El año próximo hará seis décadas de que Juan Pérez de la Riva me llevó a trabajar en la Colección Cubana de la Biblioteca Nacional y en su revista. Con asombro y pronta devoción, allí empecé a compartir cotidianamente mesas y trabajo con Fina y Cintio. De entonces guardo ―a más de incólumes principios, afectos, saberes, intransferibles anécdotas, mínimas confesiones― libros publicados y sufragados por ellos en los 50 que, con preciosas e inmerecidas dedicatorias, me regalaban. Entre estos libros el que me era más cercano fue, y sigue siéndolo, Las miradas perdidas.

“Entre estos libros el que me era más cercano fue, y sigue siéndolo, Las miradas perdidas”. Imagen: Tomada de Internet

Hace cerca de treinta años, estimulada por la entonces reciente y seminal investigación de Ottmar Ette sobre la recepción de Martí, y su recomendación de valorarla en los miembros del Grupo Orígenes[1], así como por el inminente centenario de la caída en combate del Apóstol, escribí un largo estudio sobre la presencia de sus textos en la poesía de Fina.[2] Presencia ―identificada por muy valiosos críticos de cuyas observaciones partía mi indagación―[3] que aún hoy no deja de asombrarnos, tanto porque nos sale al paso en los más inesperados contextos, como por manifestarse en diversos registros, asumir distintas funciones y orquestar un intencional juego intertextual y dialógico al que concurren igualmente voces y ecos de otros autores.

Fina, como sabemos, no fue, no solo ha sido durante su esplendoroso siglo, una de las más altas y merecidamente premiadas voces de la poesía contemporánea de lengua española, sino también, y sin duda alguna, una de las mayores autoridades en la obra total del Apóstol. Las primeras líneas del ensayo que ella le dedicara en 1952 son mucho más elocuentes que cualquier explicación que intentemos hallar a la presencia de Martí en su obra. Ello justifica la extensión de la cita que sigue, pues en sus palabras se exponen, con gran énfasis, desde la pluralidad de un “nos” más inclusivo que retórico, pero también desde una sensibilidad y una experiencia que se adelgazan a lo personal del entrever y del misterio, las razones y los matices de esta relación de la autora con Martí:

Desde niños [José Martí] nos envuelve, nos rodea, no en la tristeza del homenaje oficial, en la cita del político frío, o en el tributo inevitable del articulista de turno, sino en cada momento en que hemos podido entrever en su oscura y fragmentaria ráfaga, el misterioso cuerpo de la patria o de nuestra propia alma. Él solo es nuestra entera sustancia nacional y universal. Y allí donde en la medida de nuestras fuerzas participemos de ella, tendremos que encontrarnos con aquel que la realizó plenamente, y que en la abundancia de su corazón y el sacrificio de su vida dio con la naturalidad virginal del hombre.[4]

Como se indica en el título de estas páginas y se vislumbra en el énfasis de mi primer párrafo, en esta ocasión dejo de lado Visitaciones (1970) ―que también escrutara en el estudio de 1994-95―, para ocuparme solo de Las miradas perdidas,[5] publicado en 1951 y contentivo de su obra lírica de 1944 a 1950. Y he prescindido conscientemente de las sustantivas y copiosas contribuciones de la autora al estudio de Martí, guiada por el sabio consejo de Arcos, quien dijera que “si fuésemos a profundizar en las fecundaciones y correspondencias del pensamiento de José Martí con el de Fina García Marruz, tendríamos que abordar, prácticamente, todas o casi todas las facetas del pensamiento de la autora”.[6]

Por otra parte, debo precisar que, sin desconocer ni subestimar el alcance y la variedad de las concepciones y propuestas críticas en relación con la intertextualidad, cuando hablo de ella lo hago teniendo en cuenta la acepción restringida con la que este término se emplea en los estudios literarios; es decir, aquella que refiere las relaciones conscientes, intencionadas y por lo regular marcadas, de un texto literario (hipertexto) con uno o más textos individuales, anteriores o contemporáneos (hipotexto/s). Y también debo indicar que me interesa explorar los distintos grados de lo que Pfister llama la intensidadde la remisión intertextual; a lo que incorporo pequeñas adecuaciones terminológicas y vías de análisis para aspectos específicos que he tomado de otros teóricos.[7] En aquel viaje de 1994/5 por la poesía de Fina, fui de la mínima a la máxima intensidad de remisión intertextual ―es decir, de la mera mención, alusión o cita de un texto martiano en sus versos―, a su tematización o al establecimiento de complejas relaciones de autorreflexividad, estructuralidad, selectividad o dialogicidad entre la obra del Maestro y la de la poeta de Orígenes.

