La génesis del estilo  

El 27 de noviembre de 1950 Alejo Carpentier declara, en entrevista concedida a Diego Ussi para El Nacional de Caracas, haber puesto: “punto final a una novela de grandes proporciones cuyo título no he escogido aún, pero que tal vez se titule, a falta de algo mejor, Las vacaciones de Sísifo. Se trata, digámoslo al fin, de Los pasos perdidos, novela que sería publicada tres años más tarde.

novela  Los pasos perdidos
Portada del libro: Los pasos perdidos.

Si bien El siglo de las luces resulta una novela paradigmática, para muchos el non plus ultra de la producción carpenteriana, Los pasos perdidos deviene primera en el ciclo de grandes novelas escritas por el genial novelista cubano. Con anterioridad habían aparecido ¡ÉcuE-Yamba-Ó!, en 1934. En 1942 escribe —según confiesa, ¡en tres horas!— Viaje a la semilla; misterios de la creación literaria: la idea surge más allá de la medianoche mientras el autor se disponía a cenar en el Centro Vasco de La Habana tras dirigir un programa radial. Más tarde llegan los cuentos de Guerra del Tiempo, e inmediatamente después, ese punto de no retorno que es: El reino de este mundo, con su final de belleza inigualable, erizante, no olvidemos el prólogo, desde el que nos llega, para quedar en el entramado de la teoría, la multicitada enunciación de “lo real maravilloso”. Sin embargo, Carpentier confiesa en entrevista concedida en Caracas para Calicanto, en septiembre de 1979, lo siguiente: “En El reino de este mundo el estilo no está logrado.” Más tarde: “el único modo para encontrar un estilo para el prosista, para el narrador, es imponiéndose limitaciones, prohibiéndose muchas cosas, renunciando a otras”. Precisamente en esa entrevista, a una treintena de años de haber colocado el punto final a Los pasos perdidos, Carpentier sostiene que sólo en esta novela logra esa imposición, esa renuncia, esa prohibición que es el estilo: “Estimo que solamente en Los pasos perdidos encontré mi estilo de narrador, que desde entonces no he abandonado”. ¿Cuáles fueron las renuncias e imposiciones que modelaron el estilo en esa novela, estilo que el autor no abandonaría ya jamás? El propio Carpentier se refiere a ello en la citada entrevista: “…me impuse la disciplina de no usar signos ortográficos verticales, es decir, admiraciones e interrogaciones sino en casos especiales y creo que en Los pasos perdidos no hay uno solo.” Y continúa: “…no permitiéndome la facilidad del diálogo, como se estaba practicando entre nosotros en la década del 30 al 40…”; lograr lo que él llamó, bajo la sempiterna influencia de la música, “n tempo”. Más tarde se extendía acerca de: “…capítulos monolíticos, casi sin punto y aparte…”. Todo ello para concluir, enfático: “El día que renuncié a esas cosas… encontré mi estilo”.  He ahí la jerarquía de Los pasos perdidos en la obra de Carpentier: el bautismo del estilo en el inicio mismo de sus grandes novelas.

La negación del Mito

Son múltiples los mitos que deambulan por esa novela. El Mito que atenaza no al hombre bien centrado en la subjetividad de un nombre, —recuérdese que del personaje central de esta obra jamás sabremos el nombre— sino el Mito, en mayúsculas, que atenaza al Hombre, en mayúsculas, a todos los hombres. Algunos los han mencionado: Ulises; Sísifo —recuérdese el primero de los nombres de esta novela— el Eterno Retorno Nietzscheano; Prometeo —no son exiguas las menciones a esta figura en la obra—. Algunos han rechazado en esta obra el mito del Buen Salvaje. Yo, me temo, no estaría de ello tan seguro. Incluyámoslo, pues. De todos ellos adentrémonos, apenas fugazmente, en los tres primeros. Si el Ulises homérico regresa de su guerra troyana y de su deambular posterior para hallar a su muy fiel Penélope asediada pero a la espera en Ítaca, el innominado personaje de Los pasos perdidos regresará desde Europa para que le sea negado por las aguas de un río, el retorno a su own Ítaca. Retorno, por demás, que habría resultado infausto: su Rosario, la Penélope amazónica, no tiene, sin embargo, la sacra estirpe de la muy fiel dama homérica. No le ha esperado, no. Y si en algún momento el nombre en la novela se deslíe para devenir sencillamente “tú mujer”, recobra los contornos cuando la circularidad —esa magia apotropaica que en la vida real parece no pulular— nos devuelve a Rosario, que ahora, dramáticamente para el personaje central, para Rosario misma, para todos los lectores, con la naturalidad con que han crecido las aguas del río, es solo la mujer de Marcos. La mujer de Otro. El viaje a Europa ha resultado apenas una muy breve muesca en el tiempo si se le compara con los años del asedio a Troya y la posterior Odisea, mas… el Amazonas no es Ítaca. Rosario no es Penélope. Y el personaje carpenteriano no es Ulises. No, pobrecito. Primera inversión del Mito.

