José Cabrera vive en Holguín, ciudad del norte oriental de la isla de Cuba. Podría parecer un dato poco significativo el sitio geográfico donde este joven pintor y escultor realiza sus creaciones, si no hubiese sido Holguín —específicamente sus costas bañadas por el océano Atlántico— el sitio por donde empezó a forjarse eso que Alejo Carpentier llamó en 1949 lo “real maravilloso” americano, que nace, al menos como concepto, como natural contraposición al surrealismo europeo. Por sus costas, el Almirante Cristóbal Colón protagonizó el descubrimiento, encuentro o encontronazo entre el Viejo Mundo —ese que representaban en 1492 los reinos europeos y aquellos que, muy poco conocidos, se extendían más allá de la cuenca mediterránea y Arabia— con los pueblos de culturas tan disímiles que habitaban las inmensas tierras de lo que pasaría a llamarse, poco después, América. El Almirante y los suyos no dejaban de mirar con ojos asombrados las maravillas, mayormente naturales, que se les abrían en las costas de las islas antillanas y como niños empezaban a aprender y también a nombrar las nuevas formas.

“Hay un amasijo de formas, donde lo humano entronca con lo vegetal y lo animal, con figuraciones fantasiosas”.

Estas formas están presentes, como concepto y posibilidad, en la obra de Cabrerita, como firma sus piezas, al sumergirse en elementos que articulan una mirada surrealista y “maravillosa”. Salvador Dalí se pasea libremente por varios de sus cuadros. Si le hiciéramos caso a André Breton, el gurú y padre del surrealismo y quien partió de la “extraña realidad” oculta tras la locura y los sueños en la obra de austriaco Sigmund Freud, podríamos asegurar que “el hombre que no puede visibilizar un caballo a galope sobre un tomate es un idiota”. Bretón quería, con la lucida locura como herramienta, unir aquello del poeta Arthur Rimbaud de “cambiar la vida” con las ideas de Carlos Marx de “transformar el mundo”. La vida y el mundo son terrenos para modificar la realidad y aportar lo surreal a la existencia humana. Así los creadores surrealistas empezaron a dejar que el subconsciente trabajara, de forma libre, casi como un ente autónomo, a partir del papel del mismo en el comportamiento humano y por tanto, en su faceta creativa. Aunque en las piezas de Cabrerita hay una contención en este punto, él no deja de estar atento (al contrario) al interés por plasmar sueños, por regresar a la infancia. Por eso lo onírico y lo fantasioso permean sus trazos. Y en sus piezas estamos en un terreno donde todo es, por tanto, posible. En definitiva, la intención por ser libres, más allá incluso de ser espontáneos, es parte del surrealismo que asume este artista, quien como Bretón sabe de “la realidad superior de ciertas formas de asociación desdeñadas” que puede aprovechar en “el libre ejercicio del pensamiento” para crear arte.

“Toda exposición real es, por tanto, vulnerabilidad. Desnudez y verdad”.

