Lisette, mi mujer, me regaló un cartuchito de ají cachucha. Ese es el mejor obsequio de navidad que he recibido. Ella lo sabe. El ají cachucha y yo tenemos una relación complicada. Como el primer amor, el ají cachucha es inolvidable y mágico. Crecí bajo el embrujo de su aroma.

En Cuba, hace medio siglo (tendría yo cuatro a cinco años), mi madre me mandaba al jardín a arrancar dos o tres de aquellas fruticas amarillitas y rojas. Yo regresaba a la cocina con el encargo y cuando se lo daba, ella me decía: “Ahora vamos a hacer magia con esto”.

“Pensaba para mis adentros que sí, que mi madre tenía razón y que los ajíes cachuchas eran mágicos”. Foto: Internet

Acto seguido, mi “pura” (así le dije a mi madre hasta sus últimos días) cortaba los ajicitos y les sacaba las semillas con delicadeza, como si les estuviera dando las gracias. Luego, los agregaba a los frijoles negros que hervían en la cazuela. Después mi vieja, con sus manos olorosas a aquellos condimentos, me decía, “huele ahí”. Yo olfateaba sus dedos y me embargaba un olor maternal de tierra, maravilla y hechizo. Pensaba para mis adentros que sí, que mi madre tenía razón y que los ajíes cachuchas eran mágicos.

Ha pasado medio siglo de aquello y todavía ando obsesionado con los pequeños ajicitos. Pero en Seattle, la fría ciudad del “primer mundo” donde yo vivo, es casi imposible cultivar ají (y menos aún, ají cachucha). No es una tarea imposible, hay quien lo ha logrado, pero yo no he tenido esa suerte. He traído semillitas de Hialeah, en la Florida. Hasta de Cuba me mandaron una vez. Pero no se me dan.

Hace como un año, cuando una de aquellas simientes empezó a retoñar, casi hago una fiesta en casa. Por aquellos días, cuando alguien me visitaba, yo le mostraba con orgullo mi diminuta planta de ají cachucha. Era como si la familia se estuviera preparando para un paritorio.

Coloqué a “la pequeña” en un lugar donde le diera el sol (una ventana en el lado sur de mi casa) y donde no sufriera los embates del frío. Pero Mima, mi perrita, al parecer medio celosa por la atención excesiva que yo le prodigaba a la plantica bebé, un día se comió la matica (no me gusta acordarme de aquello).

En otra ocasión, una amiga cubana me regaló un retoñito de ají cachucha que tenía ya dos hojitas. Era cuestión de regarla, cuidarla y que se fuera en vicio. Pero una mañana descubrí con horror que una babosa se había desayunado las hojitas verdes de la planta. Ese día clausuré los planes de cultivar ajíes cachuchas, aquí en Seattle.

Es tanta mi fascinación con el dichoso ajicito que, por años, he tenido un sueño recurrente. En esa visión, está cayendo una fuerte nevada y salgo al patio y descubro que detrás de mi casa han construido un invernadero, una especie de cuartico de cristales sudados, como en las películas. Desde afuera, a través del vidrio transpirado, puedo ver las plantas con abundantes hojas verdes, de las que cuelgan ajíes cachuchas rojos y amarillos.

El sueño siempre se torna pesadilla, pues cada vez que voy a entrar al invernáculo a cosechar los ajíes, me despierto. Mi mujer está al tanto de esta obsesión “cachucha” (y también conoce de la pesadilla del invernadero). Hay días en que, si estoy serio y taciturno en la mañana, Lisette me pregunta: “¿Qué te pasa?”. Y yo le digo entre dientes: “Na’”. A lo que ella riposta: “Yo sé”. Y repito: “Na’, no me pasa na’”. Entonces ella dice bajito (pa’ joderme): “Ají cachucha”. Yo sigo en lo mío, como si no la hubiera oído, pero en realidad estoy “encabrona’o” porque me ha leído el pensamiento.

“Me llegó, idéntico, aquel aroma de niñez y tierra maternal, de maravilla y hechizo”

Por eso este regalo de hoy es tan importante para mí. ¡Y la forma en que me lo dio! Me dijo: “Cierra los ojos”. Metió su mano en el cartuchito. “Me tienes que prometer que no vas a abrir los ojos”, expresó. Y yo: “Dale, vieja, deja la intriga”. Y ella: “Promete, ojos cerrados, no seas tramposo”. Y yo: “Bueno, prometido” (con los dedos cruzados).

Entonces, ella sacó la mano del cartucho, me la acercó a la nariz y me dijo: “Huele ahí”. Olfateé aquellos dedos que sostenían un ajicito medio triturado. Y allí mismo, medio siglo después, a 5000 kilómetros de mi hogar y de mi infancia, volví a oler a mi madre. Me llegó, idéntico, aquel aroma de niñez y tierra maternal, de maravilla y hechizo. Me di cuenta, por enésima vez, de que la vieja mía tenía razón y que los ajíes cachuchas son mágicos.

Tomado del perfil de Facebook del autor