De entonces guardo ―a más de incólumes principios, afectos, saberes, intransferibles anécdotas, mínimas confesiones― libros publicados y sufragados por ellos en los 50 que, con preciosas e inmerecidas dedicatorias, me regalaban. Entre estos libros el que me era más cercano fue, y sigue siéndolo, Las miradas perdidas.

Recomienzo, pues, mi lectura de algunos textos de Las miradas perdidas en su relación con secciones de Versos sencillos y del último Diario de Martí, en los que intentaré desentrañar las múltiples estrategias de lo que entonces me atreví a llamar ―y hoy lo ratifico― las revisiones, rectificaciones y reformulaciones de textos martianos que realiza Fina García Marruz desde una asunción total del pensamiento, la virtud ―en el sentido romano del término― y las fórmulas expresivas del Maestro.

Así, en el poema que titula “Los pobres, la tierra” no solo encontramos la obvia cita de un verso representativo del ideario político y de la ética de Martí: “Con los pobres de la tierra”, sino que en la búsqueda de una explicación a las transformaciones sufridas por este verso en el proceso de la citación ―supresión de las preposiciones, abrupta yuxtaposición de los sustantivos― y del sentido que otorga al texto que precede y que como título debe orientar ―el título es el más orientador de los paratextos―, nos conduce al núcleo de la poética de García Marruz, en la que el elemento primero, su ápeiron, es la pobreza. Pero esta búsqueda nos conduce más allá, puesto que el mayor tratamiento, tanto conceptual como formal de este tema en la obra de Martí no está en el texto aludido por el título, sino en su último Diario, donde testimonia su rencuentro con el paisaje apenas conocido de la patria en uno de sus escenarios más pobres. De modo tal que podría intentarse leer el texto de Fina como una rescritura del poema de Martí en la que, por una parte, se hace especial énfasis en la pobreza, tema enunciado con particular destaque en el inicio de esa estrofa de los Versos sencillos: “Con los pobres de la tierra /quiero yo mi suerte echar” (V.S. iii), perodesarrollado mucho menos explícitamente por él a lo largo de este texto, que el tema de la tierra, propuesto por el título de García Marruz. Y, por otra parte, esa tierra ―asimilada en el poema martiano con una naturaleza universal, pero descrita con acotaciones mucho más septentrionales (laureles, álamos, pinares, abedules) que tropicales, y tratada con fruición panteísta― en el texto de Fina se identifica concretamente con la patria: “Me tocó el corazón la tierra mía”.

Los pobres, la tierra

Me tocó el corazón la tierra mía,
una a una cayeron sus palabras,
hallaron en mis ojos alegría,
pobres pinillos, inocentes palmas.

El platanal reseco prefería
quedar lejos del mar fastuoso y blando,
el paisaje total fue conquistando
una reseca luz de mediodía.

Oh quedarme por siempre donde alumbra
tu color uniforme de pobreza,
y esa calidad que se acostumbra,

tierna a la sequedad del ser y el viento,
renunciando al asombro y la belleza,
como un ardiente y solo pensamiento.

Volviendo entonces a su título, encontraríamos en la yuxtaposición de sus miembros una ecuación que nos permitiría reformularlo así: “los pobres, es decir, la tierra”. Y con esta orientación reemprenderíamos la lectura del poema para encontrar además, en la aridez del paisaje y la resequedad de las plantas que el sujeto lírico describe “renunciando al asombro y la belleza”, un contradiscurso frente a la tradicional y también tópica alabanza de la flora cubana, presente en nuestras letras desde que Silvestre de Balboa derramara su abundante cornucopia sobre los campos de Bayamo. Pero también sería posible hallar en él no solo ese comentario general, sino hasta alguna alusión precisa, como la que me parece advertir en la oposición del platanal “reseco” de su paisaje, al platanal del “paisaje pintado”[8] de Julián del Casal, cuyas hojas parecen “verdes banderas de crujiente raso” (“Idilio realista”).

Con el texto anterior se emparienta, en su desarrollo del tema de la pobreza, un poema en el que la cita, el elemento verbal explícito, se refiere a Martí, pero no es de él. Se trata del poema “El retrato”, que lleva como epígrafe, colocado entre paréntesis, una identificación o pie de grabado: “(Martí, Kingston, Jamaica)”. Y nos detendremos en él porque puede constituir la mejor guía para introducirnos en lo que se ha llamado el centro de máxima intensidad de la intertextualidad; o sea, aquel en que un hipotexto no entrega un verso o dos, sino que deviene fondo estructural de un texto entero.

El retrato
(Martí, Kingston, Jamaica)

Esencial, increíble,
descorre el mediodía
con mano férrea y dulce,
el miniado manglar

y sus insectos suaves,
decorados. Acerca
lo entrañable y lo fiel
como un sincero huérfano.

Penetro despaciosa
el vals vertiginoso
de las palmas inmóviles
al sol, de los yerbajos.

