La obra Gelatina muestra desde el título un ingrediente esencial de la trama: la angustia. El teatro es un vehículo para replantearnos la existencia cotidiana y verle las aristas trascendentes. Esta pieza, que pertenece al repertorio del Grupo Teatro Escambray que dirige el maestro Rafael González, no solo cuestiona los sostenes de una sociedad y sus zonas más oscuras, sino que pone la vista en horizontes más dubitativos.

El uso del teatro dentro del teatro es algo que hace constante referencia a otro momento universal del arte de las tablas: Hamlet de William Shakespeare. Nos adentramos en un tanque de gelatina inmenso y tendremos que salir de ahí usando solo el cuerpo y la imaginación. La crítica puede ver en esa metáfora muchos significados, pero resultaría un ejercicio de tontos cosificar a una obra que lleva tantos años en activo sin que se desgaste. Estrenada el 25 de abril del 2008 en La Macagua, Gelatina nos sigue pasando factura, pues aún es muy difícil salir de sus interrogantes. Como mismo sucede en la obra del ilustre autor isabelino, algo podrido hay en la historia contada por los personajes, pero no se sitúa en Dinamarca.

Un joven que en la versión original se llama Yosvany Alfonso Wong, pero en la actual, Yosvany Alfonso Carreras (el cambio de apellido no fue fortuito), se presenta a las pruebas de ingreso para entrar en la escuela de actuación. El absurdo posee las resonancias de la vida más concreta y dolorosa, pero codificadas de forma tal que surja la risa esperpéntica y vengativa.

Este muchacho es descartado en una primera mirada por el entrevistador, pero el horizonte parece abrirse cuando, a través de una de las conocidas “palancas”, logra que lo admitan en las diferentes pruebas. El padre ha intercedido y se nos hace ver que precisamente por el poder de dicha figura familiar ha saltado a la luz el rostro del privilegio. Carreras será admitido y el examen será solo una formalidad.

El personaje posee un olor shakesperiano que se va sintiendo con mayor fuerza en la medida en que surgen los indicios de la escena obligatoria, o sea, esa en la cual tendrá que dirimirse todo.

Allí comienza la dura metáfora de este personaje, que se revela al inicio bastante plano, sin matices, casi ingenuo, pero que se evidencia como un ser rico en emociones y en una visión de la vida apegada a las cuestiones más contradictorias y a la vez lógicas. Yosvany no quiere hacer un ejercicio estéril y de mentiritas, sino que desea con todas sus fuerzas convertirse en algo real, tangible, de éxito. Para ello deberían servir las pruebas de actuación y luego la escuela, al menos en teoría, pero cada uno de los trabajos que le son impuestos demuestra su carácter inútil.

Aquí inicia entonces la trama un camino más hondo. Entre la figura de su padre que representa la autoridad y la de sus profesores que encarnan la posibilidad de realización o de frustración personal; Yosvany rehace su identidad y tiene que tomar una elección. O se conforma con un tanque de gelatina ficticio, del cual no puede salir o toma el mundo con sus manos e intenta transformarlo. O se adapta y va pereciendo poco a poco o enfrenta sus conflictos y la posible debacle, pero con una autenticidad que le permite acceder a sí mismo.

El personaje posee un olor shakesperiano que se va sintiendo con mayor fuerza en la medida en que surgen los indicios de la escena obligatoria, o sea, esa en la cual tendrá que dirimirse todo. Constantemente se repite el leitmotiv de la obra con la frase: “Usted se halla dentro de un tanque de gelatina y deberá salir solo usando su cuerpo e imaginación”.

Cuando el personaje escenifica esa prueba impuesta por uno de los profesores, se da cuenta de que es prácticamente imposible y por ende no sabe cómo actuarla. La ficción ha vencido a la representación, al entendimiento lógico y al razonamiento. Pero el traspié sigue ahí y Yosvany deberá actuar como si fuera posible salir de dicho tanque.

La trama deriva hacia zonas duras de la realidad nacional. La concentración del conflicto es tal que cada una de las escenas pudiera casi decirse una reiteración de un mismo planteo, lo cual sin embargo no aburre. Los matices que se introducen a partir del manejo actoral y de la propia proyección escénica hacen que el público viva en una auténtica metáfora que comunica muy bien los anhelos de la generación más joven.