Ya en las últimas páginas asistimos a la tragedia de un hombre que ha penetrado todos los anillos en el viaje al Mito, que una vez en su centro mismo, en su ompahlos, su axis mundi, le ha abandonado para pretender regresar nuevamente a él. Muchas veces Carpentier hubo de declarar que al personaje central lo movía una suerte de crisis de conciencia. La lucidez le asiste, sin embargo, en la debacle final, una lucidez cuyo drama existencial —las bases todas de la vida del personaje central, tanto en Europa como en la Amazonía, han desaparecido— nos conmueve. A la Penélope amazónica, en lo adelante “la mujer de Marcos”, no le ha bastado destrozar el mito de Odiseo; no, tampoco deja piedra sobre piedra del eterno retorno nietzscheano. Desde la negación de un mito se arriba a la negación del otro. Dos han sido las aves, uno solo el disparo. He ahí en las últimas páginas de la obra la negación de la tesis nietzscheana: “Un día comete el error de desandar lo andado, confiesa el atribulado narrador en primera persona, creyendo que lo excepcional puede serlo dos veces, y al regresar, encuentra los paisajes trastocados, los puntos de referencias barridos…” Puede sostenerse que el Mito está incólume puesto que se ha regresado. Mas lo excepcional, escribió el propio Carpentier, no puede serlo dos veces. Los pasos, bien que lo grita el nombre, se han perdido.

A Sísifo, hombre desdichado, se le ha lanzado a un tiempo sin la piedra. Se le ha alejado de la montaña. Es un Sísifo igual de destrozado pero ya sin finalidad. Sin tarea. Sin objeto. Es decir: doblemente destrozado.

A Sísifo, hombre desdichado, se le ha lanzado a un tiempo sin la piedra. 

“Hoy terminaron las vacaciones de Sísifo”, puede leerse en las páginas finales. Las vacaciones, ese tiempo sin afanarse con la piedra hasta la cumbre, fueron los días en el Mito. La novela misma se aventura, se atreve, ¡se levanta! desde la negación del Mito. Así como Prometeo es atado y desatado, así a Sísifo se le concede un time out. Un tiempo de bonanza. Un regreso a los orígenes, a la negación del tiempo en virtud de pasos que hacen ganar —o perder— cierto espacio. Todo paso lo hace. Recuérdese la bella frase de Novalis: “El tiempo es espacio interior, el espacio tiempo exterior.” El propio Carpentier llamó en varias ocasiones a esta novela: “una especulación del tiempo.” Una especulación donde a Sísifo se le ha alejado de la montaña. Transitoriamente, sin embargo. Regresará a la piedra. Y este regreso no es sólo la negación del Mito sino, a un tiempo, su confirmación parcial, regreso de Sísifo mediante se ha aupado y sostenido el Eterno Retorno, la circularidad deja incólume el mito nietzscheano: Sísifo volverá al empuje. Regresará a la montaña. A su piedra. Rosario, hombre innominado, no será ya otra vez “tu mujer”.             

Alejo Carpentier y Reinaldo Arenas: Dos novelas, dos viajes

No pocas veces se ha enfrentado a estos dos narradores. Indudablemente la decidida militancia política, de un lado y otro, han determinado en gran medida este particular. A Carpentier, todos lo saben, le obsedía el tiempo.

novelista cubano Alejo Carpentier
 A Carpentier le obsedía el tiempo. 

