Las redes estallaron cuando una profesora de un colegio en la ciudad de Tallahassee, Florida, recibió un ultimátum por exhibir en clases una reproducción de la estatua del David hecha por Miguel Ángel. El desnudo representa la perfección del cuerpo humano y constituye un ícono de belleza y fuerza como parte del discurso del ideal renacentista. Sin embargo, a la luz de los fenómenos canceladores de la cultura postmoderna, las interpretaciones derivaron hacia la clasificación de material pornográfico. La amenaza a la educadora vino acompañada de protestas de los padres en contra del método de enseñanza de dicha mujer. La anuencia del propio colegio daba a entender que, en efecto, la obra de arte era considerada un tabú. De inmediato, se activó el debate en torno al suceso y la ciudad de Florencia, Italia, intervino a través de la opinión de sus autoridades y de los directivos de los museos, para defender el legado de Miguel Ángel que es uno de los principales atractivos turísticos y medios de vida para las personas en aquella urbe.

“La cultura de la cancelación (…) es incapaz de entender la fuerza con la cual los creadores empujan los tabúes y se sirven de la falsa moral para quebrar en pedazos los límites de su época”.

El David parte de la famosa historia bíblica, pero en lugar de construir una metáfora religiosa, se afinca en las cuestiones humanas y físicas y hace hincapié en los volúmenes del cuerpo, en la desnudez de los órganos y en la profusión de detalles que transforman la obra en un espectáculo que exalta a la especie y su finitud sobre la faz de la Tierra. Para la cultura de la cancelación, la profesora estaba exhibiendo un hombre sin ropa y la respuesta era lapidar a quien fuera el responsable. Entre estos dos extremos se está inscribiendo ahora mismo un fenómeno de la posmodernidad que se inmiscuye en la construcción de realidades y de narrativas y que actúa de manera irracional, pero muchas veces teledirigido. La cultura no solo acciona constructivamente, sino que también puede deconstruir. En este sentido, todo depende de quién funja como sujeto del proceso. En las últimas décadas, las redes han establecido un nuevo tipo de moral, según cual los debates quedan fuera de toda norma y se interponen pautas inviolables. Quienes transgreden son lapidados en los círculos infernales del linchamiento y el silencio. El David de Miguel Ángel, además, ya había sido víctima de estos argumentos de la sinrazón cuando en el metro de Glasgow, Escocia, otra reproducción fuera tapada de la cintura hacia abajo. Las autoridades de Florencia no solo han dejado claro en todos estos casos que nunca esconderán la estatua, sino que están orgullosos de que en Italia exista un legado tan fuerte y trascendente. La perfección física y el gesto adolescente del David parecieran ser elementos malditos, que le acarrearan conflictos de moralidad y luchas culturales por esconderlo o mostrarlo.

El legado de Miguel Ángel es uno de los principales atractivos de la ciudad de Florencia.

Pero, ¿de verdad el tema de la cultura de la cancelación va acerca de censurar los desnudos? Hace unos años, un teatrista francés se quejó porque la red social Facebook lo sancionó cuando puso en su muro una reproducción de la famosa pintura La libertad guiando al pueblo, de Eugene Delacroix. Y es que en la imagen se exhibe en primer plano a una mujer —la alegoría de la revolución social— con los senos desnudos. Tanto en el caso del David como en este último, la intención de los artistas no era la simple especulación con los cuerpos. No hay una forma lúdica en la propuesta artística, sino un contenido simbólico, social, transformador y filosófico. Por ello lo fundamental no es si la persona está o no con ropa, sino que esa belleza erótica se recarga con un significado adicional que va más allá de la obra de arte y la inscribe en la universalidad de los discursos. Por eso, la cultura de la cancelación es mediocre, pues es incapaz de entender la fuerza con la cual los creadores empujan los tabúes y se sirven de la falsa moral para quebrar en pedazos los límites de su época. Si no se comprende que cada obra de arte procede de tal manera, pronto se estará ante un tribunal inquisitorial postmoderno y digital que no permitirá más de tres o cuatro cosas, así que pena de desaparecer a los que violentan una ley malsana y destructora.

