Cuando Abel Ferrara dirigió en 2014 un filme sobre el escritor y director italiano Pier Paolo Pasolini, nacido en 1922 y fallecido el 2 de noviembre de 1975, sabía que debía desligarse del biopic al uso si deseaba construir un “mosaico”, lo más fiel, verosímil y personal posible, a partir de las últimas horas del director de clásicos como Edipo Rey (1967), Teorema (1968) y El Decamerón (1971). No era tarea sencilla, como nada que tenga que ver con Pasolini lo es: ni su abarcadora, poliédrica y compleja obra, su personalidad controvertida o las circunstancias que todavía enturbian su atroz asesinato hace cincuenta años.
Ferrara —recordemos Welkome to New York, su biopic sobre Dominique Strauss-Kahn— articula en Pasolini una historia, escrita junto al italiano Maurizio Ferrara, de obsesiones y anhelos que explora la personalidad y los ambientes cotidianos de uno de los cineastas más amados y odiados en su momento, con un legado importantísimo que traspasa no solo en el cine. Para ello Ferrara, nacido en Nueva York en 1951, no hace demasiado hincapié en lo polémica que fue la obra del director boloñés y el rechazo que produjo (aunque algo destila, sobre todo en lo relacionado con el estreno de Saló o los 120 días de Sodoma, de 1975, su última película).

Contra todo pronóstico, Ferrara evita las teorías conspiratorias y se centra en la versión tradicional —la más conocida y aceptada en el proceso judicial, no exenta de discusión─ del asesinato de Pasolini. Esta lo relacionada a Pino Pelosi, un menor de edad con quien el poeta se encontraba en las playas de Ostia; aunque el filme incluye la lógica teoría, presente en los juicios realizados, de la participación de más personas en la muerte de Pier Paolo. “Todo el mundo en Roma cree saber quién asesinó a Pasolini”, dijo, cuando el estreno de la película, su director, quien realizó una investigación en esa ciudad antes de filmar. “A estas alturas igual no es tan importante saber qué pasó esa noche. El tipo está muerto y nada de lo que hagamos o digamos le traerá otra vez a la vida”, ha subrayado Ferrara (para esto recomiendo más bien Pasolini, un delitto italiano, de Marco Tullio Giordana, de 1995, centrado en el proceso judicial que conmovió a toda Italia y parte del mundo).
Pasolini se me antoja como un homenaje que subraya la admiración del director de The Addiction (1995) y The Funeral (1996) y también la de Willem Dafoe, quien revive al director de Los cuentos de Canterbury (1972)— a un cineasta mayor, como ha dicho Ferrara.
“Ferrara (…) articula en Pasolini una historia (…) de obsesiones y anhelos que explora la personalidad y los ambientes cotidianos de uno de los cineastas más amados y odiados en su momento (…)”.
Esta admiración —sin centrarse en especulaciones o disputas— está presente a lo largo del filme: desde la música, el casting y esa especie de “escritura fílmica” de los proyectos sin concluir por Pasolini (como la novela Petróleo y la película que comenzaba a perfilar con el título Porno-Teo-Kolossal) y que el cineasta estadounidense de ascendencia italiana alterna con sus últimas vivencias: su llegada de Estocolmo; la finalización de la polémica Saló o los 120 días de Sodoma; el encuentro en su casa con el periodista de L´Unitá, Furio Colombo; la cena con sus actores habituales, entre ellos Ninetto Davoli; hasta el que será su último itinerario, junto al joven Pelosi, en su flamante auto Alfa Romeo; itinerario que terminará con su muerte, en un descampado cercano a la playa de Ostia, a unos pocos kilómetros de Roma.
Desde Maria Callas (amiga suya y actriz protagonista de Medea, de 1969) y el “Ebarne dich” de La pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach, que formó parte de la banda sonora de El evangelio según San Mateo, hasta reencontrarnos con Adriana Asti como su madre, actriz que formó parte del elenco de Accattone, su opera prima, refuerzan este homenaje, coronado por un septuagenario Ninetto Davoli, amante y actor fetiche en filmes como Pajaritos y pajarracos (1966), Edipo Rey, Teorema, Pocilga, El Decamerón, Los cuentos de Canterbury o Las mil y una noches (1974), acompañado precisamente por otro personaje que lo representa a él mismo, pero en su juventud, interpretado por Riccardo Scamarcio.

Ferrara —aunque muchos piensan que el neoyorkino fue mucho más contenido de lo que habitualmente acostumbra o quizá por todo lo contrario, dado el aire en consonancia con el verismo operístico decimonónico que emanan algunas de las secuencias, entre ellas la muerte del director de Mamma Roma, de 1962— tuvo en Pasolini aciertos indiscutibles: una puesta en escena que logra captar tanto los ambientes como la textura estética propia de las imágenes de los años setenta, así como la elección de Willem Dafoe como intérprete de Pier Paolo, quien además del parecido físico con el italiano se transfiguró con su personaje, dando muestras de una insólita capacidad camaleónica y de un talento interpretativo con un grado de mimetismo que nos lleva a preguntarnos si detrás de las características gafas de pasta de Pier Paolo se oculta realmente un actor; o creer que Dafoe no interpreta a Pasolini sino que es Pasolini (aunque se extrañe en el filme, desde la frialdad e incluso pasividad de Defoe, esa fuerza, rabia y pasión que caracterizaron al italiano en su actividad intelectual y política).
Pasolini es un filme meritorio que prefirió mostrar, sobre todo en la primera parte, una cotidianidad que prioriza al ser humano extraordinario —como dicen sus amigos que fue Pier Paolo— sobre la crónica roja y los vericuetos, políticos incluso, alrededor de su muerte, a pesar de algunos altibajos narrativos. Además, Abel Ferrara añade la magia, por momentos ensoñadora, de sus filmes (y nos devuelve a un Ninetto Davoli eternizado con su amplísima e ingenua sonrisa) para reverenciar a través del cine, como alumno díscolo, al gran creador italiano.

