La hora del Son Batá

Emir García Meralla
10/1/2018

Era la cuarta propuesta en materia de percusión que se generaba en los años 70 y, a diferencia de las anteriores, estaba sustentada en la fuerza de toda la impronta afrocubana conocida combinada con la ejecución de la batería; y aunque el uso de ciertos tambores y toques estaban presente en la música popular bailable cubana nunca antes habían adquirido tanto protagonismo como habría de ocurrir desde los comienzos del año 1973, específicamente desde mediados de enero, cuando debutó públicamente el grupo Irakere en Santiago de Cuba.

Irakere, según su director y algunos conocedores a fondo del lenguaje Yoruba, etimológicamente significa “selva frondosa”; otras definiciones acercaban el vocablo a un significado de mayor relevancia e importancia religiosa —algo así como “jubileo de dioses”. Lo cierto es que para ese entonces solo importó el nombre de la banda y la lista de sus integrantes, todos provenientes de la Orquesta Cubana de Música Moderna (OCMM),en la que habían ocupado importantes atriles. Sin embargo, a estas alturas de su historia, solo nos referiremos a su sección de percusión; donde los nombres de Oscar Valdés, Jorge “el Niño” Alfonso y Enrique Plá eran los pilares fundamentales y que recibían la apoyatura musical de instrumentos como el piano y el bajo, que cumplían funciones percutivas cuando era necesario.
 

Irakere
El pianista Chucho Valdés, celebra el 40 aniversario de su innovadora banda original, Irakere. Foto: Internet
 

Enrique Plá en la batería estaba comenzando a formar su leyenda al compartir atriles con el gran Guillermo Barreto, y desarrollaba un estilo interpretativo que estallaría en décadas posteriores.

Por su parte Oscar Valdés (hijo), había desarrollado una carrera profesional interesante; primero bajo la egida de su padre Oscar Valdés, quien además de enseñarles todos los secretos de la percusión afrocubana, le introdujo en el mundo del jazz; pero a su favor Oscar (padre) tenía su dominio en la construcción y ejecución de ciertos instrumentos rituales propios de cultos como el bantú, la santería y el abakua (eran practicantes activos  de esas religiones y miembro de sus fraternidades afines), que le había proporcionado cierto renombre; y al igual que Plá, había recibido la impronta de Guillermo Barreto, solo que años antes, en la orquesta del Cabaret Tropicana, donde suplía a su padre.

El último miembro de esta cuerda era el hermano materno de Oscar (padre), Jorge “el Niño” Alfonso, quien al igual que Oscar dominaba el universo musical afrocubano y para ese entonces ya comenzaba a ser reconocido como un tumbador, o conguero, con un trabajo interesante, pues desarrollaba su propio estilo; un estilo que influirá en algunos percusionistas cubanos en años posteriores como Miguel “Angá” Díaz y Tomás “el Panga” Ramos, entre otros.

La “otra cuerda de percusión” quedaba en manos de Carlos del Puerto, ejecutando el bajo y en los contrapuntos musicales del piano ejecutado por Chucho Valdés. A la criatura musical que se estaba formando había que nombrarla y el consenso general fue llamarle “son batá”. De esta forma se reconocían dos elementos importantes de la música cubana: la fuerza sonora del son y la impronta de la percusión a partir de la constante presencia de los tambores batá en el trabajo inicial y posterior de la banda.

Sin embargo, en la propuesta musical de Irakere había más que son; estaba presente todo el trabajo como jazzistas de sus integrantes, el dominio de la academia y, lo más importante, la necesidad de ruptura con determinados patrones musicales que lastraban esa generación de músicos. Y como colofón, su acercamiento a determinadas formas de hacer la música popular en boga esos años, donde destacaban las bandas norteamericanas que emergieron tras los convulsos años sesenta. Lo único que nadie previó fue los hechos tuvieran el tráfico de una superautopista, en la que las improntas viajaran a una misma velocidad en las dos direcciones posibles: influenciar y ser influenciados.

Cómo entender el son batá, cómo acercarse a esa forma de hacer la música cubana que a los oídos de tradicionalistas y exegetas sonaba “raro”, cargada de tanta estridencia en la percusión, con golpes de bajo agresivos, con una cuerda de metales abrumadora en su concepto. Por otra parte, era la misma banda que ejecutaba los clásicos, versionaba temas de “la alta cultura musical del mundo y el continente” y generaba sus propias versiones de temas ajenos. Qué pena tanto talento en función de algo que no era entendible, con esos toques de tambor (negrada dirán algunos, en su fuero interno), ese llamado a dioses paganos que no representan estos tiempos y que reducen la inteligencia, como no tardarían en decir  otros.

Así fue la llegada de Irakere y su propuesta del son batá al entorno social cubano de estos años 70; y nada mejor para ilustrarlo que tres temas musicales: “Bacalao con pan”; “Iya” y la rumba “Xiomara”; aunque el detonante musical fue el estreno de Atrevimiento, compuesto por Ricardo Díaz.

Bacalao con pan, será siempre el tema emblemático de la banda, abrió las puertas a la polémica y al cuestionamiento de la calidad musical y cultural de las propuestas bailables de la banda que dirigía Chucho Valdés. El tema comienza con una gran descarga jazzística —latín jazz de aquellos años—, donde la fuerza musical cae en los metales y el trabajo de la guitarra para dar paso a un rezo cantado donde se invoca a los rumberos en toda su dimensión; propio de la liturgia afrocubana del llamado/respuesta entre cantador y coro; y en plena apoteosis musical entra el montuno, más bien un solo de piano y guitarra muy sabroso y cubano que complementa un coro sui géneris (…bacalao con pan…) en que las voces de trompetas y guitarra asumen el papel del cantante/improvisador.

Iya comienza con un rezo propio de la liturgia abakua acompañado de los golpes del ekueñón y los batá, mientras que en el trasfondo se despliega toda la potencia de la trompeta y el resto de la cuerda de metales. Si “Pello” con su Mozambique había abierto la puerta los sonidos del mundo abakua, Irakere le da carácter de ritos lúdicos en función de la cultura popular, masifica rezos y toques que entran al mundo profano y adquieren matiz popular.

Sin embargo, la manzana de la discordia es el tema “Atrevimiento” (1981), donde el son batá alcanza su apoteosis creativa musicalmente y la figura de “el Niño” Alfonso sobresale como ejecutante de las tumbadoras o congas.  Primero fue su texto, después su fuerza musical donde Plá despliega su dominio de la batería dentro de un movimiento musical que llegara una década después con el nombre de timba y la percusión de Irakere demostrará hasta qué punto sería la vanguardia de los sucesos que vivimos en esos años 70 y comienzos de los 80.

La escena musical estaba lista para que la influencia de Irakere en la música popular cubana toda siguiera su ruta. El “son batá” será solo dominio de los músicos que acompañan a Chucho en su aventura musical y humana; pero su impronta abrirá las puertas de un mundo inesperado en el que ganarán protagonismo músicos en pleno proceso de formación.

La música cubana tendrá un antes y después de Irakere y con ellos la sociedad cubana en general, más allá de que Juan Formell trabajara en el Songo y llegaran luego otras variantes musicales y estéticas. Irakere será el comienzo y el fin de los tiempos presentes y futuros de la música cubana de fines del siglo XX y los años subsiguientes.

 

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