Un libro es siempre cosa buena, incluso aquellos que se imprimen para luego ser negados tienen la virtud de mover el pensamiento, invitar al debate y reforzar las convicciones. El disfrute de una buena lectura nos deja el hálito de un placer inefable. Hay libros más necesarios que otros, pero los hay que parecen urgentes, tal es el caso, a mi modo de ver, de este volumen que Ediciones ICAIC pone a vuestra consideración. Un texto que nos devuelve una mirada sagaz, aguda, mesurada y comprometida con el pasado y el presente del cine nacional. Me atrevo a asegurar que podría convertirse en un referente para venideras aproximaciones al tema que nos ocupa.

“Un texto que nos devuelve una mirada sagaz, aguda, mesurada y comprometida con el pasado y el presente del cine nacional”. Imágenes: Tomadas del sitio web de la Enciclopedia Digital del Audiovisual Cubano

Astrid Santana reconoce que el libro surge con vocación de fragmento. Compuesto por una decena de ensayos sobre este cine nuestro, la compilación de textos aquí recogidos nos conduce por un viaje cronológico, aristotélico si se quiere, con paradas temporales en estaciones de la memoria. La fragmentación del discurso propone un tejido donde se prefigura, a retazos, “la isla imaginada por el cine cubano”; un cine que, refiere la ensayista, “se aloja en la intersección entre los contextos de producción, la experiencia individual del artista y su voluntad estética, la vida cotidiana y la necesidad permanente de figuración”.

En uno de estos ensayos, el titulado “Memoria de la fundación e inquietud del presente. Una pelea cubana contra los demonios (1971), de Tomás Gutiérrez Alea”, se rescatan unas reflexiones de Titón que podrían servirnos de guía para indagar en las motivaciones primigenias de la autora y el cauce que tomará la lectura. Alea sentencia: “La Revolución es el encuentro con nosotros mismos, el rescate de nuestra propia identidad. (…) Ese hallazgo conlleva una necesidad de profundizar, de ir a las raíces, de desnudarse, de conocerse cada día más. Y esa operación resulta dolorosa y produce desgarramientos continuos”. Un sentimiento análogo me produjo la lectura de este libro; percibí las continuas rasgaduras de la autora, marcadas por un hondo sentido de probidad literaria. No espere el lector un texto cómodo, ni en el orden conceptual ni en el emocional, al menos para mí no lo fue. Por muy fragmentado que parezca, en la medida que nos sumergimos en su lectura vamos descubriendo una obra que crece por intensidad y gradualidad, como las buenas novelas.

“El tránsito selectivo de la autora se extiende por más de 50 años”.

Ese recorrido se inicia en el año 1968. Comenzamos el viaje con el acto conmemorativo por los cien años de lucha y La odisea del general José, una película de Jorge Fraga. El primero de estos ensayos acentúa su mirada en el cuerpo alegórico de la nación, al que el ICAIC dedica ¡ocho filmes! —entre largometrajes de ficción y documentales—, en un período de apenas tres años (1968-1971); películas destinadas prioritariamente a la reanimación de la memoria histórica. Los años en que —a juicio de Astrid—: “La industria cultural cubana se convertía en una ‘escuela masiva’ cuyo propósito era reconstruir los discursos del país en armas, dignificado por los alientos de la épica y los eslabonamientos simbólicos de la independencia”. El tránsito selectivo de la autora se extiende por más de 50 años, y en el recorrido somete a análisis casi una veintena de películas donde el pasado y el presente, la realidad y la Historia, siempre tienen un conflicto que solventar. La última de las estaciones temporales se ubica en fechas más recientes, momento y espacio que le provocan una formulación conclusiva. Cito: “Parodiar el metarrelato de la Historia no es una posición exclusiva de los creadores cubanos que producen su obra en el siglo XXI. Forma parte de los presupuestos de la sensibilidad posmoderna, que intenta revisar los discursos históricos y participa de ellos reescribiéndolos desde una perspectiva menos grave y, por eso, crítica”. He seleccionado dos fragmentos que podrían ubicarse en las antípodas, distanciados en el tiempo y las páginas de estos Planos imaginarios, para advertir la espiral evolutiva de los presupuestos y las motivaciones que han animado a los realizadores cubanos a lo largo de más de seis décadas. Coincido con la autora en el valor de la llamada “memoria funcional” o “memoria habitada”, en cuanto al empleo que hacen los creadores de ese metarrelato para privilegiar, olvidar o modificar algunos eslabones del encadenamiento histórico. Aludo en particular a una premisa que se establece desde el primer capítulo y que funcionará como un axioma que atraviesa toda la escritura: “Si la Historia ha sido escrita, esto la convierte en un relato, y un relato es siempre susceptible de ser modificado, tanto en sus componentes estructurados como en el tono que se emplea para producirlo”. En otro momento insiste en la misma idea y vuelve a formularla de la siguiente manera: “La verdad histórica se cambia por la imaginación histórica y puede ser, en ese sentido, reelaborada de acuerdo con las demandas de un tiempo dado”. ¿Perspectiva menos grave? ¿Relativismo? ¿Imaginación creativa? ¿Reelaboración? ¿Parodia? ¿Herejía? ¿Desobediencia? ¿Cinismo? ¿Verdad? Todas estas preguntas me fueron torturando mientras leía, como si se tratase de un leitmotiv conceptual, por momentos taladrante. Cuestionamientos que buscan respuesta a lo largo de las 263 páginas que componen este libro. Es quizás ese impulso que sentí hacia una lectura controversial el primer mérito que me gustaría destacar. Algo similar a lo que me sucede cuando me quedo atorado en la escritura de un guion de ficción y decido recordar el final de Se permuta, la película de Juan Carlos Tabío, cuando Pepe, el personaje que interpreta Mario Balmaseda, recuerda el consejo que le diera Yolanda (Isabel Santos), y decide pensarlo todo al revés.