A pesar de que desde el 2008 hacia acá es mucho lo que ha llovido, esta obra sostiene su vigencia en tanto aún hoy existen Yosvanys que se van haciendo a sí mismos a medida que toman conciencia de la dureza de las pruebas que impone la vida. De esta forma el teatro sigue siendo un teatro dentro de otro, fabulosa caja china o matriosca rusa que encierran dentro de sí varios universos.

El personaje se va autodescubriendo y de esa forma descubre el mundo que estaba oculto para todos los demás. El olor a podrido en Dinamarca demuestra no estar tan lejos y se impone una acción dramática que no deje en pie ninguno de los baluartes de la falsedad y de las formalidades que implica el mundo ya constituido.

El teatro dentro del teatro es la herramienta que nos permite enterarnos que más allá de esa inmediatez que nos aqueja, hay una búsqueda de belleza.

En tal línea va la tesis de Gelatina que es una crítica a la batalla gelatinosa del arte en la cual muchos se han adaptado a sobrevivir sin establecer una obra sólida y retadora. Pero esa es una primera lectura muy elemental, que no llega a las honduras realmente ambiciosas concebidas por el escritor de la pieza. Ahí hay que hablar de una totalidad puesta en crisis por el conflicto. A partir de que se nos abre la puerta de la trama, las líneas universales de la misma comienzan a aparecer.

Ya no se trata de un muchacho cualquiera que va a hacer la prueba de ingreso, sino del arquetipo generacional que más que un examen quiere vencer los escollos de la vida, pero por él mismo, sin que se lo ordenen, sin que haya una corrección a la cual guardar pleitesía.

En realidad, se trata de una juventud que no solo ambiciona adentrarse en la actuación o en cualquier camino de la vida profesional, sino que posee la potencia suficiente para llegar a lo más alto sin que ello implique que deba sacrificar su ser más auténtico.

La obra del maestro Rafael González juega con la estética de Europa del Este antes de 1991. También hay una recurrencia sonora a melodías de mediados del siglo XX, las cuales resultan arcaicas y refuerzan más la atmósfera absurda de la puesta en escena. El olor a podrido que apenas es una intuición se va tornando en realidad.

Yosvany descubre que más que actor siempre quiso tomar él sus decisiones. O sea, no quiere vivir como en un monólogo escrito por otra persona, sino que pretende erigirse en guionista de su obra. Eso se contrapone al padre, quien como figura de autoridad le dice lo que debe desear y qué es lo correcto dentro de ese espectro volitivo.

La pulsión edípica de Yosvany lo presiona y deberá satisfacer las necesidades de su medio o las suyas propias, tendrá que decidir entre lo que otros le proyectan y la proyección propia. Drama universal de la juventud en cualquier parte del mundo, pero que Rafael González ha sabido representar con todos los ingredientes de una verdad cubanísima.

En ese entresijo actoral, la dirección de escena se convierte en un instrumento que nos infiere matices exquisitos, sobreentendidos, mensajes subliminales, líneas que se escapan entre este y aquel parlamento y en las cuales emerge por momentos la subtrama o historia sumergida.

El teatro posee la posibilidad de encerrarse en sí mismo para expresar con mucha más fuerza sus tesis. A partir de los recursos de la escena existe una tesis que se manifiesta con poderosa discreción. El público debe completar de manera activa aquello que queda en entredicho. Nada es absoluto, no hay una interpretación autoritaria de la obra, sino que la trama sigue corriendo en nuestras mentes.

Yosvany deja de ser un personaje por momentos y se transforma en arquetipo de todos nosotros, ya sea como colectividad o como país. Porque se trata del respeto a una voluntad genuina y constructora de sentido, he ahí hacia dónde va esta obra.

La gelatina es una sustancia que se define por adaptarse a la forma del recipiente en la cual se vierte. No posee por ende una forma propia, sino que asume las cualidades del medio. Además, depende de colorantes y sabores artificiales para tener una identidad, porque en sí misma es insípida e inodora.

Gelatina es una obra que posee todos los visos de una verdadera genialidad. Así lo deja ver la calidad del texto al cual aun con los tiempos no hay nada que agregar. Se mantiene incólume en su lectura crítica y en cuanto a la propuesta conceptual.

Pero si a ello le sumamos que se sirve como postre y que no es el plato principal en ninguna cena; ya se podrá imaginar hacia dónde nos lleva esta metáfora de un instante en la historia de los tiempos que corren.