Sabemos que, como el subconsciente es algo intransferible, el “estilo surrealista” podía estar marcado, en primer lugar, por una forma automática, espontánea y fluida con universos figurativos propios. Y por otra parte, una forma naturalista que muestre, con figuración a veces hiperrealista, el mundo de los sueños y el inconsciente, o el mundo de las posibilidades —pues no necesariamente se sueña dormido— de la fantasía. Cabrerita posee más bien la “mirada surrealista”, pero no únicamente. Si nos atenemos a lo anterior, en la segunda “línea” del surrealismo se insertan interesantes piezas suyas como “El jardín de la mente” y “Oasis”. En la primera, realizada en óleo sobre lienzo y expuesta en la edición de 2025 del Salón de la Ciudad de Holguín, principal muestra colectiva que, junto al Salón Provincial, organiza el Centro Provincial de Arte, Cabrerita explora temas como el erotismo, el narcicismo y la disolución del yo (nada más cercano a la obra de Freud, por la que tanto se interesó, como hemos visto, el autor de Nadja). En la primera pieza, las figuras representadas —según sus palabras— hacen una insinuación a la lucha interna del artista con su propia identidad y la búsqueda de significados en un mundo cada vez más absurdo, cuyos estamentos (incluidos los artísticos) se ven en constante interrogación, en perenne jaque. Como si despertara de un sueño difícil de reducir solo a palabras —y muchas veces también a simbologías—, Cabrerita acaba centrándose en sí mismo, absorto en su experiencia de vida, y reflejando una obsesión con y por el Yo (vemos su retrato de perfil en la obra). La misma que, si repasamos a vuelo de águila la historia del arte universal —esa que añade él a su relato, pues toda obra de arte es un relato con múltiples reminiscencias y ramificaciones— es constante en disímiles artistas, sobre todo a partir del Renacimiento europeo. La figura, que sabemos parcialmente antropomórfica y al mismo tiempo, animalizada, pero siempre sexualizada y, de alguna manera, abierta a lo prohibido, a lo procaz; y el paisaje, evocador de una contemplación más plácida y pulcra, como subraya el cielo azul, añaden una sensación de placer y dolor, uniendo la experiencia sexual con la angustia existencial (vuelve Freud a saludarnos, sutilmente, desde el lienzo). La posesión —o todo intento de ella— parte de un “descubrimiento” del Yo, que es, sobre todo, exposición real, abierta a las capas más frágiles de la personalidad y del subconsciente. Toda exposición real es, por tanto, vulnerabilidad. Desnudez y verdad.

“(…) como el subconsciente es algo intransferible, el ‘estilo surrealista’ podía estar marcado, en primer lugar, por una forma automática, espontánea y fluida con universos figurativos propios”.

En “Oasis”, por su parte, Cabrerita subraya las cuestiones ontológicas que le preocupan: la condición humana —como el título de la conocida novela del francés André Malraux—, la identidad y las relaciones sociales en un mundo que insiste en creer absurdo. Cada día más absurdo. Incluso más “despojado de sentido”. Marcadamente influida por Dalí —cuestión que él asume desde la gratitud y la apropiación consciente de la herencia del maestro español—, la obra desarrolla su narrativa abriéndose, desde el retrato femenino como centro y también a partir de la paleta de colores donde lo terroso y los ocres prevalecen, a una multiplicidad de elementos que le posibilitan, justamente y desde la simbología surrealista, destacar que incluso en los paisajes más áridos, hay espacio para el renacer y la conexión con lo que cree vital. Cada elemento, por sencillo que parezca, es una puerta abierta a la interpretación, a la polisemia. La figura femenina, su desnudez insinuante, está protegida por formas antropomórficas —vemos al león y a la grulla integrando no solo su ropa, sino formando su personalidad— que la convierten, en el centro del cruento paisaje, donde toda forma de vegetación ha desaparecido, en la imagen del esperado oasis, en la corporeización de la ayuda. Ella representa y salva “nuestra existencia en este vasto desierto contemporáneo”. No tiene rostro —vuelve el psicoanálisis freudiano a hacernos varias interrogantes—, pero en ese espacio confluye, como en el aleph borgeano, la posibilidad luminosa de la salvación: el paisaje idílico, que es un paisaje necesariamente cubano, coronado por una palma real, como vergel abierto a las preguntas, a la luz de las necesarias respuestas que nos guían, después de haber bebido en sus calmadas aguas, a otras formas de la comprensión y la vida.

“(…) en sus obras lo que prevalece son los sentimientos y anhelos de transformarse en algo más”.

