Un día como hoy, 9 de junio, nació mi padre hace 93 años. Como pretendo ofrecer algo original cada vez que celebramos su cumpleaños, de forma que no se convierta en un acto monótono, estuve meditando sobre qué podría llevar esta vez a su queridísima Casa de las Américas, ese sitio que él tanto amó y cuyos trabajadores contribuyen esencialmente a perpetuar su memoria. No solo cuidan y preservan su inmensa obra y su increíble correspondencia, sino el recuerdo, la estela de su persona y de su cálida presencia, y agradezco profundamente dicho empeño.

“Se desempeñó toda su vida con la disciplina, el rigor y el sentido del deber de un soldado”. Imagen: Tomada de Internet

Me disponía a revisar una vez más la papelería de Roberto, siempre sorprendente —no solo por su cuantía, sino por su originalidad—, en aras de iluminarme para este día, pero apenas empecé, fui gratamente sorprendida por la visita de una compañera a quien no conocía. Dijo llamarse Lourdes y tener un diploma a nombre de mi padre, y lo depositó en mis manos. Para no estropear la dramaturgia de lo que haré en cuanto finalice esta lectura, no contaré detalles de inmediato, aunque sí debo señalar que dicho documento me dio las claves de lo que podría comentar este 9 de junio, anunciado en el título de esta conversación. No pretendo erigir una estatua de Retamar combatiente. Mi padre no lo fue en el sentido tradicional del término, ni me permitiría semejante falsedad, que yo personalmente tampoco cometería. Sin embargo, no es menos cierto que él se desempeñó toda su vida con la disciplina, el rigor y el sentido del deber de un soldado. Utilizó las herramientas que mejor conocía, y para nadie es un secreto el hecho de que dispuso de su talento y su amplísima cultura al servicio de las ideas en las que creyó hasta el fin de sus días. Su labor intelectual, su defensa de las causas nobles latinoamericanas y su fidelidad insobornable lo condujeron a asumir diversas responsabilidades, no todas de su total agrado. “Mis cargos son mis cargas”, me dijo más de una vez, y aunque se mantuvo ligado a actividades políticas, en las que, insisto, creyó a cabalidad, tenía bien definida la línea divisoria entre una función y la otra. Cito su respuesta a una de las preguntas que le formulara Luis Báez, como puede comprobarse en el libro Más esperanza que fe, a la siguiente interrogante: “¿El intelectual debe estar subordinado a lo político?”. Él respondió: “La palabra subordinado lo complica todo. El intelectual solo debe subordinarse a la verdad, y si es un artista, a la belleza. No hay que olvidar que, como señaló Gramsci, el político es también un intelectual, por supuesto, de un tipo determinado. Que en cierto momento lo político adquiera un papel relevante, no implica subordinar al intelectual: el cual, si no es un político, sí podrá estar politizado, y asumir una posición ética. Pero no será útil su faena si se siente subordinado”.  

Más allá de estas consideraciones, debían existir evidencias de su labor combativa en los momentos de la tiranía batistiana que den fe de su modesta pero objetiva participación en aquellas luchas. A la búsqueda de dichas confirmaciones dediqué mi esfuerzo, ya se verá por qué. Conservo vagos recuerdos de Roberto vestido de soldado, me parece verlo ahora más delgado de lo habitual, con ropas que me parecieron raras y unas botas descomunales que provocaron mi indiscreta risa. Él también sintió que debía lucir extraño ante mis ojos de niña, y compartimos un momento de complicidad en el cual me enseñó cómo se marcha, pero yo nací en 1961 y nunca me ha caracterizado ninguna precocidad ni don especial, de manera que esa visión de mi padre debe corresponder al momento en que posiblemente él participó en alguna movilización posterior a Girón y/o en la Zafra de los Diez Millones. No me sirve ese recuerdo para evocarlo como combatiente, obviamente, aunque también tengo en mi memoria el día que me mostró una pistola, pese al terror de mi madre, a quien no le gustó para nada que yo contemplara un arma de fuego.