La obra Gelatina, como la propia sustancia, constituye una crítica ante la asunción de ese modus vivendi que no se propone cambiar nada, sino que se adapta de manera acrítica y pondera de tal forma el inmovilismo.

No hay nada más revolucionario que esta arista de la tesis dramática, sobre todo si se tiene en cuenta que el conflicto que conduce a la escena obligatoria ha contrapuesto con energía indisoluble a los personajes. La tesis, que es una relectura de la realidad, hace a su vez un recuento doloroso de las posibles soluciones.

Llegados a la escena, solo queda la deconstrucción como horizonte. Quizás hay ahí una advertencia para nosotros. Yosvany se ha rebelado y tiene inmóviles con una cuerda al padre y al profesor. Las dos figuras opresivas ya no están en una situación de ventaja con respecto al muchacho e intentan comprarlo con favores y promesas.

Pero en uno de esos diálogos el progenitor insta al chico a matarse, con lo cual se coloca luz en las verdaderas intenciones de los antagonistas. Lo que era un aparente amor paternal se revela como una oprobiosa relación de poder en la cual se aplanaba la identidad de Yosvany.

Lleno de ira, este último se decide y le pone a la trama su punto culminante. Pero eso no termina ahí, sino que aparece otro nivel ficcional más. Los personajes vuelven a aparecer, ahora como amigos actores que llevaron a cabo dicha obra cual un ejercicio de tesis de grado.

Entre risas y celebraciones, hay también preocupaciones por la dureza del tema tratado. ¿Lo comprenderán, habrá censuras, será bien visto por la crítica? El teatro dentro del teatro surge como una fórmula salvadora que le resta aparentemente fuerza a una farsa que termina como una tragedia.

Detrás de la viñeta entre los actores hay un guiño al público. ¿Y si usted vive también dentro de una obra de teatro? ¿Y si somos como Yosvany, solo que no hemos asumido nuestro propio proceso de despertar? ¿Tenemos una anagnórisis parecida y no la hemos detectado en el ser más interno que nos habita?

Gelatina es una obra que posee todos los visos de una verdadera genialidad. Así lo deja ver la calidad del texto al cual aun con los tiempos no hay nada que agregar. Se mantiene incólume en su lectura crítica y en cuanto a la propuesta conceptual.

Se trata de teatro en estado puro, digno de la historia del Grupo Escambray, que posee en su haber estudios acerca de los conflictos humanos de Cuba de varias etapas, los cuales ha llevado a las tablas.

Cuando cae el telón y vemos que la farsa era en efecto una farsa, se siente la necesidad de un papel activo en el hallazgo de sentido y de razón ante un universo en apariencia caótico donde tenemos un sitio. A ese autoconocimiento alude Gelatina.

Si para algo sirve el arte es como bálsamo de una vivencia demasiado dura para ser enfrentada sin más. El teatro dentro del teatro es la herramienta que nos permite enterarnos que más allá de esa inmediatez que nos aqueja, hay una búsqueda de belleza.

La crítica puede ver en la obra Gelatina un proceso de deconstrucción del drama de la juventud en todos los sitios y tiempos, pero el público se va a identificar con una parte esencial de la trama y le hallará solución a partir de sus vivencias muy particulares.

Quizá a eso se refiere Shakespeare cuando alude a lo podrido que subyace en Dinamarca. El ser tiene que despertar de su letargo y darse cuenta de que más allá de lo mecanicista, de lo perentorio, de la supervivencia más cercana, hay una dimensión ontológica en la cual todo toma un sentido. Ahí toca colocar esta pieza de Rafael González.

El absurdo no debe quedarse en mero absurdo, sino que se baña en la racionalidad del contexto. La luz del público cae sobre la escena y les otorga entidad a las representaciones. Todo depende de esa mirada sabia de la gente que sabe mejor que nadie lo que vive y que por ende acude a las salas para asumir la catarsis del teatro.

Cuando cae el telón y vemos que la farsa era en efecto una farsa, se siente la necesidad de un papel activo en el hallazgo de sentido y de razón ante un universo en apariencia caótico donde tenemos un sitio. A ese autoconocimiento alude Gelatina.

Usted se halla dentro de un tanque de dicha sustancia y por muy absurdo que sea el asunto sabrá que se puede salir mediante una sonrisa, en una sala de teatro, mientras contempla cómo todo asume un cauce lógico y humanista. O no, pero al final valdrá la pena.