Lo peor de la cultura de la cancelación es que surge en los centros de poder anglosajones y le impone al resto de las civilizaciones ese sesgo. Así, las estatuas en los templos hindúes que representan las etapas del sexo son material pornográfico, que deberá ser eliminado de los programas de estudio y de los motores de búsqueda. Lo mismo pasará con todas las obras de arte que no entren en un cerco estrecho, casi belicista, que se mantiene bajo el control de un grupo de personas con poder. Cecilie Hollberg, directora de la Galería de la Academia en Florencia, donde se halla el original del David, declaró a la prensa que se siente contrariada, pero no sorprendida con un fenómeno que está estrechando el aprendizaje de los contenidos de la historia del arte, con cancelaciones a figuras como Julio César, Jesucristo y la Virgen María, solo porque muestren un seno o algún órgano genital. La censura observa unas normas muy estrictas establecidas por una minoría con poder y muy ruidosa que silencia a una mayoría acallada, sin posibilidad de réplica. En el colegio de Tallahassee, Barney Bishop, presidente de la junta escolar, dejó bien claro que los padres poseen todos los poderes para limitar las asignaturas, ya que existe como reglamentación que dichos progenitores deben dar su consentimiento ante los debates en torno a temas de sexualidad, identidad y género. La polémica se ha dado en el contexto de la aprobación de leyes locales en la Florida que regulan estos contenidos como parte del enfrentamiento entre la agenda woke y el conservadurismo duro; una pelea en la cual están saliendo lastimadas emocional, intelectual y psíquicamente las nuevas generaciones.

“No es casual que los objetivos a abatir sean siempre elementos de la universalidad humanista, íconos de la libertad de pensamiento y del cambio social”.

Crecer sin un criterio propio frente a los fenómenos de la historia ha sido una de las consecuencias de la cultura de la cancelación, esgrimida ya sea desde uno u otro extremo en la pugna ideológica. La minoría ruidosa puede copar los espacios de la expresión a partir de ser quienes financian o sufragan; no solo en el caso de los padres de los alumnos en un colegio privado, sino de grandes eventos en los cuales se consume y se define la cultura. He ahí la preocupación ante este proceso de censura de los grandes clásicos, que amenaza con simplificarlo todo entre lo correcto y lo incorrecto. Desde el punto de vista de la crítica de arte, es nefasto que una moralización paralizante niegue el acceso de los públicos a las obras de arte, pues se interrumpe la apreciación y por ende el aprendizaje en directo de los significados y los contextos de la creatividad humana. En efecto, la cultura de la cancelación no solo cancela la estatua o la pintura, sino que extiende su poder a todo lo que rodea dicho elemento y constituye un arma destructiva y de miedo que, si se ejerce en el tiempo, pudiera generar grandes cráteres en la identidad de la especie y en su proceso de construcción positiva desde el arte.

