En todo ejército siempre es bueno que alguno de los soldados sea artista.
David Toscana (El ejército iluminado)

La aculturación ha sido siempre un proceso consciente de borrado de los pueblos. Se hizo al unísono con las globalizaciones históricas e inherentes a las conquistas y expansiones imperiales. Los entes sometidos, mientras tanto, tenían a su favor la resistencia y la transculturación de los símbolos para poder sobrevivir en el entorno agreste de la cultura del colonizador. Sucedió en América, donde España impuso el catolicismo y los africanos incluyeron, detrás de los altares, las deidades de sus ancestros. Así San Lázaro es Babalú Ayé, Santa Bárbara, Changó, etc. Ambas maneras de ver el choque entre culturas ―la aculturación y la transculturación― no se han detenido, pues es un mundo en el cual se producen constantes modificaciones de poder, y ello conlleva a que las narrativas cambien y sean funcionales a una u otra agenda.

Halloween, el de verdad, es una fecha que celebra un acercamiento entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Imagen: Tomada de Internet

Sin embargo, ¿cómo se asumen hoy las influencias foráneas?, ¿hay un debate consciente sobre sus implicaciones o se copia sin más cuestionamientos? Cada año vemos cómo una festividad, Halloween, toma fuerza entre los cubanos, siendo una de las fechas en las cuales se realizan encuentros especiales entre la juventud, en los cuales priman los disfraces, la cultura anglosajona y el uso de modas provenientes de la industria cultural. Cada uno de los significantes posee una resonancia simbólica y responde a un escenario cultural complejo. Máxime en el caso de Cuba que es el epicentro de una guerra cultural entre el marxismo y el liberalismo. Y no es que haya una conspiración que nos induzca a consumir un producto determinado, sino que los mecanismos de concentración de medios productores de sentido imponen un único constructo universal. El poder corporativo detrás de la industria conoce bien los resortes de sus mercados potenciales y sabe cómo moverlos para que respondan. La filosofía conductista es la base de estos procedimientos, en los cuales se funda la publicidad comercial. No te venden un producto, sino el deseo de tenerlo. Y allí es donde entran las fiestas, las fechas, los motivos para celebrar y el significado que todo ello conlleva.

El dominio del mercado es el dominio de los sueños. Porque construimos un mundo a partir de las aspiraciones. De ahí que es importante ver cómo y por qué se producen en Cuba procesos de asunción muy en la línea de un marcado mecanismo que nos acultura y nos niega la posibilidad de incorporarles sentido. Halloween, tal y como se promueve en los circuitos comerciales de la Isla, es la copia de la festividad anglosajona. Teniendo en cuenta que, en Reino Unido, país de origen de esta fecha, hay también un proceso de resistencia a las versiones hegemónicas norteamericanas; se evidencia que la lucha simbólica, los poderes contrapuestos y los significantes en pugna no son exclusivos de nuestro medio, sino que resultan abundantes en un mundo bajo la lógica de la globalización. Los británicos descendientes de los celtas disponen de programas que rescatan la esencia druídica de las fiestas frente al mercantilismo importado de los Estados Unidos. Así, el Halloween impostor es el que ha llegado a Cuba y no la historia fabulosa de fantasmas y de ancestros. Esta última la pudiéramos transculturar, asumirla en su belleza de ser posible. A fin de cuentas, la Isla posee también raíces celtas en sus antepasados irlandeses, gallegos, asturianos… Pero lo que tenemos es la marca, el producto en serie, la venta de lo mismo y una mala copia.

La filosofía conductista es la base de estos procedimientos, en los cuales se funda la publicidad comercial. No te venden un producto, sino el deseo de tenerlo.

Es lógico que se quiera celebrar la vida, que incluso se vea en una fecha como esta una oportunidad para los disfraces, para la buena vibra. Pero con el cuidado de que las maneras de otras latitudes no lastren esencias que van aparejadas al imaginario cubano. Un grupo de jóvenes en el parque Calixto García, de Holguín, salió a celebrar Halloween, iban vestidos del Ku Klux Klan. El gesto pareciera una broma, pero de muy mal gusto en un país como el nuestro que ha padecido y padece del racismo de su pasado colonial. La violencia que puede implicar para la mayoría esta estampa es inmensa, y no se relaciona con ningún tipo de sana diversión. ¿Se trata de una consecuencia de la asunción acrítica de los códigos angloamericanos en nuestra cultura? Más allá de eso, el hecho impacta en la moral y conmueve a las personas implicadas en luchar por una sociedad igualitaria y exenta de discursos de odio.

