los valientes trinitarios que murieron en Mano del Negro, en el verano de 1851.

El historiador de los símbolos nacionales, Enrique Gay Calbó, afirmó que la esposa de Agüero: “bordó una hermosa bandera cubana para las tropas de su heroico marido. Y otras paisanas suyas hicieron igualmente banderas en obsequio de sus hermanos, padres y esposos […] En las fincas ganaderas de aquellos vastos territorios quedaron ocultas muchas banderas que no flotaron al fin ni fueron enarboladas entonces por los patriotas de Camagüey”.  Se atribuye al infortunado Agüero esta frase premonitoria: “La estrella de Cuba brillará cuando los cubanos derramen mucha sangre: qué bien hicieron los que idearon la bandera cubana de colocar la estrella en campo rojo. Parece una estrella flotando en un lago de sangre”.

“Martí evocó muchas veces la bandera en sus oraciones patrióticas”. Imagen: Tomada de 5 de septiembre

Tan alto era su simbolismo para los hijos de Puerto Príncipe, que una bandera fue deslizada sigilosa dentro del féretro del encarnizado enemigo de España que fue El Lugareño en 1866 y tres años más tarde, en abril de 1869, los conspiradores reunidos en Guáimaro decidieron reivindicar el estandarte de López, Agüero e Isidoro Armenteros, honrándola como el pabellón de la libertad de Cuba.

¿De dónde había salido aquel blasón de Guáimaro? De nuevo según el testimonio de Cirilo Villaverde, se trató de una enseña bordada en seda, guardada por El Lugareño en arca de metal cerrada herméticamente, oculta en su finca Najasa y recuperada por los camagüeyanos poco antes de la asamblea unitaria, donde el bayardo Ignacio Agramonte, escoltado por Antonio Zambrana, prefirieron ignorar su confusión heráldica y enaltecer la divisa emancipadora.

Años más tarde, en discurso de homenaje por el 10 de abril, Martí nos ofrece la clave de aquel momento en que se asume la bandera de López acompañada por el emblema de Céspedes: “El pabellón nuevo de Yara cedía, por la antigüedad y por la historia, al pabellón, saneado por la muerte, de López y Agüero […] Céspedes cedía la bandera nueva que echó al mundo en Yara, para que imperase la de Narciso López, con que se echó a morir con los Agüero el Camagüey”.  

“El 19 de mayo de 1895, 45 años después de que la bandera ondeara por primera vez en Cárdenas, cayó de cara al sol el poeta que levantó un pueblo contra la opresión española”. 

Martí evocó muchas veces la bandera en sus oraciones patrióticas. En memorable discurso, pronunciado en el Liceo Cubano de Tampa el 26 de noviembre de 1891, realizó una hermosa interpretación de la bandera cual manto protector de la independencia plena, cuando exclama: “Ni vería yo esa bandera con cariño, hecho como estoy a saber que lo más santo se toma como instrumento del interés por los triunfadores audaces de este mundo, si no creyera que en sus pliegues ha de venir la libertad entera”.

Más adelante señala el precepto ecumenista: “¡Valiera más que no se desplegara esa bandera de su mástil, si no hubiera de amparar por igual a todas las cabezas!”. El elogio de la enseña nos depara todavía una epifanía mayor, en aquel discurso colmado de exaltación patriótica, que debería ser lección fraternal para los cubanos en cualquier tiempo y lugar, cuando nos pide que: “pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: Con todos, y para el bien de todos”.

El 19 de mayo de 1895, 45 años después de que la bandera ondeara por primera vez en Cárdenas, cayó de cara al sol el poeta que levantó un pueblo contra la opresión española. Traía, prendida sobre su pecho, la escarapela tricolor que había pertenecido al Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes.

El presente volumen termina con los conocidos versos de Bonifacio Byrne, aparecidos en la revista El Fígaro en 1899, en el número especial de homenaje a la guerra de independencia, titulados “Mi bandera”, dedicados al mayor general Pedro Betancourt.

Termino yo mis palabras con un soneto de la ilustre camagüeyana Aurelia Castillo, quien más de una vez sufrió destierro por sus ideas separatistas y cuya poesía a la bandera en los albores republicanos parece dialogar, desde una tesitura optimista, con las estrofas alarmadas de Byrne:

¡Victoriosa!

¡La Bandera en el Morro! ¿No es un sueño?
¡La Bandera en Palacio! ¿No es delirio?
¿Cesó del corazón el cruel martirio?
¿Realizóse por fin el arduo empeño?

¡Muestra tu rostro juvenil risueño,
Enciende ¡oh Cuba! de tu Pascua el cirio,
Que surge tu bandera como un lirio,
Único en los colores y el diseño!

Sus anchos pliegues al espacio libran
Los mástiles que altivos la levantan;
Los niños la conocen y la adoran.

¡Y solo al verla nuestros cuerpos vibran!
¡Y solo al verla nuestros labios cantan!
¡Y solo al verla nuestros ojos lloran!

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