Su traje me conmueve
como una oscura música
que no comprendo bien.
Toco palabra pobre.

Aquí el hipotexto que avizorábamos como transfondo en “Los pobres, la tierra”, se hace más evidente: es el último diario del Maestro, el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, que ocupa un lugar preponderante en la recepción martiana del Grupo Orígenes. Distintos registros del poema ―brevedad e intensidad del apunte; abordaje anárquico, asistemático, desjerarquizado; inmediatez y comunión con la naturaleza; puesta en primer plano de sus criaturas más insignificantes: manglar, insectos, yerbajos― nos recuerdan el Diario, sin que podamos establecer mayores precisiones. Pero su último verso: “Toco palabra pobre”, en su contraste con el lenguaje gramaticalmente irreprochable de los tres que lo preceden y hasta con los suntuosos adjetivos aplicados al manglar ―“miniado”― y a los insectos ―“suaves /decorados”―, es una patente remisión a la peculiar sintaxis de las últimas, urgentes páginas de Martí ―sintaxis igualmente evocada en la transformación del verso martiano que da título al poema que antes comentábamos: “Los pobres, la tierra”. Pero en “El retrato” hay además otra presencia, otra voz, y una concreta e individualizada dimensión de la pobreza. Esa sintaxis urgente, elemental, es también violenta, transgresora, y en su realización metafórica nos conduce al otro gran visitado, celebrado en poemas, y estudiado por la autora: César Vallejo, el hombre del “pobrecito traje /de esa tela tan triste” (LMP, “Carta a César Vallejo”, l42), hermanado, tanto en la poesía como en la pobreza, con Martí, de quien dice el sujeto lírico, contemplando su retrato: “Su traje me conmueve /como una extraña música /que no comprendo bien. /Toco palabra pobre”.

“…es como si debajo de ‘La bailarina española’, en otras ‘capas’ más profundas de este palimpsesto, estuvieran nutriendo, sosteniendo esta rescritura, emergiendo en ella, otros poemas de otros poemarios de Martí en los que la pobreza y lo que ella desencadena: la emigración, el deterioro físico, ocupan un primer plano…”

En “El anfitrión” (LMP, 85) también es posible observar esta súbita, inesperada apropiación del Diario en el tratamiento de un tema campesino. “Voy a la casa pobre de palma y cortesía. /Me invitan a lechón” parece una cita del Diario, y se destaca precisamente por su contexto: un soneto en el que aún se encuentra mucho del tratamiento costumbrista del campo cubano[9]; atmósfera un tanto idílica, en el sentido prístino del término, que se ve quebrantada por la urgente, brusca economía de la nota, por el modo, en el sentido tonal, musical del término, con que la voz poética se coloca y se explica en el espacio que describe. 

A partir de los versos más conocidos de Martí, sus Versos sencillos, la poesía de García Marruz parece acceder al mayor grado de intensidad en su remisión intertextual a la obra del Maestro. Pero una lectura atenta permite descubrir cómo al hacerlo ella establece, simultáneamente, a modo de singular homenaje, una distancia, una diferencia, que proviene precisamente de las más estrictas y a la vez creativas formas de adopción, asimilación y actualización del legado político y ético de Martí, que llevan a Fina a complejizarlo y superarlo. Me refiero a la osadía con que ella asume, para inmediatamente transgredirlo, el paradigma de los Versos sencillos en el conjunto de poemas titulados “Las miradas perdidas”, que da nombre al libro homónimo, conjunto de poemas que ha sido considerado por Roberto Fernández Retamar como el único cuerpo de poesía “que en nuestra literatura muestra, dentro de una ejemplar calidad, la huella del gran poeta”[10], es decir, de Martí.

Podría aducirse que este juego de lo que me he atrevido a llamar “imitación / rectificación” comienza, como ya lo advirtiera Chacón y Calvo[11], con lo más formal y externo ―que como hemos visto nunca lo es tanto para ella―: con la métrica, la cual desde el punto de vista estrófico es la misma, pero por la rima es diferente, puesto que las de Martí son cuartetas octosilábicas aconsonantadas y las de Fina son enfáticamente asonantadas. De igual modo, la subrayada presencia de muchos ecos verbales ―“Yo quiero”, “a solas”, “Pensé en”, “Yo vi”, “Allá en el”― no puede dejar de invitarnos a descubrir en su incorporación cierta voluntad paródica:

Las miradas perdidas”, 5

Yo vi la playa violeta
y la bañista amaranto
pintar la escena perdida,
doblar la noche de espanto.

Yo quiero saber por qué
cuando al canónigo coche
entro en sueños, hondamente,
se me abre adentro la noche.

Y por qué en el almacén
como ráfaga en la calma,
inmemoriales azules
me tocaron hasta el alma.