Cuando se está aprobando como broma un hecho así, se procede a la aculturación de los afrodescendientes, a su borrado, a la negación del derecho que poseen como seres humanos a la vida y la felicidad. Aunque el gesto intente pasar por pueril e inocente, responde al impacto que sin dudas viene teniendo el discurso foráneo, marcado por contradicciones que pensábamos resueltas en nuestra latitud pero que ―al mezclarse con los conflictos de otros países― resurgen y se resignifican. Quiere esto decir que, si bien en Cuba los afrodescendientes son personas imbuidas de derechos, aún hay una vertiente cultural o un remanente que puede volver desde sus profundidades. Y si a ello le agregamos algún tipo de atractivo festivo, jocoso y de celebración, resulta que la idea del racismo se fortalece, se legitima y aparece ante nosotros como normalizada. Y a esa violencia no se le puede conceder nada.

Halloween, el de verdad, es una fecha que celebra un acercamiento entre el mundo de los vivos y el de los muertos. En la cultura celta ello implica un cambio de estaciones y de maneras de vivir, una especie de frontera. Pero este sucedáneo que tenemos del lado de acá nada tiene que ver con tales sutilezas, y pudiera muy bien ser un caldo de cultivo para erosiones morales que atañen al tejido social cubano. No es que haya nada malo en sí en la festividad celta, sino que sus derivaciones en el contexto de la globalización del mercado pudieran despertar contradicciones que están en la raíz de toda cultura. El racismo que implica disfrazarse del Ku Klux Klan halla sentido en el hecho de que se banalice la historia y se la mire como una broma de mal gusto. Usar ese vestido como un aditamento para despertar el miedo ―emoción relacionada con Halloween― no solo trae consigo reacciones contraproducentes y de indignación, sino el temor real de que en ciertos tejidos de la comunidad nacional no se entienda todo el dolor que implica discriminar a una persona por el color de su piel. En el plano de la moral igualitaria que debería caracterizarnos, este suceso deja mucho que desear.

¿Es culpable Halloween?, verlo así es simplificador. Ninguna fecha es mala ni buena. Sí somos responsables de las ideas que construimos, de los sentidos que nos impactan y de los imaginarios que legitimamos. Más que una relación entre los vivos y los muertos, el hecho en cuestión se aparta de la esencia celta y nos trae un tufo peligroso, que indica otras ideas que desde hace tiempo vemos en algunos sectores. Manifestaciones de odio, agresiones en las redes sociales, acciones de intolerancia y de constante hostilidad hacia el diverso, el divergente, el otro cultural. Y aquí no solo hay que hacer un aparte en lo que implica esta aculturación, sino que los propios programadores de las localidades cubanas, las instancias del Ministerio de Cultura, tienen responsabilidad en la construcción de espacios y festividades, de signos y de celebraciones. Todo ello porque la cultura no es un ente detenido, sino que constantemente enfrenta procesos que la invaden y tiene el reto de mantenerse en sus esencias y, a la vez, moverse en la historia, en el espacio y en el tiempo. ¿Estamos haciendo bien nuestro trabajo como obreros de lo simbólico? Lo sucedido no solo es responsabilidad de instancias que laboran en el entorno espiritual como el Ministerio de Cultura, sino que todos estamos implicados en la transformación emancipadora de la sociedad, en la salvaguarda de los valores humanos y su concreción en proyectos culturales y simbólicos.

Así, el Halloween impostor es el que ha llegado a Cuba y no la historia fabulosa de fantasmas y de ancestros. Esta última la pudiéramos transculturar, asumirla en su belleza de ser posible. A fin de cuentas, la Isla posee también raíces celtas en sus antepasados irlandeses, gallegos, asturianos… Pero lo que tenemos es la marca, el producto en serie, la venta de lo mismo y una mala copia.

La juventud no legitima el racismo, ni tiene en su haber ideas que se muevan en la vertiente más fascista. Al contrario, hay un pensamiento emancipador mayoritario entre los cubanos. Pero cuando se importan elementos y no se les critica, sino que se copian y se ponen en espacios nuestros, se corre el riesgo de que también se despierten viejos estamentos discriminatorios que pensábamos dormidos. Sencillamente, cuando al monstruo se le da un mínimo de oxígeno, nos muerde. Y es que el mal ha estado en la asunción del código sin decodificarlo. Los centros culturales, más que reproductores, deberían ser productores de sentido y apostar por la transculturación y no por la aculturación y el borrado. El Halloween que nos llega ya pasó por el mercado y fue vaciado de su esencia celta. Viene en cambio lleno de marcas y de productos, de publicidad que nos vende el sueño de ser como alguien más y no como nosotros mismos. Y allí está lo deleznable y lo que preocupa.