“El intelectual solo debe subordinarse a la verdad, y si es un artista, a la belleza”. Foto: Tomada de Cubaliteraria

Ante tanta anamnesis confusa, acudí a Yamil Díaz, biógrafo de RFR por vocación, por consagración, y para gran suerte nuestra. Me hizo revisar los artículos que bajo el seudónimo de “David” mi padre escribió para el suplemento Resistencia, titulados “Las cosas son como son, ayer y hoy”, de agosto de 1958, y “Algo sobre la Universidad”, un mes más tarde. Comprendí no solo el motivo del nombre que él escogiera, sino la explicación de su libro Vuelta de la antigua esperanza, y cito:

Ese libro, que publico en los primeros meses de 1959, está formado por poemas que escribí casi todos, menos dos, a finales de 1958. Los pensaba publicar clandestinamente, también con el seudónimo de David. (…) Casi todos los poemas fueron escritos en 1958, en torno a la radio rebelde clandestina, que tan emocionante era escuchar en aquel tiempo; y dos poemas los escribí el año 59: “El otro” y “Última estación de las ruinas”. Este último lo hice después de un viaje a Santa Clara, donde vi el tren blindado de la dictadura, descarrilado, y las huellas visibles de aquella epopeya del Che. De alguna manera, el título del poema alude a este tren. Además, al hecho de que Santa Clara hubiese sido bombardeada, una cosa insólita en nuestro país. ¡Bombardeada, como otras ciudades que yo había visto en Europa, sin sospechar que iba a tener la amarga oportunidad de ver ciudades bombardeadas en mi propio país![1]

Una vez esclarecidos los datos de su actividad literaria clandestina, debía indagar más. Y ya es hora de declarar lo que me entregó la compañera Lourdes Serra, y que motiva este texto y su posterior donación a esta institución, a pesar de que han transcurrido 28 años desde que fuera emitido. Si mereció un diploma de reconocimiento dado por la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana en Ciudad de La Habana, donde se destaca la participación de mi padre “en el Movimiento de Resistencia Cívica, la contribución al enfrentamiento de la tiranía batistiana y la lealtad a la revolución”, algo más debió hacer además de escribir.

Recordé entonces las historias que me contaba de la integración a dicho movimiento de resistencia, cuando él salía con su portafolio universitario lleno de bonos con el propósito de recaudar dinero para el Movimiento 26 de Julio, y de los revolucionarios heridos o perseguidos que se escondían en casa de mis abuelos y en la suya propia. Por modestia, y también por pudor, mi padre apenas dejó escritas sus memorias de aquellos momentos. Se limita, en la aún inédita entrevista que le hiciera Joao César, y con ligeras variantes en otras, recogidas en los volúmenes Recuerdo a, Entrevisto, Más esperanza que fe y Un poeta metido en camisa de once varas, a decir: “Es claro que yo estaba contra el gobierno de Batista, como la inmensa mayoría del pueblo cubano, y pertenecía al Movimiento de Resistencia Cívica, para el cual escribí varios artículos con el seudónimo de David, recogí dinero para la Sierra, alojé a algunos revolucionarios en mi apartamento: cosas pequeñas”.

“Mi padre pretendió mantener en penumbras su actividad clandestina, quizás por respeto a tantos compañeros caídos y a los héroes de aquellos épicos años”.

En cambio, en reiteradas ocasiones exalta la participación de su hermano Manolo en el mismo Movimiento, enaltece la participación de mi tío como una forma de minimizar la suya propia, y menciona la colaboración de su hermano en la huelga del 9 de abril de 1958, donde fuera asesinado Marcelo Salado. Con respecto a su amado Manolo, no resisto la tentación de reproducir una anécdota que mi padre cuenta en la ya referida conversación con Joao César, su amigo brasileño:

Él tuvo durante el batistato una destacada intervención en el Movimiento de Resistencia Cívica, pero era amigo íntimo de Camilo Cienfuegos, y siempre le quedó la tristeza de que no fue a la Sierra con él. Al triunfo de la Revolución, Manolo, que solía visitar a los padres de Camilo, fue a verlos, y se encontró con que Camilo los había ido a visitar también. A la casa se llegaba por dos escaleras que confluían, y cuando se encontraron los dos, cada uno en una escalera distinta, Manolo y él empezaron a golpearse como muchachos, y Camilo oyó que sus guardias estaban palanqueando las armas para matar a ese hombre que lo estaba atacando, y tuvo que explicarles que no era así. 

Resulta evidente que mi padre pretendió mantener en penumbras su actividad clandestina, quizás por respeto a tantos compañeros caídos y a los héroes de aquellos épicos años que arriesgaron abiertamente sus vidas. Sin embargo, por azares que él nunca pudo sospechar, llega a mis manos este diploma, confeccionado, como ya dije, hace exactamente 28 años, en junio de 1995, que nadie sabrá por qué nunca lo recibió en vida. Es un honor para mí, y un acto de legítima justicia, entregarlo a la Casa de las Américas, donde valiosísimas compañeras lo atesorarán, junto a sus otras distinciones. Así habría actuado él. No se me ocurre mejor manera de celebrar el cumpleaños 93 de un combatiente por la libertad llamado Roberto.


Notas:

[1] Entrevisto, Ediciones Unión, La Habana, 1982, pp. 41 y 42.

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