Ronel González: mano —y reverencia— al hombro de la historia
Tengo hoy el privilegio, la responsabilidad, esa que no puede eludirse sin menoscabo —la distinción de honrar, esa que al decir preclaro y divinísimo del Apóstol, honra—, de unirme acá hoy a todos en función de reverenciar, de festejar, de homenajear a un colega, homenajear su muy nutrida, distinguida y premiada obra, reconocer toda una viacrucis —viacrucis porque toda vida inmersa en los afanes de la correspondiente época de alguna manera lo es; toda vida dedicada a la Literatura lo es, recordemos el apotegma de Ortega y Gasset, ese punto de colisión, de drama y tragedia, esa cohesión / colisión que vincula al hombre y a su circunstancia—, viacrucis, decía, dedicada a la Literatura, a la Poesía, al Arte, a atesorar y administrar saberes, y, urge decirlo, a indagar y vivir y sufrir esa suerte de ascensión e inmersión que deviene amar la sacra historia patria.
Me permitiré citar tres lugares comunes de la Literatura cubana.
En el entramado literario nacional no ha faltado, ni falta hoy, quien asediado por la vanidad, por vientos que llaman a erigirse mero escribidor, olvide el oficio y la responsabilidad, el conato de saber, esa suerte de ascensor del alma y del conocimiento, y del ethos, que es la cultura, suerte de sinergia, que forma y conforma a un intelectual, que lo anima, lo mueve y lo conmueve. No lo ha olvidado Ronel. Más allá del poeta, del narrador, del ensayista, del investigador, el Licenciado en Historia del Arte, el escritor radial, el Profesor Asistente, el Diplomado en Historia y Cultura cubana, el autor de más de 50 libros, el compilado en más de 60 antologías, eso primigenio y per se y conclusivo se ha afanado en ser, y eso es, estrictamente, Ronel: un intelectual.
En el entramado literario nacional tampoco ha faltado, ni falta hoy, lo que puede ser llamado “apología dúplice afectiva”. Algún amigo del autor incurre en homenajearlo; en días futuros el otrora homenajeado retribuirá el favor al otrora homenajeante. No es este el caso. No es Ronel estrictamente un amigo. No retribuyo deuda alguna. No hemos hablado frente a frente más allá del saludo, esas dos o tres palabras de rigor —¿Cómo estás?, hermano / Todo bien / Me alegro de verte / Igualmente— en las muy reducidas ocasiones en las que hemos coincidido. No nos llamamos por teléfono. No nos escribimos correos. Rara vez nos hemos escrito WhatsApp mediante. No resulta este, en puridad, homenaje que tenga a la amistad o a la retribución de favores por causa y condición. Es el sincero, sencillo, ético, justo, digno homenaje a un colega, a un autor que se respeta, a una obra que se admira, agasajo que llega desde ese sitio que no trafica con lealtades o comulga con la mercantil letra de cambio. Desde la dualidad corazón / razón llega mi homenaje, desde la Ética, la Estética y la Verdad, esa trilogía que denota lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero, los tres cauces —insobornables— citados por el psicoanálisis. Parafraseando a Pascal, podría decirse que corazón y razón, esas dos univocas dualidades, hoy, acá, en esta sala, declaran, al unísono, su sincera unicidad y su idéntica razón.
“Más allá del poeta, del narrador, del ensayista, del investigador “(…) eso primigenio y per se y conclusivo se ha afanado en ser, y eso es, estrictamente, Ronel: un intelectual”.
Es también lugar común, lamentablemente —y no solo en el entramado de literatura nacional— hallar a un escritor, hallar incluso a un intelectual, y no hallar, sin embargo, tristemente, la muy divina cualidad de hombre bueno. De hombre cabal. De hombre ético. Justo. Digno. Decente, se solía decir a la vieja usanza del viejo siglo XX. No hallar, en resumen, a un hombre en el que la ya citada trisomía —lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero, esa que deviene Ética, Estética y Verdad, confluyan. Y una vez más: no resulta, alegremente, este el caso. Digámoslo con palabras humildes y sencillas, como humilde y sencillo se sienta ahí el homenajeado: Ronel no es solo un excelente y prolífico y muy esforzado escritor. Lo que más allá de su obra llega —y ello tiene el valor de los valores, ese es el summa cum laude de todo humano y de toda obra— es el hombre bueno. Ese es el humanum axis. El axis mundi de un hombre. Festejamos y homenajeamos y reconocemos hoy en esta sala no solo al autor, no solo a su obra, reconocemos también al hombre, al ser humano. En este caso, el caso de Ronel y de su obra, lo uno se alza conditio sine qua non de lo otro. No existiría la obra sin el hombre; no existiría el hombre sin la obra. Autor, obra y hombre se entrelazan en Ronel para mutan entidad unitaria.