En medio del contexto de la moral woke, que pregona los marcos más amplios de inclusión en la cultura anglosajona, pero que en realidad es una manera simplista y poco efectiva de alcanzar horizontes de justicia; la presencia en Cuba de un Halloween con trajes del Ku Klux Klan no es nada halagüeña. De hecho, responde a las lógicas que hemos visto en los últimos años en los cuales las redes sociales reviven discursos de odio, como el racismo y otras derivaciones de la extrema derecha. A esas ideas se les quiere dar la etiqueta de “aceptables”, se les abre camino y se las legitima. Porque en realidad existe un proyecto hegemónico que trata a los de abajo como material desechable, y a América Latina como un sitio de pueblos inferiores. Compartir las fiestas de ese colonizador nos hace en parte cómplices del banquete, del cual no nos benefician ni las migajas.

Una buena opción es transculturar el proceso festivo, darle otras visiones. Hace unos años, en el Centro Cultural el Mejunje, de Santa Clara, se realizó un Halloween en el cual hubo personas disfrazadas de picadillo de soya, de tubos de pasta Perla y otras expresiones de la vida cotidiana y del humor criollo. La iniciativa fue bien acogida y sirvió como oportunidad para pasarla de maravilla. No se asumió una lógica del mercado, no hubo espacios exclusivos ni precios inalcanzables. La experiencia se ha repetido y siempre es vista como una manera original de asumir la globalización desde la resistencia, desde la crítica y el sentido de lo ingenioso. Esta iniciativa es también un ejemplo de la máxima martiana de injertar el mundo, pero con respeto por lo propio, sin borrados, sin faltas de sensibilidad ante la historia. La globalización es inevitable, pues no se vive en una urna de cristal, pero podemos darle nuestro matiz, negar sus monstruos y, sobre todo, evitar que despierte lo peor de nosotros.

Los procesos de aculturación y borrado pueden convertir a la víctima en un cómplice consciente o no de su propia dominación. Ejemplos sobran en la historia. Sería precipitado entender lo del parque de Holguín como una forma de ver la historia derivada de esta lógica de cosas. En todo caso, queda como una alerta de que nada es inocuo, ni tan inocente. La cultura deriva de fenómenos concretos, esos que tienen su correlato en lo socioclasista. Y si nos habituamos a tratar a las personas con distinciones en dependencia de su poder adquisitivo, de su raza o de su sexo, se terminan normalizando actitudes de odio.

Más allá de la broma de mal gusto, que puede relativizarse a partir de una charla educativa con los autores, la aculturación es un mecanismo consciente de los imperios y debemos convivir con su actuar cotidiano entre nosotros, ahora que no hay distancias gracias a las redes sociales. Hay que explicarles a los muchachos de hoy por qué todo tiene una raíz en el pasado y que ello no implica que se elimine en el presente. Todo con el objetivo de que los productos culturales no les vendan el sueño o la pesadilla de que dejen de ser ellos mismos, sino de que les impulsemos a escoger, a buscar su horizonte en donde mejor se sientan y donde más puedan desarrollarse. Porque el dominio comercial y corporativo vende también patrones de éxito, impone aspiraciones, destruye los sueños propios. Se trata de que la gente halle un sentido y no que pierda el sentido, porque ya vimos las consecuencias en el parque de Holguín.

Una buena opción es transculturar el proceso festivo, darle otras visiones, como se hizo hace unos años, en el Centro Cultural el Mejunje, de Santa Clara. Imagen: Tomada de Internet

Halloween pudiera asumirse entre nosotros, pero desde nosotros. No vamos a negar que la fecha posee el encanto de sus orígenes y de sus disfraces, pero sí deberíamos estar alertas a lo que viene junto con la cultura foránea. Esos matices no los hemos tenido claros, ni nos ha interesado deconstruirlos. Quizás porque en la legitimación de la filosofía del éxito y del emprendedurismo de los últimos años quisimos renunciar a los grandes debates, por no parecer pedantes, fuera de moda o pesados.

No hay que dejar que se nos imponga la falsa diversidad y nos prohíban nuestra diversidad. Hay sustancia cultural suficiente en Cuba para rechazar el racismo y asumir críticamente las implicaciones de la globalización. No vamos como entes colonizados, sino como sujetos activos y productores de sentido. Halloween en sí es una festividad hermosa tal y como la concibieron los celtas, pero un vehículo de colisiones culturales en manos del mercado, un mecanismo para la expansión socioclasista de Occidente y, como tal, una forma sutil de normalizar el dominio de los colonizadores. No hay que prohibir nada, sino proceder con creatividad e inteligencia.

Los símbolos del Ku Klux Klan nos dieron miedo, pero no porque nos intimiden, sino porque evidenciaron cuánto debemos educarnos, cuánto falta por ganarle al terreno de la desidia cultural y el abandono de los espacios creadores de sentido. Quizás la lección haya llegado a tiempo. Hay que ser optimistas.

20