Versos sencillos, xxii

Estoy en el baile extraño
De polaina y casaquín
Que dan, del año hacia el fin,
Los cazadores del año.

Una duquesa violeta
Va con un frac colorado;
Marca un vizconde pintado
El tiempo en la pandereta.

Y pasan las chupas rojas
Pasan los tules de fuego,
Como delante de un ciego
Pasan volando las hojas. 

“Su traje me conmueve /como una extraña música /que no comprendo bien. / Toco palabra pobre”. Imagen: Tomada del periódico Granma

Pero este juego exhibe su verdadera intención cuando a lo anterior sumamos los temas y motivos desarrollados por la autora, que incitan a considerar esta serie de poemas de “Las miradas perdidas” como revisiones, rectificaciones y reformulaciones de textos de los Versos sencillosque les habrían servido de “modelos”, en esta ocasión, casi estrictamente literarios. Esto es lo que he creído encontrar, entre otros, en el poema “Yo quiero el parque dorado”, donde temas y motivos intratextuales muy caros a la autora, como son la infancia, el pasado, la vieja sirvienta española, los parques, los espacios más humildes y cotidianos de la casa…, se escriben, a la manera de un palimpsesto, sobre un texto que bien podría ser “La bailarina española”, dada la evidente y buscada contraposición de personajes, escenarios y atmósferas ―y, por supuesto, de poéticas― que se observa al confrontar ambos textos. Pero, además, es como si debajo de “La bailarina española”, en otras “capas” más profundas de este palimpsesto, estuvieran nutriendo, sosteniendo esta rescritura, emergiendo en ella, otros poemas de otros poemarios de Martí en los que la pobreza y lo que ella desencadena: la emigración, el deterioro físico, ocupan un primer plano, como “Bien: yo respeto”, que incorpora el tema de los desplazamientos humanos y de las marcas devastadoras de la pobreza ―“la arruga, el callo, la joroba, la hosca /y flaca palidez de los que sufren”―, o como aquellos de los Versos sencillos en que aparece la figura siempre compleja y patética del padre de Martí, el paupérrimo inmigrante, el sargento español.

“Las miradas perdidas”, 4

Yo quiero el parque dorado
en que caminando a solas
envidié la vida oscura
de la robusta española.

Envidié el olor cerrado,
manual, de la cacerola,
y las escasas nociones
de su moño y de su boca.

Estaba allí como un árbol
enraizada y remota.
Pensé en la carta arrugada
y el sobre de letra gorda.
Miré su idioma sincero,
material como una cosa,
pintar con muerte a la vida
y a la sombra con la rosa.

Ella pierde lo que sueña
su vida por mi recuerdo.
Yo miro lo que me borra,
sólo sueño lo que pierdo.

En el ahora del después y en el destiempo de los homenajes pospuestos, he querido, con el rescate de algunas páginas varias veces rehechas y la reescritura del afecto, de la admiración, insistir en destacar la luminosa significación que tuvo, para una muy joven muchacha, su encuentro definitivo con José Martí en la poesía, humus fecundo de la patria.


Notas:

[1] Ottmar Ette. José Martí. Apóstol, poeta revolucionario: una historia de su recepción. México: UNAM, 1995:149-151.

[2] “José Martí en la poesía de Fina García Marruz”, en: Casa de las Américas, año 35, no. 198, La Habana, en‑marz. de 1995: 90‑97; y en: José Martí: Poética y política. Rocío Antúnez y Aralia López González (comp.). La Habana‑México, Centro de Estudios Martianos‑UAM‑I, 1997: 161‑174. Con adiciones, se publicó igualmente en Las muchachas de La Habana […], La Habana: Ediciones Unión, 2004, reed. 2010; y Leyden: Almenara, 2016.

[3] José María Chacón y Calvo, Roberto Fernández Retamar, Jorge Luis Arcos.

[4] Fina García Marruz. “José Martí”, en: Lyceum, La Habana, 1952, v. VIII, núm. 30, p. 5.

[5] Fina García Marruz. Las miradas perdidas. 1944‑1950.  La Habana: Ucar García, 1951. (En lo sucesivo se designa L.M.P., y se indica junto a las siglas la paginación correspondiente a las citas o referencias.)

[6] Arcos. op. cit., p. 128. 

[7] Manfred Pfister. “Concepciones de la intertextualidad”, trad. de Desiderio Navarro, en: Criterios, no, 31, La Habana, 1994, p. 85‑108.

[8] Vitier. Op. cit., p. 588.

[9] Arcos. Op. cit., p. 221.

[10] Roberto Fernández Retamar. La poesía contemporánea en Cuba (1929‑1953). La Habana: Ediciones Orígenes, 1954, p. 116.

[11] Apud Arcos. Op. cit., p. 86.