En la década de 1930, el Tercer Reich alemán censuró obras de los grandes autores expresionistas tanto del cine como de las artes plásticas y las catalogó de “arte degenerado”. Exposiciones fueron quitadas de las galerías, muestras resultaron canceladas, pintores terminaron en el exilio ante la posibilidad de la cárcel. El poder naciente de Adolf Hitler prefería un realismo épico que exaltara las raíces ancestrales alemanas y rechazaba lo que se consideró como el “cosmopolitismo judío”, o sea, una penetración de las formas de pensar y de hacer de los enemigos occidentales (Inglaterra, Francia y Estados Unidos). Aquella cultura de la cancelación privilegiaba los documentales grandilocuentes acerca de los congresos del partido nazi, las estatuas inmensas que representaban héroes mitológicos, las óperas de Wagner; pero no el arte experimental y crítico, que se adentrara en la subjetividad humana y la hiciera estallar. Y es que, en Alemania, los creadores habían sido muy incisivos con el tema de la guerra y del sufrimiento en las trincheras, mostraron lo peor de aquellos años de 1914 a 1918. Esto era inadmisible para la casta militar germana, que aspiraba a reeditar la confrontación, para tener una revancha. El arte humanista fue sustituido por el arte deshumanizado y hubo que esperar a que terminara la nueva conflagración en 1945, para que autores de la Escuela de Frankfurt y poetas censurados volviesen a las librerías de Berlín y de las diferentes ciudades. La cultura de la cancelación surge ahí donde hay una dictadura interesada en deconstruir los significados y en que la contraparte no se exprese. En otras palabras, se trata del poder de una minoría que sostiene un proyecto político tan ambicioso, que no puede permitir que las artes existan con libertad, sino que las controla y las moldea a su gusto. Esto se inmiscuye en todas las esferas de la vida, por ejemplo, en un colegio de la enseñanza primaria.

“Crecer sin un criterio propio frente a los fenómenos de la historia ha sido una de las consecuencias de la cultura de la cancelación, esgrimida ya sea desde uno u otro extremo en la pugna ideológica”.

Lo que está sucediendo con la estatua del David de Miguel Ángel preocupa sobre todo porque dicha escultura posee un significado humanista. No solo se trata de la belleza evidente, sino de que fue pensada como un ícono de la independencia y la racionalidad de las personas, frente al dogmatismo y la cerrazón de los poderes. Entonces pudiera asumirse este episodio de la cultura de la cancelación como un proceso de totalitarismo cultural frente al gran legado de los autores clásicos, lo cual, si no se ataja a tiempo, resulta preocupante. El David de Miguel Ángel fue un encargo eclesiástico que derivó en un experimento exitoso. Mientras otros habían abordado la historia bíblica desde la victoria del joven príncipe judío frente al gigante Goliat, en este caso la figura del héroe posa en estado de latencia. En efecto, la obra representa los momentos previos a la batalla, en los cuales el muchacho demuestra su fuerza a través del equilibrio de su cuerpo, de la postura relajada y de su concentración. Es una evidencia de que la razón y la sabiduría humanas pueden triunfar ante la fuerza de un elemento sobrenatural como lo es un gigante. La filosofía vence al mito, la verdad a la mentira, la investigación y el dato sobrepasan al relato. En un momento en el cual se está negando el legado del logos y se pondera la narrativa por encima del hallazgo, resulta sintomático que se quiera censurar al David. Por eso, la cultura de la cancelación no busca silenciar simplemente desnudos, sino elementos sobresalientes de las artes que puedan recordarnos el poder que poseemos como especie portadora de la chispa del pensamiento independiente y crítico, capaz de deconstruir cualquier manipulación.

Si el ataque es contra el logos, se puede concluir que en realidad lo que le molesta a la cultura de la cancelación es que la gente tenga el poder de hacerse de su propio destino. No en balde el otro ejemplo sonado, en el caso de las obras de arte, fue el de La libertad guiando al pueblo. La idea de la revolución social que conmueve los estamentos de la opresión —ligada a la energía sexual creadora— es en extremo peligrosa. Se sabe que la unión entre el hombre y la mujer genera un nuevo ser. De la misma manera el entrechocamiento de fuerzas motrices puede dar paso a un nuevo orden social. El arte como representación de los conflictos reales de la humanidad posee la esencia movilizadora de siempre y ha dado paso a sucesos que de alguna manera prefiguran los cambios necesarios y las caídas imprescindibles de las opresiones. Una de las pinturas más icónicas de Velázquez, titulada Las Meninas, ya hablaba acerca del carácter transitorio de los reyes y por ende de lo poco que le quedaba a la monarquía como sistema político sobre la faz de una tierra que se hallaba lista para las conmociones. Goya, un tiempo después, representaba el peligro de las ideas extremistas (entre ellas la cancelación) con su obra El sueño de la razón produce monstruos. En este último caso va implícito el mito histórico de que las revoluciones burguesas, como la francesa de 1789, terminan devorando a sus hijos. La pintura, la escultura y la literatura reinterpretan el universo y son capaces de ser portadoras de cambio. El sexo no solo como cópula, sino como acto creacional, fue abordado por el famoso cuadro El origen del mundo, de Gustave Courbet, y en tal sentido, se evidencia que hay algo de irreverente y revolucionario siempre en la idea del erotismo. La cultura canceladora va contra tales esencias, las niega, intenta ponerles un dique de manera que la falsa moral contenga las energías arrasadoras de la especie, que son hoy más que nunca necesarias.