“Si la Historia ha sido escrita, esto la convierte en un relato, y un relato es siempre susceptible de ser modificado”.

En este libro las exploraciones críticas tienen la virtud de afirmarse al tiempo que se interpelan; se produce entonces un batallar constante que nos devuelve la imagen invertida, si lo observamos desde una perspectiva coral parecería una polifonía de espejo, un contrapunteo reflexivo de voces que se replican. ¿No ha sido acaso eso nuestro cine? ¿No fue el resultado de una voluntad coral comprometida, de ilusiones transformadoras? ¿Y no fue también esa aproximación crítica y honesta a la realidad, en ocasiones satírica, el origen de disímiles confrontaciones, hasta la posibilidad real de su desmembramiento? Esa dualidad que lo distingue, valedora y punzante del proceso que se vive, me hacen recordar los versos de Walt Whitman: “¿Que me contradigo? Sí, me contradigo. ¿Y qué? Soy inmenso y contengo multitudes.” (Permítaseme hacer un paréntesis para afirmar que todo lo que expreso es fruto de mi más absoluta subjetividad. En cualquier caso, el futuro lector tiene la posibilidad de hacer como Pepe y pensarlo todo al revés).

Es justamente en ese proceso de interpelaciones y sacudidas donde la autora va figurando los puentes que cruzan el cine nacional, otro de los aciertos de este libro que sería oportuno señalar. Astrid Santana consigue articular vínculos entre presupuestos políticos y culturales que surgen alejados en el tiempo y que se unen aquí con refinada agudeza. Algunos de estos nexos son el objeto mismo del análisis en cada ensayo (“la historia evidente”); otros se expresan como referencias oblicuas (“la historia cifrada”). No resulta engorroso advertir la sensibilidad que vincula la agonía del general José Maceo en su lucha por la sobrevivencia con otras películas cubanas —revisitadas en este volumen—, que reflejan la heroicidad y la muerte entre las funciones de la guerra; o las relaciones que se pueden establecer a nivel sociológico entre el cine de Sara Gómez y el de Fernando Pérez; o la constante manifestación de los sustratos mágico-religiosos que signan las vidas de un sinnúmero de personajes en el cine cubano; así como la imagen de una crisis sempiterna que “se afirma en la representación de personas ilustradas y pobres”. Imágenes simbólicas que se hacen recurrentes y se anclan en la memoria, esa memoria que nos habla, a criterio de la autora, “de la Isla-boceto, nunca la Isla-proyecto realizado. La vida siempre abocetada de los cubanos, contingente, que sucede sin que se opere la cristalización de lo que se construye”.

“Astrid Santana consigue articular vínculos entre presupuestos políticos y culturales que surgen alejados en el tiempo y que se unen aquí con refinada agudeza”.