En esta mesa se hablará seguramente, de manera profusa, de la poesía de este cubano de Cacocum, del magisterio de las décimas de este holguinero —recordemos su Hermenéutica de la metadécima—, se hablará de su labor ensayística e investigativa —el saber atesorado acerca de la obra de Lezama, Raúl Hernández Novas, Ángel Escobar, el Indio Naborí, Delfín Prats, el Grupo Orígenes—, se citará, de seguro, el inefable y sagrado e innegable hálito martiano y cespediano que lo mueve y anima, como no podría ser diferente en el bisnieto de un capitán del Ejército Libertador, no faltará quien se dirija a esa zona de su obra, feérica, que resulta la literatura infantil. Aludía el autor en entrevista posterior a recibir el Premio Nicolás Guillén de Poesía 2025 a ciertas cuitas que no lograba debidamente exorcizar en cuanto a la Narrativa. Es de gnomos mágicos el incurrir en la literatura infantil. Y alada y sacra la Poesía. Alado y mágico el Poeta. Quien les habla respeta la poesía mucho más que a la terrestre y nada sacra Narrativa. Mas… quien les habla solo dispone de humildes retazos de esa muy terrestre Narrativa y, en consecuencia, al exorcismo de esas cuitas ronelianas dirigiré mis palabras.
“Historografiando lo poemático o poematizando la historia, Cuba está en cada poema, en cada página de Ronel (…)”.
Sostenía Rene Char que un autor siempre giraba en torno al mismo pozo, empleaba el mismo brocal y extraía las mismas aguas. En el caso del Ronel resulta reincidente que pozo, brocal y aguas se mixturen, una vez y otra, con la historia, la historia de Cuba. Su obra poética, ensayística e investigativa exhibe ese derrotero. Derrotero que es dirección, nunca y jamás derrota. Ahí está ese libro de poesía, Teoría del fulgor accesorio, poemas fulgores dedicados a Maceo, Gómez, al tunero Vicente García, al santiaguero vilmente macheteado en los mezquinos primeros años de la muy mezquina seudo República, Quintín Bandera. Ahí están esos otros libros, Nada es real salvo la noche, o La marcha de la bandera, o ¿Cómo se manda un campamento?, libros todos ellos en los que prosigue el desgranar y trasudar poemático de la historia o el desgranar/trasudar histórico de lo poemático. Historografiando lo poemático o poematizando la historia, Cuba está en cada poema, en cada página de Ronel, de Cuba y por Cuba trasudan las letras ronelianas. Parafraseando ahora a Sir William, el hombre de Strafford-on-Avon, podría decirse que cada uno escribe con la misma sustancia de la que están hechos sus sueños. Y sueños de historia patria llevan y traen, y de tales sueños está hecho Ronel. Esa, en gran medida, ha sido una de sus sustancias primigenias. Soñando tales sueños ha vivido y soñando tales sueños ha escrito. Esa coincidencia, felizmente, nos une. De ahí que elija, quién sabe si en función de exorcizar las ya citadas cuitas ronelianas con la Narrativa, un texto que recibiera entre los 1100 textos enviados, Mención en el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2024, historia que lleva por título La noche bella no deja de dormir.
No elude Ronel retos. Y no los elude porque en ese texto se adentrará en el mayor misterio de la historia patria, misterio que nos asalta desde la mismísima primera oración: “Cuando le dije que yo tenía las páginas arrancadas del Diario de Martí, pensé que me iba a mandar al carajo”. No hay cubano —culto y martiano— que lo ignore: se alude a las cuatro páginas faltantes en el Diario de Campaña del Apóstol de la independencia cubana, precisamente aquellas en la que no pocos suponen Martí regresa a lo sucedido en la legendaria reunión de La Mejorana, hecho que solo tuvo tres actantes, sin testigos: el Generalísimo Máximo Gómez, el Lugarteniente General Antonio Maceo y el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, José Martí. Dije regresa Martí a lo sucedido porque el día anterior, el 5 de mayo, seguramente a la noche, a la vera de cocuyos y de grillos típicos de la manigua cubana, había relatado ya el Apóstol lo sucedido. Todos hemos leído una vez y otra ese relato. Se dice que el 5 de mayo, sentados a la mesa y protegidos por la sombra de un framboyán, se hallaban Gómez, Martí, Maceo, José Maceo, Paquito Borrero y José Rabí. La discusión se tornó en cierto momento dura y los tres grandes se levantaron para ir a la casa. Buscaron privacidad. Testigos, no los hubo. A lo sucedido solo se refirió Martí en las páginas del Diario aquel 5 de mayo. A seguidas… se ubica el mayor hueco de la Historia de Cuba: una furnia de cuatro páginas. Cierta vez escuché sostener la hipótesis de que dado el Apóstol haber relatado ya antes lo sucedido no resultaba presumible regresara a ello, sostenía aquella persona la hipótesis de que las misteriosas cuatro páginas se empeñaban en develar ciertas problemáticas de corte financiero. Hipótesis quizá existan otras. Es todo lo que podemos aventurar hoy. Suponer. Presumir. Conjeturar. Cuanto allí ocurrió, entre aquellas míticas y fenecidas paredes, desapareció para la posteridad, como infortunadamente desaparecieron aquellos tres grandes hombres. Esa es la historia. La historia patria. Ese su misterio. Toda historia los tiene. Regresemos a esa historia otra que es el cuento. El cuento de Ronel. Migremos de la Historia a la Literatura. Un historiador de arte santiaguero, vapuleado por las terribles penurias del Período Especial, y por esas otras penurias, mayores estas, las penurias que delatan un inexistente ethos, roba un legajo de documentos históricos a un venerable profesor: la delación del Plan de La Fernandina referida por un detective de Pinkerton; la confesión de Valentín Castro Córdova, el hombre que intentara envenenar al Apóstol; hasta “finalmente —así nos dice Ronel—, llegar a cuatro cuartillas, cada una de poco más de quince centímetros de alto…”, esto es, las muy famosas cuatro páginas inexistentes en la Historia de Cuba. Ronel ficcionaliza sin titubeos —se diría que con atrevimiento, donaire y no poco valor, atrevimiento, donaire y valor que acompaña a los que aman la Historia y desde ella y con ella se atreven—, y todo ello para adentrarse en el misterio de mayor envergadura de la historia patria.
