“(…) fue sapiente sin petulancias, erudito sin arideces, novelista sin espejismo, enérgico sin acritudes (…) amigo sin reservas,  (…) y cubano, siempre cubano”. Así aquilató el sabio Don Fernando Ortiz el legado, la personalidad de Emilio Bacardí Moreau (Santiago de Cuba, 1844-1922). No hay un ápice de exageración. Este 28 de agosto, Cuba conmemora el centenario del fallecimiento de este patriota, político, mecenas y escritor cubano.

Don Emilio Bacardí Moreau, sapiente sin petulancias, amigo sin reservas y cubano, siempre cubano.

La Jiribilla quiere asomarse a una de sus más conocidas novelas, revisitada desde la pantalla chica en la década del ochenta del siglo pasado. Tele Rebelde desde Santiago de Cuba logró la hazaña de dar vida y atmósfera a estas letras, redimensionar una narrativa cuasi olvidada, devolver un autor y su historia a la visualidad contemporánea.

Santiago de Cuba era todavía la capital de la Isla, las villas fundadas por la corona española no pasaban de ser pequeños caseríos y el indio sostenía una lucha por la subsistencia en una tierra que le había sido arrebatada. Tal es el espacio temporal donde se asienta la novelaDoña Guiomar. Tiempo de la conquista (1536-1548)de Emilio Bacardí, publicada en primera edición en La Habana en 1916.

Por si fuera poco acierto el haber explorado una época esquiva en la literatura nacional, Bacardí dibuja la recia caracterización de una andaluza, un personaje real que dejó la estela de una leyenda. Naturalmente, no hay que olvidar que aun cuando se instala en un trasfondo histórico, estamos en presencia de una trama ficcional.

La novela Doña Guiomar. Tiempo de la conquista (1536-1548)de Emilio Bacardí se publicó por primera vez en La Habana en 1916 y se llevó a la televisión cubana desde Santiago de Cuba en 1981.

El 11 de mayo de 1981 es noche de estrenos: sale al aire la novela, transmitida para toda la nación desde Santiago de Cuba. La han favorecido una remodelación general de la planta televisiva y la tecnología soviética que ―aunque con elementos muy pesados― posibilitó en las cámaras mejor resolución de imagen que los viejos equipos norteamericanos de uso con los que se había fundado el canal en 1968.

Levantar una obra de la letra impresa y llevarla al medio audiovisual, es siempre subir al filo de la navaja. No fue de otra manera para su adaptadora, la talentosa y joven Marcia Castellanos. El riguroso examen de la época, la valoración de los personajes, el estudio de tramas y subtramas, permitió recrear situaciones dentro del mismo espíritu del autor. Las disputas entre los colonizadores y el monarca español, las encomiendas y el contrabando, se contaban entre ellas.

Los enfrentamientos entre Doña Guiomar y el Obispo Sarmiento —las ideas clericales versus las liberales―, son la llama del conflicto; pero en su entorno viven otros personajes y motivaciones, que aludidas en el original, cobran nueva vida en la pantalla: las del tabernero Juan El Andaluz, la esclava negra Dolores y el Taita Congo. El impacto de la muerte de Casiguaya fue resultado de esa misma estrategia y de la brillante asunción de Rebeca Hung.

Una novela escrutada por todos los ojos, exigió la atención constante de su escritora. Si era preciso alargar una escena o modificar el parlamento de algún personaje, estaba cerca. El difícil manejo de un lenguaje de época, las caracterizaciones y los modismos, convirtió cada capítulo en un estudio. Para su director, Benigno Cudeiro, no lo fue menos. Aglutinar actores de la escena teatral con el elenco habitual de la televisión y lograr el equilibrio interpretativo, requirió explorar las posibilidades de cada actor y sobre todo, un recio trabajo de equipo.

El enfrentamiento entre el Obispo Sarmiento y Dona Guiomar constituían la llama del conflicto.

Cada uno de los personajes centrales tenía su propio tema musical, creado por el maestro Osmundo Calzado especialmente para la novela. A la Doña y al Obispo se les reservó más de una variación. La época desafió a todas las especialidades: la maquillista Dalia Fuentes, debió estudiar cada rostro para adaptar barbas y bigotes, cortes y tocados. Fue la custodia del detalle.

Carlos Padrón estaba de vuelta a la televisión tras una larga temporada teatral. No sólo corporizó a Juan de Ávila, sino que su apoyo dramatúrgico devino esencial a lo largo de la puesta. Invitó al profesor catalán y arqueólogo Francisco Prat Puig, para que ofreciera sostén al ambiente y la materialidad del siglo dieciséis.

“Fue la primera vez que se vio un arco polilobulado morisco en la televisión cubana, algo típico de la ascendencia de nuestra arquitectura colonial. Había un empeño de hacer las cosas bien. El vestuario fue diseñado, confeccionado y asumido con esmero. No había muchos recursos, pero Rubén Pérez, el Jefe de Producción, nos dio su aliento y ayudó en todo lo que estuvo a su alcance”, precisa Padrón.

