La palabra comunismo y los símbolos de la Revolución. Algunas reflexiones

Enrique Ubieta Gómez
8/10/2018

Estas reflexiones no agotan los temas del Proyecto de Constitución ni mis opiniones sobre ellos. No es una reflexión detallista, alude a unos pocos temas esenciales. Probablemente parezcan algo inconexos, ya que no están directamente vinculados entre sí. Creo que, en sentido general, es un buen proyecto y lo será aún más cuando integre las sugerencias que el pueblo, en un ejercicio democrático sin precedentes, aporta cada día en apasionados debates. Como si levantara mi mano llegado el punto a discutir, coloco cada tema en forma de subtítulo.


Foto: Tomado de Radio Ciudad Habana


Sobre la pertinencia de incluir el término comunismo en el Preámbulo

Sé que la ausencia de la palabra comunismo en el proyecto de Constitución no es, necesariamente, su supresión en el horizonte de la Patria. Tal vez la imprecisión de sus contornos reales y la lejanía histórica de su cumplimiento condujo a quienes elaboraron el proyecto a prescindir de ella.

Para Marx, cuyo objeto de estudio fue el capitalismo, el socialismo era el período de tránsito al comunismo. No me refiero a los esquemas soviéticos que dividían en varios períodos la llamada construcción socialista; para los marxistas revolucionarios (valga la aparente redundancia) el socialismo no es un lugar de llegada, sino de permanente construcción o tránsito —con sus avances y retrocesos— hacia un mundo que supere al capitalista. Cuando se habla de construcción del socialismo, entiendo que se habla de la construcción de ese tránsito. Por otra parte, desde que los socialdemócratas se dividieron a inicios del siglo XX en reformistas y revolucionarios, estos se asocian, indefectiblemente, al comunismo.

“Sin la expresa mención del comunismo, la palabra socialismo queda a la deriva. No basta con que hoy todos la tengamos en mente, es preciso que aparezca escrita; los hombres pasan, y este documento que hoy discutimos debe garantizar la continuidad de objetivos. Las palabras importan”.

Es revelador el hecho de que en sus últimas palabras públicas, pronunciadas en la clausura del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba (nombre que algunos pretenden cambiar, y al que jamás renunciaremos), Fidel Castro preguntara dos veces, rectificando o precisando: “¿Por qué me hice socialista? Más claramente, ¿por qué me convertí en comunista?”. “Más claramente”, dijo, porque si bien la palabra comunismo queda abierta a definiciones futuras (ninguna asociada al capitalismo), la palabra socialismo, sin el movimiento hacia otra realidad histórica, sin su condición de proceso de tránsito, se diluye. Sin la declaración del ideal comunista, pierde sentido el concepto de tránsito: ¿hacia dónde nos movemos, al menos idealmente? Sin la expresa mención del comunismo, la palabra socialismo queda a la deriva. No basta con que hoy todos la tengamos en mente, es preciso que aparezca escrita; los hombres pasan, y este documento que hoy discutimos debe garantizar la continuidad de objetivos. Las palabras importan.

Durante muchos años, la estrategia imperialista era reducir el contenido ideológico de la Revolución al liderazgo de un individuo, y su discurso se presentaba como “anticastrista”; hoy, consumada la sucesión generacional, el imperialismo retoma el discurso de la “guerra fría” e intenta desacreditar los términos de socialismo y comunismo. La batalla es abiertamente ideológica.

Confiamos en la necesidad de los cambios que se proponen. No todos significan un avance. Algunos revitalizarán la lucha de clases y nos harán bordear los abismos del regreso. Por eso no podemos confundir las metas con el destino, con el ideal colectivo que yace en los cimientos de la Revolución: las metas pueden o deben ser a corto y mediano plazo, se conquistan en plazos concretos de tiempo; el ideal nos obliga a no detenernos, a trazarnos nuevas metas una vez que han sido alcanzadas las primeras; nos impele a caminar.

El ideal existe para que rectifiquemos el camino cuando sea necesario, para que no perdamos el rumbo en la inmediatez, nos recuerda que no hemos llegado a pesar de los pequeños éxitos. Para los revolucionarios eso es el comunismo: un ideal (un proyecto de emancipación humana más completo que el burgués) que no abandonamos, que no nos abandona. ¡Ay de los pueblos cuyos jóvenes solo tienen metas y las confunden con ideales! ¡Ay de una juventud (la edad de los grandes sueños, la edad de las epopeyas) para la cual una casa, un carro y un buen salario constituyen el único ideal posible!

“La unidad que construyó Fidel no se hizo de pactos, no se armó de concesiones. Los consensos revolucionarios los construyen los revolucionarios. El Partido Comunista no será el Partido de la nación cubana haciendo dejación de su nombre o, menos aún, de sus ideales”.

Somos heterodoxos y ortodoxos, ambas cosas. ¿Qué significa esto? Los revolucionarios peleamos por la emancipación humana, por la justicia social, por la eliminación de la explotación en todas sus formas, y en eso somos y seremos radicales. La ortodoxia está bien cuando se asocia a los fundamentos éticos de una doctrina; esos fundamentos constituyen su columna vertebral. Pero somos heterodoxos en cuanto a los caminos, a los métodos, de lo contrario no estuviéramos discutiendo esta reforma constitucional, ni hubiésemos aprobado los Lineamientos. El problema real es cuando alguien nos exige que seamos heterodoxos con respecto a los principios, a los ideales de emancipación, cuando la heterodoxia que se exige no es otra cosa que el abandono de la razón revolucionaria.

