Mujer desnuda,

un espejo que desde adentro se mira,

un misterio que conspira

y muerde cada reflejo.

Cuerpo herido

por el cejo y el delirio de su edad.

Mujer en cada mitad

de albur y silencio nidrio.

Mujer entrando en el vidrio

de su profunda ciudad.

Sus ojos bordan el traje

prematuro e inocente

de la infancia,

ese puente que recrudece el anclaje.

Cada isla en su ropaje

va creciendo con despiste.

Cruza las piernas,

reviste la muñeca,

el juego,

el arca:

el sueño como una marca

de aquello que ya no existe.

La muchacha es una orilla

que desconoce los barcos,

el turbión,

los desembarcos

y la fiereza que ensilla.

Va moldeando con arcilla

sus desniveles abiertos.

Pronto inicia los conciertos etéreos.

La luna avanza

y descubre en su bonanza

uno por uno sus puertos. 

Mujer abierta

en la turba febril de todas sus venas,

en las húmedas arenas de su gesto,

en cada curva,

en el filo que disturba sus serenas afonías,

los enigmas,

las manías que conducen su fogata,

lo fértil,

la cabalgata de sanas asimetrías. 

La noche es reloj,

testigo de lo humano y su escondite,

un desenfreno,

el desquite juvenil que amasa el trigo. 

Es femenino el ombligo de la noche

en cada brote 

y, aunque el tiempo sea un azote sobre la carne,

esa voz

siempre recuerda que Dios

está asomado en su escote.

La piel como una armadura

de su vientre iluminado,

un nido,

un verbo,

un inflado milagro por la hendidura.

Y el cuerpo es la casa pura del acierto,

un aguacero,

la forma que da el acero a su placenta,

otredad en el cordón,

la ciudad donde se inicia el sendero.

La mujer frente a la sombra

de su propia candidez, 

navegando como un pez

que en el silencio se asombra,

quiebra su canto.

Es alondra,

desierto y jardín,

mordida,

útero en cada partida

que pronostica la histeria:

su vida es como una arteria

que nunca está dividida.

La experiencia

es otro sello tatuado sobre su hombro,

un peso que no es escombro,

pero tampoco es destello. 

(Lo vivido trae un cuello para filtrar el futuro.)

La bala no arañó el muro

ni quebró su regocijo

si entre los brazos el hijo balanceó cualquier apuro.

Y se levanta cansada

de ser muleta y ser silla,

de cada grito que astilla

sequedad en su mirada.

Corta la trenza:

estocada de la más dulce violencia.

Y se abre

y hay esencia de nostalgia e inquietud.

Su pecho es la infinitud

donde no cabe la ausencia.

Una mujer en la hierba vierte su raíz al cielo,

abre mutismos,

es velo de un árbol que nunca enerva.

Si su mano es la reserva extendida del Parnaso

cada semilla es pedazo

de tierra abrazada al dorso de su sudor,

ese escorzo de paciencia en cada plazo.

Si volvieras a nacer

apenas el sol irradie

no serás mujer de nadie 

si puedes ser tu mujer. 

Más valdría envejecer

que padecer el chantaje de los otros.

No hay un traje

donde el tiempo se recobre. 

La piel descubre el salobre silencio de cada ultraje. 

Los pezones,

un desliz que siempre cobra su precio.

El dolor,

un cangre necio que crece siempre hacia el gris.

No habrá lágrima matriz

que se postre con torpeza

ni miedo,

culpa,

rareza que sobrelleve lo absurdo,

solo el valor,

como un zurdo reducto de su belleza. 

Una mujer se desnuda

de cada parte y esquema,

una mujer no se quema

con la tristeza más cruda.

Una mujer nunca es muda,

aunque se esconda en la higuera,

siempre exhibe la bandera

de su amor sin cicatriz. 

La mujer como un país

donde no existe frontera.