Doña Guiomar reencarnada y otros fulgores

Emilio Bacardí nos dibuja a una Guiomar que pese a su madurez, deja entrever por el burdo encaje “el sonrosado color de carne de los abultados senos que se conservaban mórbidos (…) como rebeldes a las telas que los cubrían”. María Elena Calzado preservó ante las cámaras, la misma voluptuosidad, aunque el cambio de edad fue una convención aceptada. La guionista aporta sus razones:

“Escribí el personaje para ella y no fue cuestión de capricho. María Elena tenía un conjunto de cosas que, si te fijabas, daba el personaje. Tenía la risa, la sensualidad y la calidad de mujer que necesitaba La Doña. Era una actriz empírica, pero muy hábil, que preguntaba, escuchaba y exigía. Tomé la personalidad que Bacardí había descrito y empecé a trabajarla. María Elena Calzado reencarnó a Doña Guiomar”, afirma categóricamente Marcia Castellanos.

A estas alturas, es difícil imaginarle otro rostro a la Guiomar. “En María Elena vive la fuerza”, apuntaría el escritor Rodolfo Chany Ventura., pero no todos estuvieron de acuerdo, al menos al principio. Pensaron en una actriz de mayor experiencia, unos; en las dificultades para lograr el tono necesario, otros.

La Calzado desterró cualquier incertidumbre. El toque español le venía en la sangre: su abuelo materno era andaluz y por el lado paterno, había ascendencia canaria. Así, la santiaguera no sólo se remontó cuatro siglos atrás, sino que sajó de sí misma:

“A mí me sorprendieron los resultados (…) ¿La andaluza? Tenía referencia del modo de hablar de las gitanas y lo incorporé al papel. El desenfado de la Doña fue logrado sobre la base del análisis de su personalidad, de acuerdo con la versión de Marcia Castellanos (…) Sin el esfuerzo de este colectivo, desde su director hasta los utileros, no hubiera sido posible el logro.”

Doña Guiomar era pasión que consumía al obispo Sarmiento. El despecho era para él una mordida. Se envolvía en sus hábitos… mas su culto al eros y el dinero, no tenía fin. El actor y dramaturgo Ramiro Herrero se sentaba en el patio desde la madrugada para… hablar con aquel obispo:

“Personaje morboso, oportunista, libidinoso; todo muy alejado de mi personalidad. Decía Bertolt Brecht que los personajes hay que tratarlos en tercera persona: no soy yo el que actúa, es el personaje quien hace las cosas. A partir de ahí, agregué detalles, juicios y razonamientos. Fue un trabajo laborioso, duro; pero lo construí y defendí hasta las últimas consecuencias”.

Miguel Lucero mereció elogios en su vuelta como el Gobernador Gonzalo de Guzmán. La crítica consideró el Taita Congo de Francisco Betancourt, “tal vez el papel más alto de su ya larga carrera artística, por lo que tiene de profundo y cierto”.

Entre las actuaciones más originales se inscribió la de Luis López como Juan El Andaluz. Dueño de la esclava Dolores, con quien tenía una hija, abusaba de ella de todas las maneras. La comida iba al piso: ¡Toma negra! La imagen grotesca fue acentuada en el camino de la improvisación y surgió aquello de rascarse la oreja con un cuchillo. La taberna fue el escenario de muchos conflictos y en cualquier momento, su dueño soltaba una maldición andaluza.

La taberna de Juan El Andaluz, escenario habitual de la novela. En la imagen, Luis López y Manrique Alomá.

Fray Trillo formaba parte del séquito eclesial, en una época donde el poder de la iglesia era inconmovible. Enredado en mil dimes y diretes, tal vez hubiera pasado sin más, de no ser por su trazado y por las aristas que asimiló el actor Santiago Portuondo, a partir de las lecturas del Siglo de Oro. La ambigüedad del clérigo llenaba sus manos, subía a unos ojos siempre inquietos y a una lascivia que no reparaba demasiado en su objeto de deseo. Su rejuego no terminaba nunca y el inusitado personaje, logró abrirse espacio.

La Dolores asaltó la piel de Mireya Chapman. Aplaudida en América y Europa con el grupo Rita Montaner, años después; en 1981 era una prometedora actriz del Cabildo Teatral Santiago. Un doble estremecimiento le recorría: dentro, la asunción de todas las humillaciones de su papel de esclava, y desde el extrañamiento de mujer contemporánea, una mezcla de rabia e impotencia. Un grito se agolpaba en la garganta. Sus ojos valían todo un discurso.

Levantar una obra de la letra impresa y llevarla al medio audiovisual, es siempre subir al filo de la navaja (…).

En 1984, Emilio Bacardí volverá con fortuna a la pantalla doméstica con la serie Vía Crucis ―basada en su novela homónima― y bajo la mano directriz de Carlos Padrón. La filmación tiene lugar en escenarios impresionantes como las haciendas cafeteleras franco-haitianas en la serranía oriental; mas Doña Guiomar es la obra pionera, la que marca un definitivo punto de inflexión.

Cuando el 2 de octubre de 1981, la obra vivió su capítulo 54 y final, había asomado por primera vez a la pantalla cubana, una novela producida íntegramente fuera de la capital, incluida la obra original, los escenarios y la adaptación, pasando por técnicos, artistas, directivos y asesores. Aquel elenco demostró que era posible.

Doña Guiomar era esperada por el público de su época y ha dejado una huella imborrable en la generación que la hizo y en la generación que la vio. La obra abrió una nueva senda en la producción de espacios dramatizados y constituye una muestra de superación y arte que ha de registrarse en la memoria como lo que fue, un ícono en la historia de la televisión cubana. 

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