El periódico en la mano
y en la otra, tu destino,
caminabas codo a codo
con tu asesino.
Fabrizio de André


Umberto Eco, entre las muchas metáforas sugerentes de esa obrita magistral que es Lector in fabula, nos habla de los paseos inferenciales. Damos un paseo inferencial cuando, al leer una obra de ficción, “salimos” de la obra misma y damos una vuelta por nuestro mundo interior, nuestra enciclopedia de saberes y sentires y experiencias, para hacernos de un marco interpretativo que nos permita proyectar una hipótesis de sentido. Don Umberto nos dice que, en el caso de las narraciones consoladoras, como por ejemplo suelen serlo los bestsellers de moda, regresamos de los paseos inferenciales justo con lo que el texto nos prometió y dará: encontramos en él la confirmación de nuestras hipótesis y, con ella, cierto efímero sosiego del alma.

“Damos un paseo inferencial cuando, al leer una obra de ficción, ‘salimos’ de la obra misma y damos una vuelta por nuestro mundo interior”. Imagen: Tomada de Pixabay

Ahora bien, lo que pasa en las novelas de mi genio neobarroco caribeño favorito, Alexis Díaz-Pimienta, suele ser exactamente lo contrario (fenómeno que, dicho sea de paso, don Umberto se inclina a identificar con la verdadera grandeza literaria). Nos enfrentamos a novelas que nos retan, desasosiegan, descolocan, confunden, que se escabullen de las soluciones consoladoras, que antes optan por la irrupción de la fantasmagoría y, cuando juegan con los mecanismos tradicionales de la novela policíaca, se niegan a la solución que anhelamos, a que el rompecabezas encaje perfectamente a través de elementos que un lector suficientemente suspicaz hubiera podido antes ordenar por su propia cuenta. No dejan, por decirlo con un refrán italiano, que los nudos lleguen al peine. Sucede con El huracán anónimo (Scripta Manent, 2019) y sucede, acaso con más fuerza, con Sangre (Scripta Manent, 2021).

Mi relación con las novelas de Díaz-Pimienta siempre, tiro por viaje, deviene cuestión personal. No puedo (ni quiero, la verdad) evitar que me despierten fuertes pasiones. Se me borra la frontera mental entre sus personajes y la vida real. Alguna vez eso es alegre, como en el caso de Maldita danza (Alba, 2003), cuya protagonista quiero abrazar y caminar tomadas de la cintura, contándonos chismes y riéndonos a carcajadas por Lavapiés y El Vedado. Otras veces se trata de un irrefrenable fastidio, como en el caso del batido de tuerca que es Rolo Contreras de El huracán anónimo. Hasta celos he tenido —yo que estoy beligerantemente en contra de los celos—, porque cierto amigo común mío y del autor tiene su alter ego novelesco pimenteril, y yo no lo tengo (bueno, como veremos, no lo tenía). Hasta aquí, sin embargo, gana el encabronamiento feroz, como en el caso de Salvador Golomón (Algaida, 2005), a quien —¡ja!— cómo me gustaría meterle un par de cachetadas, y en otro caso, justamente, el de Sangre. Esta es, de hecho, la reseña más enojada que haya yo escrito nunca.

“Novela magistral, tremenda, sobria, descarnada”.

Sangre habla nada menos que de los feminicidios en España, y yo soy mujer, y soy feminista. Y voy leyendo esta novela magistral, tremenda, sobria, descarnada, sin una palabra que sobre, sin complacencia hacia el amarillismo, aun en los detalles más escatológicos, que sucede en un Estepueblo que es Sevilla y es Comala y es Ciudad Juárez y es Roma y es cualquier pueblo de España y del mundo; con esta lacra social de estos asesinos que no son monstruos, quienes hasta el día anterior, hasta cinco minutos antes, eran el muchacho tan bueno, el padre tan bueno, el abuelo tan bueno. Hijos sanos del patriarcado, como decimos las feministas. Y se desangran en Sangre las niñas de veinte años, y las tembas cuarentonas como yo, y las abuelas entrañables como a las abuelas corresponde, y se llaman todas María, porque nadie está a salvo de ser arquetipo de dolor. Víctima. Víctimas todas, hasta la madre de uno de los asesinos, que en la novela le ayuda a limpiar la escena del crimen. Quién más María que una madre. Y me encabrono porque es cierto, y me dan ganas de espetarle al autor implícito (quien, me enseña don Umberto, no es mi amigo Díaz-Pimienta, el de carne y hueso) algo que en una ocasión me dijeron a mí: “Tú eres un malvado porque tienes razón”.

