Villa Esperanza
2/3/2021
Lo primero que me llamó la atención de Villa Esperanza fue su nombre. Un nombre nunca es gratuito: establece una jerarquía; es la síntesis perfecta, el pórtico hacia el futuro. Luego me asombró la fecha increíble estampada en la verja, una fecha para la memoria: 1887. ¿Será? Estamos en el poblado de Boniato, en las afueras de la ciudad de Santiago de Cuba.
Todos los días pasaba por Villa Esperanza rumbo a la escuela. Me detenía a escrutar detrás de sus muros, de sus rejas como lanzas. El misterio desafía, empuja. Jugaba a descubrir algo cada vez, algún detalle. Todo era exótico, incluidas aquellas plantas que asomaban en el acceso y flanqueaban la entrada; una mezcla de palmácea y platanera que jamás se había visto por estos contornos. Eran ejemplares del árbol del viajero (Ravenala madagascariensis), originario de la lejana isla de Madagascar.
Me imaginaba corriendo entre los jarrones y los faroles alzados en medio del patio, o cobijándome en la glorieta de ramas entrecruzadas. Villa Esperanza, sin embargo, siempre permanecía cerrada a cal y canto, en silencio, profunda. A salvo del tiempo, eso creía.
Los predios de aquella casona se extendían hasta la vera de la vía férrea, hoy extinta. Sobre el camino de metal sobrevenían aquellas diarias e interminables competencias de equilibrio con mis compañeros de clase. Mis primeras riñas infantiles, mis primeros besos, también me remiten a esos parajes.
¿Y el álamo de Villa Esperanza, en un extremo de su larga jardinera exterior? Siempre quise subir a sus ramas, acariciar el verde intenso de sus hojas, anunciar mi triunfo. Fue una obsesión. Desgarré camisas y zapatos, pero el álamo se burló de cada uno de mis intentos. Le prometí —me prometí— que un día iba a lograrlo, un día…
No disfruté mi victoria. Cuando el huracán Sandy abatió inmisericorde Santiago de Cuba, una madrugada de octubre de 2012, el álamo, solo contra el viento, no resistió. Debió ser tremenda su caída. Cuando subí a su tronco ―rendido y con las raíces contrahechas― me sentí culpable.
Ya sabía entonces que aquel lugar había sido residencia del licenciado Antonio Bravo Correoso (1863-1944). Ilustre abogado, apostó muchas veces por los desfavorecidos y fue uno de los firmantes de la Constitución de 1940. Llegó a ser alcalde de Santiago de Cuba y dejó inaugurado el primer Ateneo Cultural de la ciudad. En su honor, una de las arterias santiagueras lleva su nombre.
Según el árbol genealógico consultado, del matrimonio del insigne caballero con Doña Dolores Acha y Portes nacieron cinco hijos: Dolores, Dulce María, Esperanza, Antonio y María Antonia. Esta última será la madre de María Antonia Puyol Bravo,[1] quien heredará la casona y sus dependencias. Así, la casa de los Bravo se transformó en la casa de María Antonia, como le conocen aún.
María Antonia Puyol Bravo falleció en 2018. Cercana a Fidel y a su familia, colaboró con el Ejército Rebelde y fue reconocida por su aporte al desarrollo ganadero y a la protección de los animales. Estableció un verdadero emporio desde su finca El Alcázar, en el municipio de Contramaestre, en Santiago de Cuba. Ella donó Villa Esperanza, que a estas alturas ha pasado por varias manos. Los años, el descuido, la desidia y los ciclones han hecho lo suyo.
Traspasar la verja
Entro, en silencio, a las ruinas. Sobre un carril se desplaza la verja con su fecha intacta. El pasillo nos conduce al portal. Unos escaloncillos redondeados. Una bisagra martillada se abraza a un pedazo de metal. Algunas vigas desgajadas es lo único que queda de su cubierta, mas la estructura es sólida. Los arcos, incólumes. La casa, aún en el ocaso, anuncia su linaje, su antiguo esplendor.
Empiezan el recorrido y los asombros…
El azul de sus mosaicos no ha sido borrado: mil aguas y mil soles no han podido. Son piezas octogonales de factura impecable que remedan la típica decoración española. Muchos vanos recuerdan que esta fue una casa aireada, de recios portalones. Me asomo a los balcones: las piezas de mármol subsisten en ajuste perfecto. Los maestros herreros se esmeraron en estas sinuosidades, en aquellos pliegues y repliegues. No hay soldaduras, todo se une a puro remache. Las enredaderas no pueden ocultarlo.