Al inicio mismo de Los pasos perdidos, apenas en el primer párrafo, ese prolijo narrador en primera persona nos deja saber que le asalta: “la penosa sensación de que el tiempo se hubiera detenido”. El tiempo ha sido la obsesión del hombre, la obsesión de no pocos escritores: Prouts, Borges, no ha sido Cuba parca en obsedidos por el tiempo; he ahí a Lezama y su “hipertelia de la inmortalidad”. Lezama erigiendo esa enorme novela que responde al nombre de Paradiso, corpus majestuoso negador del tiempo, levantando contra el tiempo la fuerza de huevo de plata de la imagen. Y he ahí a ese descreído del tiempo que es Reinaldo Arenas. En el prólogo a El mundo alucinante, escrito en 1980, nos dice Arenas: “…los historiadores ven el tiempo como algo lineal en su infinitud.” Y se pregunta: “¿con qué pruebas se cuenta para demostrar que es así?” Para Arenas lo que signa y define a todo personaje “auténtico”, así lo llama él, no es su historicidad sino precisamente su “intemporalidad. Mas no indaguemos en el tiempo, elemento que en los autores citados puede amenazar en derivar cualquier transitorio artículo hacia la más vasta e infinita monografía. Aludamos al concepto griego del boýno, el viaje. He ahí dos novelas: Los pasos perdidos y El mundo alucinante. Ambas geniales. Paradigmáticas.

Portada del libro: El mundo alucinante. 

Sin lugar a dudas canónicas. Ambas novelas que nos lanzan —al tiempo que lanzan a sus personajes centrales— a viajes en los que se perderán los pasos en una alucinación de mundos a los que se llega viajando en direcciones opuestas. Pasos que se pierden para siempre encontrarse. Para encontrarnos en ellos. En Los pasos perdidos un nacido en estas tierras reales y maravillosas —más amoldado y aherrojado al mundo occidental— regresa a los orígenes en un viaje del occidente a la selva, de Europa a la Amazonía, de la citadina Ruth a la feérica Rosario. En El mundo alucinante, Fray Servando Teresa de Mier, fraile mexicano, contestatario, rebelde, de cuerpo indomable y alma no menos inflexible, es arrancado en cadenas de las reales y maravillosas tierras para ser llevado en dirección opuesta, de América a Europa, de cárcel a cárcel, de rebeldías iniciáticas a posteriores y mayores rebeldías. Viajes esos inversos, podría pensarse. Viaja uno de la mano del tedio; el otro del brazo de la insubordinación. Mientras Carpentier lleva a su personaje a la selva para salvarlo — ¡y alzarlo y divinizarlo!— en éxtasis que el propio lector envidia, Arenas lleva a Fray Servando a Europa, y lo lleva, ¡válganos Dios!, no como se marchan hoy muchos para alabarla y fetichizarla, no, ¡lo lleva para denostarla!, para, de la mano de cada encuentro con seres y hechos, ¡reafirmarle la muy mexicana —que es decir latinoamericana— indocilidad! Uno viaja llevado por los vientos de la propia voluntad, a instancias de su preceptor es enviado por cierta universidad de prestigio; el otro, ah, el otro viaja aherrojado a instancias de su carcelero, victima del Poder. El innominado de Carpentier llega desde el aire. El Fraile que Arenas crea y recrea, recuérdese el prólogo en el que declara, con meridiana belleza de estilo, que narra la historia del Fraile: “tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como a mí me hubiese gustado que hubiera sido”, lo hace desde el mar. El hastío del que desde Europa llega y la indócil bravura del mexicano — ¡de alguna manera, una manera muy sacra!— se mixturan. El Musicólogo y el Fraile. Ambos, sin embargo, no serán los mismos seres una vez que el viaje llegue a su término. No. En Los pasos perdidos al innominado un día colmado y exaltado por la magia exuberante de la selva y el un día mítico amor de Rosario todo le será negado, hurtado; en El mundo alucinante a Fray Servando, al que ha agobiado y abrumado la muy bestial pestilencia de una Europa que desde el fondo de sus mismos huesos odia y desprecia, se le regresa ¡para hacerle deambular por el Palacio de Gobierno! Si Arenas, como muchos sospechan, se metamorfoseó en el Fraile mexicano, Carpentier se corporiza en el innominado. Todo autor lo hace. Ambas obras proponen viajes en los que en un sentido u otro, un siglo u otro, al encuentro de Bolívar —que fortalece y ratifica rebeldías— o al encuentro de Rosario, —que fortalece y ratifica el amor, mientras dura el amor— el Innominado y el Fraile, obsedidos por el tiempo, por el amor a estas sufridas e indómitas tierras nuestras, atemporales, eternos, alucinados, los pasos siempre recobrados, nunca perdidos, incurren al fin en algo que las turbulencias del raro tiempo en que vivieron fue negado a sus autores, y es que válganos Dios: ¡se toman de las manos!

*Artículo publicado originalmente en La Jiribilla el 14 de enero de 2019