Otra de esas imágenes simbólicas que se ha convertido en ícono identitario es el Caliban. En el ensayo titulado “Los caminos de Caliban en el cine de Tomás Gutiérrez Alea”, la autora disecciona los rostros de Caliban como si se tratase de las múltiples transfiguraciones que adquieren las deidades africanas cuando se enfrentan a la diversidad de los caminos y las encrucijadas. En esa desmitificación nos introduce al “Caliban contaminante”, el “Caliban danzante”, el “Caliban monstruo”, el “Caliban absurdo” y el “Caliban tunante”, todo un orfeón de Calibanes que se armoniza en la polifonía de un “Caliban nuestro”, mutante y adaptable a las más terribles circunstancias. Recordé entonces, también por referencia oblicua, un artículo del crítico Nicolás Azcona donde expresaba:

Una buena parte de los estudios referidos al cine cubano se enquista en el abordaje de nuestra cinematografía desde posicionamientos que privilegian las intenciones, los temas y las diatribas políticas o ideológicas que se debaten en las películas, en detrimento del exhaustivo análisis de la estructura del relato, las variaciones del lenguaje y la coherencia de los personajes. Prejuicio heredado de las limitadas lecturas de contenido que hacen los Prósperos del cine, antes de tomar decisiones y concretar un proyecto en imágenes. (…) Particular interés adquiere la dolencia cuando se trata de obras donde lo político y lo histórico sostienen la narrativa episódica o, peor aún, cuando el argumento episódico se construye para legitimar un propósito político. El secreto normativo que ha caracterizado la historiografía cubana genera vacíos proclives a la reinterpretación de la anécdota vacante. Como consecuencia de tamañas omisiones, se producen obras susceptibles al escándalo y la sugestiva adjudicación de un mérito extrartístico que avale su recorrido. Es muy probable que en el futuro se produzcan audiovisuales enfocados, únicamente, en el revisionismo histórico. La reconstrucción poética del relato será disputada por diferentes corrientes de sentido, el resultado dependerá en gran medida de la cultura, ya sin magia, de los nuevos Prósperos, y de la ética y honestidad artística de los Calibanes emergentes”.

“El cine, como acto de memoria, aun cuando se basa en documentos históricos o imágenes de la época, es una elaboración imaginaria que contamina la idea del pasado experimentada por el receptor”.

En cuanto a lo que Azcona refiere sobre las “limitadas lecturas de contenido” que afectan el cine cubano, merecería ensayo aparte. Saber leer el cine es uno de los tantos oficios que corren el peligro de perderse en el quehacer cinematográfico actual. La disputa entre Prósperos y Calibanes es cuestión más sensible. Astrid Santana la definiría con una tesis que está presente a lo largo de todo el volumen: “El cine, como acto de memoria, aun cuando se basa en documentos históricos o imágenes de la época, es una elaboración imaginaria que contamina la idea del pasado experimentada por el receptor”.

“No hay cine adulto sin herejía sistemática”, dirían hace casi 30 años Rufo Caballero y Joel del Río. Herejía sí, irreverencia sí, pero herejía culta, con arte, podría responder Alfredo Guevara. En tiempos de ignorancia, de apabullante desinformación y retroceso espiritual, el dominio de la recepción del pasado para reescribir el futuro es el terreno donde se dirime la batalla cultural. No por gusto es la cultura lo primero que hay que salvar, porque es la cultura lo único que nos salva, y cultura es educación. En tal sentido, el filósofo español Juan Antonio Marina visualiza el mundo en que vivimos y nos advierte lo siguiente:

Estamos en una pobreza intelectual y un absoluto colapso del pensamiento crítico. (…) Tenemos un barullo conceptual tremendo. Hay un descrédito de la verdad desde la propia filosofía, porque la verdad no se puede alcanzar; desde los religiosos, porque la verdad es revelada; desde los políticos, porque han aparecido las fake news; y desde las universidades, porque aparece la verdad relacionada con la identidad y no es universal.

