Me gustaría definir, por las veces que me ausenté de Cuba, mi orgullo por haber formado mi personalidad y mi sistema de valores en esta Isla. Orgullo, sí, no tanto por nacimiento –mero accidente derivado del amor de mis padres– sino por las esencias humanistas y la historia que configuran su catálogo vital. Con lo vivido, visto y aprendido forjé mi identidad y asumí la poesía que desde siempre me acompaña.

Tres cortas estadías en España (y otros países de Europa), tres largos años en México y varios meses en la Venezuela bolivariana (más otros de América Latina) me pusieron ante las motivaciones para andar con la cabeza en alto por razones de nacionalidad. Somos iguales biológicamente a todos los seres de esos países, pero nuestro inventario patriótico, curtido con la solidaridad y la equiparación de los derechos en todas las direcciones humanas posibles, se integra a la práctica de manera muy diferente. Y tengo la certeza de que en ese camino podemos exhibir realizaciones a veces exclusivas, como es el caso de las misiones médicas, por citar solo una.

En España nos admiraban porque decían que somos los mejores bailadores del mundo. Y en el sexo mejores aún. Varias veces debí responder la pregunta de si era cierto que en Cuba se hacía turismo de sexo. Ya ustedes saben: no siempre respondí lo mismo. Vi por allá, eso sí, muchos cubanos en busca del orgullo de ser españoles: en el habla de cachetes llenos y eses y jotas bien sonoras, en la condición de hinchas del Real Madrid, en aquello de salir de cachondeo, en el “venga” y en el “vale”, en el decirles “sudacas” a los latinoamericanos. Tuve mala suerte, no di con lo mejor, y eso que me invitaban “los de izquierda”, que, en muchos más allá de los que sospechamos, suelen ser ambidextros.

Llegué a la conclusión de que, de la misma forma en que muchos cubanos nos sentimos orgullosos de serlo, otros llevan la cubanía de manera vergonzante, resultado de una formación que, alejada de lo promovido por las instituciones, arrastra los lastres de la colonización: son seres que se ven a sí mismos como seres subalternos por orígenes; el logro más notable al que aspiran es el de convertirse en uno de aquellos que a nuestra costa se hicieron dueños de la riqueza, la elegancia y el glamour.

“Andamos con nuestro individuo convertido en muchedumbre, nunca solos. Nada de lo que como política de Estado hemos hecho realidad nos abandona; nos cubren numerosas capas de alteridad y con todas ellas razonamos y actuamos”.

En México la admiración estaba más pegada a nuestros reales valores: los de ser revolucionarios. Ellos también tuvieron su revolución, que poco a poco fueron perdiendo, aunque conservaron un sentido de la dignidad que, entre otras cosas, los llevó a no romper relaciones con Cuba cuando todos los gobernantes títeres y gorilas del momento lo hicieron. En México, hoy, se admira a Cuba, sobre todo por plantarle cara, con valentía, al imperio que en el siglo XIX les arrebató más de la mitad de su territorio. Y esa admiración, procedente de ese pueblo soberano, también nos llena de orgullo.

Uno llega a cualquier sitio del mundo y se sabe portador de un patrimonio que adquirió en el sistema educativo cubano, y en sus numerosas acciones culturales y patrióticas, donde no queda expresión sin espacio. Andamos con nuestro individuo convertido en muchedumbre, nunca solos. Nada de lo que como política de Estado hemos hecho realidad nos abandona; nos cubren numerosas capas de alteridad y con todas ellas razonamos y actuamos. Por eso no nos entienden esos –compatriotas o no– a quienes el mundo se les acaba de la punta de la nariz hacia afuera, porque el egoísmo de nueva adquisición los enseña a ver en la plusvalía una especie de dios.

Llegar a Venezuela en 2007 me devolvió a los inicios de los años sesenta. Era mi segunda oportunidad sobre la tierra. Se vivía la Revolución allí como mismo la vivimos nosotros en aquellos años iniciales. Para mí fue una lección vivir cada día como remake de la historia; fue una sacudida que me hizo ver por primera vez, en toda su magnitud, la grandeza de los cambios que, a lo largo de mi vida, desde 1959 a la fecha, habíamos vivido e incorporado en nuestro diario acontecer como normalidad. Aquellas conquistas nuestras eran sus luchas de entonces. Por donde quiera que pasábamos, nuestro orgullo de ser cubanos recibía el espaldarazo estimulante de sabernos inspiración y meta de tantos.

“(…) nuestro inventario patriótico, curtido con la solidaridad y la equiparación de los derechos en todas las direcciones humanas posibles, se integra a la práctica de manera muy diferente”.

Pero si todo eso no bastara, mi condición de poeta me recuerda que los tres momentos decisivos de nuestras luchas tuvieron a líderes que unían en sí la condición de poetas y oradores notables. Martí, precursor, no del modernismo sino de la modernidad poética en América, Rubén Martínez Villena, fruto híbrido entre el modernismo y el coloquialismo, los dos, oradores de brillo, más Fidel Castro, orador de una poética discursiva y unas habilidades comunicativas para colegiar y consensuar con multitudes sus proyectos emancipadores. Las tres revoluciones hijas de la cultura, y también la anterior, con Céspedes como figura tutelar, convocan a mi sensibilidad de poeta, desde dimensiones específicas de íntimo y altísimo valor.

En definitiva, asumo el orgullo poético de ser cubano como ese sentimiento que me embarga cuando sé que ninguna de las grandes fuerzas que se nos han opuesto han logrado desmontar la idea, y mucho menos las realizaciones que, a fuerza de inteligencia, valor y honestidad paseamos con orgullo frente a un mundo moralmente devastado por la oscura marea de individualismo e insensibilidad social que pretende erigirse como paradigma para el devenir de la vida en la Tierra.

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