No es secreto: Existen diferentes formas de medir el tiempo cuando de hijos se trata. Ya superada la etapa de bebés, los hijos suelen jugar con los padres, entre otras razones (afecto, confianza, cariño, seguridad), porque dependen de nosotros, los padres. Ya sea para la compra de juguetes como por la necesidad de visitar sitios de divertimentos, que, obviamente, ellos no pueden agenciar solos, vacacionamos juntos, nos movemos con la cría a cuestas, felices, dichosos, en paz. Ya en la adolescencia, es normal el distanciamiento de la muchachada, la incomprensión, la necesidad de autodefinirse, el desafiar a los padres y una conducta errática. Es la etapa que más nos hace sufrir a nosotros, los progenitores, que no logramos equilibrar educación con paciencia, lecciones morales con comprensión de la inmadurez natural, y, en fin, son años muy turbulentos en los cuales, con suerte, logramos inculcarle a nuestra descendencia códigos que la sociedad en general, y desde tiempos inmemoriales, imponen. Parecería sencillo, pero es muy arduo el tránsito a la adultez de quienes hace años dejaron de ser aquellos bebés adorables para convertirse en los mozos peludos con quienes los padres sostenemos tenaces discusiones de todo tipo. Y cuando digo arduo no los excluyo a ellos, los hijos. Encontrar el camino que mejor les convenga, comportarse según aquellos códigos que asuman como aceptables, independizarse del nido, todo es complicado para ellos. Al final de esa contienda llamada adolescencia y la entrada al período de adulto joven, deja a ambos bandos, padres e hijos, en un estado de negociación que limita con la resignación.
“… es muy arduo el tránsito a la adultez de quienes hace años dejaron de ser aquellos bebés adorables para convertirse en los mozos peludos con quienes los padres sostenemos tenaces discusiones de todo tipo”.
Los padres, porque entendemos que hicimos hasta donde pudimos, y los hijos, exhaustos también, aceptan fracciones de nuestro didactismo imponiendo sus propias decisiones, mismas que no aprobamos por completo, pero contra las cuales nada podemos hacer. Ocurre entonces una suerte de pacto de no agresión verbal, en el cual optamos por evitar discusiones que ya sabemos estériles, mientras los hijos nos miran con condescendencia, casi con lástima. Porque nos hemos quedado atrás en la modernidad que según ellos, rige el mundo, y no nuestra empecinada visión. La terquedad de ambas partes acaba por ceder, y ligeras complicidades sostienen ese cordón umbilical que el paso del tiempo y el agotamiento por infinitas batallas, no logran deshacer.
“… nosotros, los padres, perdemos facultades, es cierto, pero no la añoranza ni el recuerdo por el tiempo en el cual fuimos hijos…”
Llega el tiempo de nuestra vejez (podrá tener otros nombres como tercera edad, plenitud de experiencia, jubilación), pero es envejecimiento puro y duro, y nuestros hijos reparten su tiempo según sus propias necesidades, y se asientan según sus propias creencias. Tiempo que no les alcanza para satisfacer sus propios requerimientos laborales, económicos, y mucho menos para dedicarlos a nosotros, los padres. No es falta de amor, es falta de tiempo, nos dicen ellos. No es olvido, también dicen, es la seguridad de saberlos bien, sin necesidades. No aceptan que nuestra mayor demanda no es física sino espiritual. Y es entonces y solo entonces cuando recordamos a nuestros padres, ya fallecidos, y revivimos cómo fuimos nosotros con ellos, cuántas veces discrepamos, cómo repartimos nuestro tiempo para que no quedaran nunca fuera, cuánto discutimos cuando éramos nosotros rebeldes, adolescentes, iracundos. Me apena reconocer que fuimos diferentes. Me avergüenza decirlo porque puede parecer un signo de decadencia, y no soy capaz de lastimar a mis hijos ni con el pétalo de una rosa. Pero, a la vez, soy fiel a mí misma, y, tengo que decir, hablando en plata, que el mundo ha cambiado tanto, tan rápido, tan sin piedad, con tanto vértigo, que hasta las relaciones filiales son otras, de distinta índole. Un mundo donde nosotros, los padres, perdemos facultades, es cierto, pero no la añoranza ni el recuerdo por el tiempo en el cual fuimos hijos, y no escatimamos tiempo ni energías para dedicar a nuestros padres. Siendo así, pobre este tiempo nuevo, y más aún, pobre de nosotros. O quizás no, y sea todo algo muy bueno, muy moderno, muy eficaz. Quién sabe. Por lo pronto, en lo inmediato, seguimos esperando eternamente esa llamada que dice “Hola, ¿cómo están, me escuchan?”