He escuchado que la palabra comunismo puede dividir, y que necesitamos la unidad. ¿El término socialismo une más? ¿Acaso el capitalismo une? El Partido Comunista anterior al triunfo revolucionario adoptó el nombre de Partido Socialista Popular para eludir la persecución anticomunista de la época y atraer más votos. Pero aquellos comunistas nunca lograron alcanzar por sí mismos el poder (lo alcanzaron sí, junto a todos los cubanos, pero en la ola revolucionaria que produjo la insurgencia fidelista). Hoy, en cambio, el poder es del pueblo. La historia siempre ha demostrado que une más la percepción de consecuencia y la franqueza en la identificación del ideal. La unidad que construyó Fidel no se hizo de pactos, no se armó de concesiones. Los consensos revolucionarios los construyen los revolucionarios. El Partido Comunista no será el Partido de la nación cubana haciendo dejación de su nombre o, menos aún, de sus ideales.

Sobre la necesidad de que se describa a Cuba como un Estado socialista de derecho y de justicia social


Foto: Tomado de Radio Reloj

El feudalismo propuso la igualdad de todos los hombres ante Dios; el capitalismo los igualó ante la ley o el derecho, ese fue su gran aporte histórico (“estado de derecho” es una frase esencialmente burguesa); el socialismo añade el concepto y la práctica de la justicia social. Para los comunistas, las leyes pueden ser derogadas si son injustas. Es la fuente de jurisprudencia que rige en una Revolución. Sé que se menciona a la justicia en el desarrollo del artículo, pero considero que debe aparecer en la propia definición, como parte esencial de ella.

Apoyo al Artículo 68. Algunas reflexiones

El Artículo 68 en realidad no es el más importante del Proyecto, pero abre una nueva ventana a la justicia social. Para un revolucionario, todo paso que contribuya al ejercicio de la justicia es esencial. Como dijera Fidel, los revolucionarios no podemos conformarnos con los segmentos de injusticia que perduran en la sociedad, luchamos porque se implemente “toda la justicia”; la única limitación posible para ella debe ser la que impone la época histórica.

Cuba siempre ha sido —quizás por su no estricta afiliación católica— un país avanzado en materia de legislación familiar: desde la segunda década del siglo XX aprobó el divorcio, y un poco después, en 1936, la primera ley sobre el aborto, definitivamente institucionalizado después del triunfo revolucionario. Las novelas Las honradas y Las impuras, de Miguel de Carrión reflejan, entre otros documentos literarios de la época, el debate que generaba la aprobación del divorcio en la sociedad cubana. Sin embargo, todavía hoy, el Parlamento argentino rechaza el aborto por motivos religiosos.

El tema del matrimonio igualitario, por su carácter no subversivo de las relaciones de producción, ha sido una bandera de la izquierda reformista, que solo aspira a cambios epidérmicos con efecto propagandístico. Cuba ha realizado cambios muy profundos en la sociedad, y para ello ha tenido que enfrentar las fuerzas más retrógradas, en especial el imperialismo. Ha desafiado, sin temor alguno, los intereses y las convicciones de los explotadores. Lo ha hecho por la justicia. ¿Debemos hoy temer a las fuerzas retrógradas (que no lo son en este caso por intereses, sino por arraigadas convicciones) a la hora de implementar un acto de justicia? ¿Las convicciones de un grupo de personas pueden decidir la permanencia de una injusticia que se comete contra otro grupo de personas?

Sobre el uso de los nombres de gobernador e intendente

Quiero hacer un llamado a repensar el tema de los símbolos. Las revoluciones suelen romper con las tradiciones, con los símbolos del régimen anterior. La cubana no fue una excepción: Fidel abandonó el Palacio Presidencial y lo convirtió en Museo; transformó los cuarteles en escuelas (esto no era obligatorio, si asumimos el criterio de que lo que había que cambiar era un cuerpo corrupto de militares por aquel que bajaba triunfante de la Sierra —no se trataba del edificio, sino de sus moradores—, pero el acto en sí era simbólico); convirtió el Capitolio en Academia de Ciencias y cuando creó la Asamblea Nacional no la ubicó en sus predios, sino que transformó la Plaza Cívica en Plaza de la Revolución y a los edificios de lo que hubiera sido el Tribunal Supremo en la sede del Partido y del nuevo gobierno revolucionario. Los grados de General adoptados por el ejército revolucionario algunas décadas después del triunfo no tuvieron su origen en los que usó el ejército de la república mediatizada; ambos cuerpos militares lo tomaron del Ejército Libertador. La Revolución, que es continuidad de la que se inició en 1868, rescató el honor de los grados militares que usaron los grandes próceres de la independencia.

La contrarrevolución clama por revitalizar sus símbolos y por destruir los de la Revolución. El Gobierno de la Alemania unificada procedió de inmediato a demoler el Palacio de Gobierno de Honecker; no lo hizo por feo, aunque lo fuera.

No queremos ser un país “normal”, igual a los demás. Sé que el problema no es de nombres, como tampoco lo fue de edificaciones: los que utilizamos esos nombres y los que habitamos esas edificaciones hoy somos todos hijos de la Revolución. Pero esa Revolución, que lleva ya en el poder más años de los que tuvo la República, ha creado sus propias tradiciones y sus propios nombres. Los símbolos son minas que defienden nuestra conciencia. En la medida en que los retiramos, el enemigo avanza, ocupa posiciones. Ya lo dije con anterioridad: las palabras importan.