Además, una de las María de la novela es detective malgré elle (pienso en el Monsieur Poirot de Agatha Christie y se me sale el francés). Nunca había ella pensado en ser detective, ella es profesora de piano. Menos había pensado en ser víctima, ella es independiente, dueña de su rumbo, tiene vida propia, tiene intereses y pasiones, tiene parejas y amantes, y se mueve en su ciudad, en Estepueblo, como pez en el agua —o como pez sin bicicleta, por usar otra metáfora feminista clásica. Es arrojada al papel de detective; ella, a quien los policías y cualquier autoridad uniformada le dan, literalmente, diarrea (detalle de exquisito anarquismo que me la hace muy entrañable), por circunstancias ajenas a su voluntad: por los mensajes, o más bien el mensaje, que se encuentra reiteradas veces en el más escatológico de los lugares: un baño público, los baños de tantos de esos bares en los que nada a sus anchas la mujer-pez andaluza, muy independiente, muy suya. Mensaje escrito con pintura roja de labios, mas no con el glamour hollywoodense del espejo, sino en lo más escatológico, lo escatológico fugaz: el papel de baño. “Ayúdame”.

La obra del escritor, poeta y repentista Alexis Díaz-Pimienta se encuentra entre las más laureadas de su generación. Foto: Tomada del perfil de Twitter del escritor

He ahí el sacudón más profundo y la interpelación más radical. Si ya María, la detective a su pesar, me caía bien, en ese momento me volví ella y estuve toda la novela al borde del espasmo, deseando con la más férrea voluntad lectora que ella cumpliera su misión. Porque ese “ayúdame” yo lo conozco. Lo conozco y en su momento lo respondí. Por suerte no se trataba de asesinato, pero no le hace, porque el asesinato es la punta del iceberg de un fenómeno mucho más profundo, más complejo y más insidioso en los Estepueblo de todo el mundo. Esos asesinos tan buenos muchachos, hombres, hijos, padres, abuelos; tan divertidos, tan inteligentes, con tan buena ortografía, que viven entre nosotr@s, en nuestras familias, casas, camas. El machismo es un cáncer muy profundo y de muchos tentáculos. En mi caso, responder ese “ayúdame” fue exhibir, ridiculizar y avergonzar a uno de esos seductores de pacotilla que se crecen su ego mediocrucho coleccionando mujeres como objetos y a todas mintiendo como quien oye llover. El “ayúdame” que interpela a María es más radical, también porque, como dijera don Umberto, los mundos posibles de la ficción son más extremos y discretos (en el sentido de la precisión aislada de sus elementos) que el abigarrado, denso, caótico mundo real. Ante tal interpelación, no hace sino retumbarme en la cabeza, aun ahora que ya terminé de leer, con la urgencia que me trae de madrugada a estas líneas, una de las consignas feministas más radicales que conozco, ya no el tierno “¡Amiga, date cuenta!”, sino más bien el amenazador “Ante la duda, tú la viuda”. ¡Já!, diría una de las amigas de María la detective malgré elle, la amiga poliamorosa feminazi (que sospeché ser yo, y lo confirmé con Díaz-Pimienta de carne y hueso, para alivio de mis celos literarios). Simbólicamente, agrego, antes de que me caiga la Seguridad del Estado Mayor Machista Internacional a lloriquear que #NotAllMen. Respondamos siempre esos “ayúdame”, que si María no le teme a quedar como la loca del cuento, nosotras tampoco. A los abusadores, lista negra, tierra quemada y muerte sexual. De ser posible, antes de que nos maten.

Tomado del blog Cuarto de mala música