“El dominó es el del carajo”, me decía Pablo Milanés cuando el tablero se ponía tenso; la sabiduría también lo es. Lo expresado por el filósofo español ya fue dicho, hace casi 50 años atrás, por el personaje de un negro esclavo en una película cubana. Un pasaje que nos devuelve la autora de este libro con oportuna intención; el saber expresado en una metáfora ancestral. Cito entonces al “Caliban monstruo” de La última cena, de Tomás Gutiérrez Alea:

Cuando Olofi jizo la mundo, la jizo completa. Jizo el día, jizo noche, jizo lo cosa linda y lo cosa fea también jizo. Olofi jizo lo cosa buena y lo cosa malo, jizo lo verdá y también jizo lo mentira. Lo verdá le salió bonito, bonito, bonito, lo mentira no le salió bueno, era feo y flaco como si tengá enfermedá. Olofi le da lástima y le da un machete afilao pa que se defienda. Pasa el tiempo y toitico la gente queré namá que andar con lo verdá; nadie queré andar con lo mentira. Pero un día verdá y mentira encontrarse en lo camino y como son enemigo se pelea. Y verdá sé más fuerte que lo mentira, pero lo mentira tengá machete afilao que Olofi le da. Y cuando lo verdá se descuida lo mentira ¡zas!, corta lo cabeza de lo verdá. Y ya lo verdá no tené ojo, ni tené cabeza, y busca con lo mano su cabeza, y busca hasta que tropezá con lo cabeza de lo mentira y ¡rrrng!, ranca lo cabeza de lo mentira y la pone donde iba la misma suyo. Y desde entonces anda por to la mundo engañando a to la gente, cuerpo de lo verdad con lo cabeza de lo mentira.

En la Revista Venezolana, en Caracas, en 1881, José Martí expresa: “Amar, he ahí la crítica”. Es este el último mérito que quiero hacerle al libro que nos  convoca en la mañana de hoy: el amor. Este volumen fue escrito con amor, y como buen acto amoroso está lleno de desgarramientos, ya sabemos que “los amores cobardes no llegan a amores ni a historias, se quedan allí”. Se ama lo que se conoce bien y el miedo que produce su deterioro lacera el espíritu. La autora lo refiere constantemente señalando la presencia de las ruinas y los vestigios. Dice Astrid: “Hay una cierta nostalgia que se incorpora al vestigio, desde que los románticos lo vincularon a la conciencia sobre la fugacidad de la vida y la imagen idílica de lo remoto”. Esa lucha entre la fugacidad y la fijeza, refugiada en la memoria, resulta más lacerante para aquellos que comenzamos a hacer cine en la época de los románticos.

“A ese amor debemos mucho de los que somos, este libro es también el resultado de ese amor, culto y lujuriante”.

Repasar estas páginas agita el recuerdo, palabra que en la etimología griega significa volver a vivir; volver a vivir la historia que nos contaron, o que imaginamos, o que felizmente sufrimos. La mayoría de las películas de las que se habla en este libro fueron diseñadas, pensadas y realizadas por Calibanes amorosos, revolucionarios e incómodos. Mujeres y hombres que celebraban su areté en medio de un jolgorio creativo donde el tiempo no tenía límite, porque para ellos el cine era una fiesta. Las oficinas y casas de producción desde donde se organizaba el festín permanecían abiertas, con las bombillas encendidas, en ocasiones hasta el alumbramiento del amanecer. A ese amor debemos mucho de los que somos, este libro es también el resultado de ese amor, culto y lujuriante. Es por esa razón que al pasear frente a esas oficinas, hoy desnudas e inertes, siento una nostalgia que socava la futuridad. No obstante, en uno de los párrafos que Astrid Santana dedica a las funciones de la guerra nos convoca al aliento: “Las ruinas son estructuras que se deshacen, pero alientan la posibilidad de la reconstrucción. Tal como la imagen de esos hombres a los que el hambre y la sed van deteriorando, la de los héroes sin gloria que resisten la erosión y abrigan la esperanza de sobrevivir.” El hambre y la sed se traducen en una necesidad que es fe de vida, pero no como la necesidad cotidiana y perentoria que nos acosa hoy, no me refiero al grito desesperado del personaje que interpreta Ana Viñas en el final de Vals de la Habana Vieja; hablo de una necesidad más esencial, invisible para quienes no la padecen porque al parecer no les causa dolor. Me refugio en la metáfora, abrigado en la esperanza de sobrevivir busco los vestigios, y reclamo el deseo íntimo del poeta cuando suplica: “La luz, bróder, la luz”.

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