En su serie Metamorfosis, a Cabrerita le interesa, precisamente, la transformación, el cambio y las modificaciones que hacemos o nos vemos sometidos a hacer. No como en La metamorfosis de Franz Kafka, donde esta es sorpresiva y alteradora, aterradora también, incluso prefigurando el final de Gregorio Samsa, su no escapatoria; pues en sus obras lo que prevalece son los sentimientos y anhelos de transformarse en algo más. Ese cambio puede ser doloroso, es cierto, pero es buscado. Anhelado. Hay un amasijo de formas, donde lo humano entronca con lo vegetal y lo animal, con figuraciones fantasiosas. Incluso espacios que, sin ser grotescos, pueden abrirse a lo erótico, a la pulsación de lo carnal, a la confabulación del deseo. Esa es su simbiosis. Su anclaje del Yo.

Otras series de piezas de José Cabrera abordan el retrato femenino. Sus mujeres de perfil, que muchas veces evitan mostrar el rostro, que él oculta con disímiles artificios, son enigmáticas, no solo por la simbología surrealista que las rodea. Se imponen en su sensualidad, en los ligeros caminos de sus cuerpos, casi etéreos, como si ocultaran más de lo que muestran y nos tuvieran invitando —corridos todos los riesgos— a desentrañar las formas del deseo y del ensueño corporizado, ese que hace que convivan en un mismo ámbito (el lienzo y también la vida) la cadena infinita de posibilidades y formas.

“Cosme ha dejado, de forma consciente o inconscientemente, alumnos en toda la geografía nacional y más allá de sus fronteras”.

Es innegable —volvemos a la importancia en su pintura del sitio geográfico donde reside el joven artista y donde ha recibido la educación sentimental, referencial y vivencial— en la obra de Cabrerita la impronta del maestro holguinero Cosme Proenza Almaguer. Esta es su otra gran gravitación, además de Dalí y El Bosco (aunque la del pintor flamenco puede beberse también a través de la obra de Cosme). Gravitación fuerte, por demás, que le ha permitido hacer “un recuento de cosmogonías” sin que la pintura de Cosme sea surrealista, claro, pues se estructura en la investigación de signos y códigos del arte occidental. Y por tanto, de su asimilación e interpretación. De la fecundidad de su esencia. Cosme ha dejado, de forma consciente o inconscientemente, alumnos en toda la geografía nacional y más allá de sus fronteras. Aquellos que heredaron la impronta directa del maestro y otros que, sin conocerle, se han sentido imantados por las figuraciones, los sentidos y honduras de la figuración y la técnica del autor de series como Manipulaciones, Los dioses escuchan, Boscomanías y Mujer con sombrero (estas dos últimas más cercanas a Cabrerita, como lo demuestran sus mujeres, muchas con “sombreros” que recuerdan a los de Cosme sobre delicadas cabezas femeninas). Cabrerita no resistió esa imantación, porque la belleza —me dijo Cosme una vez— es poderosamente adhesiva, no hay manera de escapar de ella. Cabrerita lo sabe y busca. Eso es lo importante. Acompaña su búsqueda, sus juegos y rejuegos en los terrenos fecundos de la imaginación, con la magia de la vegetación tropical: la desenfrenada Creación de Formas de nuestra naturaleza que refuerza elementos de su identidad, pues en él hay una asimilación y valoración de lo cubano, de su sitio y su voz.

Él sabe —si desligamos el surrealismo de sus días más estrechos y lo abrimos a las cosmovisiones de lo nuestro, que han hecho precisamente que florezcan sus obras, que sean terreno para la concreción de lo posible en sus formas y colores— que lo “real maravilloso” se encuentra a cada paso. O en cada sueño, experiencia y deseo. Cada vez que, con el lienzo en blanco frente a él, se abre a la creación y deja fluir los matices de su personalidad. “La sensación de lo maravilloso presupone una fe”, escribió Alejo Carpentier. Con ella —la fe en el arte y la creación— estamos lejos de haber agotado el caudal de mitologías. De formas de lo posible. Las obras de Cabrerita, en la “exploración surreal” de los sentidos y desde los caminos que sigue trazando con persistencia, insisten en recordárnoslo al potenciar una creación abierta a la libertad y la vida.