 La libertad guiando al pueblo, de Eugene Delacroix.

Hay que asumir el enfrentamiento como un choque entre la creación y la destrucción, entre la libertad y el silencio, entre la humanidad y el poder que intenta cosificarla y reducirla a una masa de ganado. No es simplemente que se quieran tapar las partes pudendas de una estatua, sino que se va más allá. El David, como cualquier legado de nuestros mejores momentos como especie, constituye un baluarte de la independencia humanista frente a los poderes despóticos. La cultura de la cancelación intenta asaltar esos atalayas de las artes, para dejarnos sin referentes sobre los cuales erigir una propuesta genuina tanto en lo filosófico como en lo político. Para dominarnos totalmente, han querido apropiarse de los significados presentes en las artes y manejar nuestro miedo. El poder aspira a asumir como suyo todo lo que somos y por ende se inscribe con fuerza en las emociones; para ello usa el terrorismo mediático, el linchamiento y la manipulación. En esta era posmoderna se imponen las narrativas por encima de las obras de arte y lo que hasta ayer era un aporte y un punto de partida para algo positivo, hoy se quiere derribar y esconder.

Lo sucedido en el colegio de Florida evidencia además que en este mundo globalizado las ideas corren a la velocidad de la luz y que de esa rapidez se sirve el poder que construye la cultura de la cancelación. En pocos años, a partir del fenómeno de Internet, se ha producido un cambio en la moralidad y en el uso de los elementos del arte. Sin embargo, no se puede decir que ello haya derivado hacia mayor libertad de creación. Un episodio en una escuela primaria fue capitalizado por el debate universal, tanto por uno como otro bando en el enfrentamiento ideológico. Cada cosa de la vida privada se torna pública en dependencia de los intereses que puedan usar eso como una fachada para el logro de metas políticas. El daño que el arte está recibiendo en el proceso es irreversible, si no se hace una labor de contrapoder que denuncie la cultura de la cancelación. No es casual que los objetivos a abatir sean siempre elementos de la universalidad humanista, íconos de la libertad de pensamiento y del cambio social. Lo peor es que, en muchas ocasiones, la moralidad woke intenta acallar dichos elementos a partir de una falsa conciencia de lucha por el igualitarismo. Las fronteras entre lo que es correcto, lo que es bello y lo que es bueno se quedan en una nebulosa que favorece la persecución, la parálisis y la enajenación. Ahora mismo, en los colegios de buena parte del mundo, muchos maestros se van a cohibir de mostrar estatuas clásicas donde haya desnudos ya que les puede costar su puesto de trabajo. Más allá de eso, el resultado es que generaciones enteras van a crecer pensando a medias, conociendo a medias.

El objetivo no es el David, sino lo que significa, lo que implica en términos de libertad y de lucha contra las narrativas inventadas tras bambalinas del poder. El peligro reside en dejar que la hidra crezca y se enseñoree de la vida a través de las ventajas de la cultura de la cancelación. He ahí por dónde debe ir el debate en este mundo de redes sociales, en el cual la posmodernidad es un hecho cotidiano y hay que asumirlo como el contexto en el cual coexisten diversas fuerzas constructoras de la realidad política.

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