Las escaleras del fondo conducen a un patio donde antaño hubo un pequeño zoológico. Un tanque enorme expone su herrumbre al cielo y a las lianas. El descenso, también planificado, nos lleva hasta el río, surcado por árboles gigantes. La entrada lateral de los coches poco a poco se desgrana, se hunde.
Al regreso, otra vez al frente, contemplamos la casa desde la fuente quebrada. Un sacudimiento me recorre, una desazón. Los faroles dejan ver sus crucetas, sus rosas de hierro. Y al fin, ¡al fin!, con cuatro décadas de retraso, me cobijo en la glorieta. Lo que de niño creí natural, es una imitación. Paso la mano por el cemento, por la corteza de árbol fabricada, por lo que ya se fue.
Han sido amables al recibirme los empleados de la cooperativa del poblado de Boniato, a la que hoy pertenece la casa. Les agradezco. Espero sepan aquilatar el lugar, mas tengo la impresión de que a lo largo del tiempo, las diferentes entidades bajo cuya custodia ha estado la Villa no han sabido bien dónde ubicarla. No supieron justipreciar el valor cultural, patrimonial e histórico que tenían delante. Me bullen tantas ideas.
Lecturas en Villa Esperanza
No podía quedarme tranquilo. Un día me fui con mis poemas al místico lugar y de allí salieron las “Lecturas en Villa Esperanza”. Poesía contra los odios, contra el estrés en tiempos de pandemia. Me acompañaron unos amigos: la poesía y la amistad siempre han hecho milagros. He compartido por las redes ese pequeño ciclo y la curiosidad se ha levantado. Ojalá sea el pórtico a una resurrección. En las afueras de Santiago de Cuba ―y en muchos poblados de todo nuestro archipiélago― existe un legado de arquitectura doméstica insustituible, motivo de legítimo orgullo de esas localidades. Solo conociéndolas, reconociéndolas, podremos reconstruir la memoria, salvar lo que aún sea posible. Cada piedra es un latido.
Lo primero que me llamó la atención de Villa Esperanza fue su nombre. Un nombre nunca es gratuito. Y a eso me aferro.[2]
Muchas gracias Reinaldo Cedeño Pineda por tan bonito reportaje.Soy biznieto del gran patriota e ilustre santiaguero Lic Antonio Bravo Correoso ya que mi abuela materna era su hija Marìa Antonia que casada con mi abuelo Eduardo Puyol tuvieron tres hijas a saber Marìa Antonia ,Leonor Maria y Georgina(las tres ya fallecidas).Te recuerdo que el Lic Antonio Bravo Correoso no solo firmò la constituciòn de 1901 sino tambièn la de 1940,convirtèndose asì en el ùnico senador que estuvo presente en ambas.Haz extensivo tambièn a la profesora Nancy Ravelo y Nariño el agradecimiento por su estimable colaboraciòn.En mi nombre y el de toda mi familia,Muchas gracias.”Patria es humanidad”.Josè Martì.
Agradecida, Cedeño por tan lindo artículo sobre esta emblemática Villa que atesora gratos recuerdos de los que la frecuentamos y las mejores vivencias de los que habitaron en ella y conocieran de la virtud de sus moradores. Tal es el el caso de mi madre a quien he leido más de una vez su artículo y agradece su sentimiento por estas ruinas que atesoran muchos de los mejores momentos de su vida.
Es el sentir de familiares, amigos y vecinos del lugar , que en honor a su nombre y su historia, no se pierda la esperanza de recuperarla , y deje de ser una ruina para convertirse en algo útil.
Gracias reiteradas
Es imprescindible reconocer lo nuestro, justipreciarlo en tanto constituye herencia y raíz. Gracias infinitas debo darte Reinaldo amigo. Como en tí, en mí llueven ideas para reencontrar el alma de sitios y regiones de esta, nuestra patria, el alma del cubano agradeciendo, aquel apegado a los valores culturales que nos identifican. Es necesario hacer correr la voz y rescatar Villa Esperanza, tal vez convertirla en recinto útil a la cultura, en refugio para las artes, la poesía. Ella y el Ateneo Cultural han de ser devueltos al esplendor para honrar obra y pensamiento de un ilustre de esta ciudad, el Lic. Antonio Bravo Correoso. Gracias por tan asombroso recorrido, gracias