“Con el espíritu despierto sueña Ronel historia y literatura y coloca, ceremonioso, la mano en el hombro de la Historia, y como suelen hacer los hombres buenos, se inclina en honrosa y sentida reverencia”.
Dos cauces narrativos —dos planos, se dice en Narratología— tiene la historia; el contemporáneo mundano, ese en el que un narrador en primera persona, aquel que desde los entresijos del periodo especial hurta documentos históricos y desvela sus mundanas peripecias; y un segundo plano narrativo —he ahí el tamaño atrevimiento y el no poco valor—, la ficcionalización de la historia desde un documento apócrifo, empeño en el que el arte narrativo del autor y el conocimiento de la inigualable prosa del Apóstol, cooperan a una en el afán de intentar remedar ese soberanísimo estilo, para, desde ello, ficcionalización mediante, (re)crear aquellas misteriosas cuatro páginas. Ronel escribe ese cuento entreverando el remedo de la bellísima prosa martiana, la prosa cuidada y luminosa del Diario —todos sabemos que si bien en el Diario no pretendía Martí hacer Literatura se tiene en esas páginas Literatura en sus más altas cotas—, logrando una suerte de pastiche, un pastiche que hace del texto un muy bien hilvanado melange, en función de aventurar al lector, lanzar al lector, hacia aquellas misteriosas cuatro páginas, aventurando/proponiendo una versión de lo ocurrido aquel 5 de mayo entre las ignotas y desaparecidas paredes de La Mejorana. ¿Qué se nos ocultó desde esas páginas? ¿Qué hechos? ¿Qué pensamientos? ¿Qué ocurrir y qué devenir? ¿Qué acosos, qué ocasos y qué acasos? “Lo que no tuvo remedio en el siglo XIX ya no lo va a tener”, nos dice uno de los personajes. Lo histórico real, lo fake histórico urdido por Ronel y los hechos —y desechos también urdidos por Ronel con relación al graduado de Historia del Arte devenido tristemente ladrón de manuscritos y mezquino mercader de una pieza invaluable del patrimonio de la nación—, se entrecruzan en este cuento, que, confieso, amante de la Historia como soy, hizo mis delicias. La grandeza, el sino de estos tres grandes hombres, el remedo del soberano estilo, la tragedia y el drama de la historia se entrecruzan, en humana antinomia, con el discurso y el decurso sin clase, la miseria humana, de un ladrón de manuscritos al que el vapuleo de malos vientos maximizaron estómago y anularon y enlodaron el alma. De tres grandes almas a la anulación del alma. De dar la vida a enlodarla. Dos mundos, dos instantes, dos ethos, dos universos colisionan en esa historia.
Ronel es un poeta historiador, tal vez un historiador poeta, un cubano de Cacocum, un hombre culto y bueno, un ser alado que escribe lo que sueña y sueña lo que escribe. Que exorciza sus sueños en Literatura. En Narrativa, si en términos de Narrativa sueña. Desde la historia que lo alza, y arma y anima. Si 120 años lograran rebobinarse en esa cinta infausta y unidireccional que es el tiempo, mambí, sería. Capitán, como lo fue su bisabuelo.
“Duerme mal, el espíritu despierto…”, nos dice el Apóstol en su Diario, en páginas que, por fortuna, podremos leer siempre los cubanos.
Eso, presumo, repetiría Ronel González. Ya, a su modo, nos lo hizo saber en el título de ese mítico cuento, nos lo hizo saber y semeja paráfrasis martiana: “La noche bella no deja dormir. Con el espíritu despierto” sueña Ronel historia y literatura y coloca, ceremonioso, la mano en el hombro de la Historia, y como suelen hacer los hombres buenos, se inclina en honrosa y sentida reverencia.