Hace la mitad de un año he sembrado en mi jardín un gajo de rosas amarillas. Lo he regado afanosamente, lo he fertilizado, y he visto que con mis dedicados trabajos ha crecido solo un poco. Sin embargo, hace poco descubrí que le había nacido una rama nueva, hermosa y desde abajo, como una nueva planta que nació sin que nos diéramos cuenta. Hoy reparo en que el gajo, la planta que sembré, se ha secado; pero me ha dejado una planta verde, linda, con ramas dibujadas. Corto la rama marchita y entierro sus hojas en la tierra que cobija al retoño nuevo para que lo alimente. Así hizo con nosotros Domingo Alfonso, alimentarnos, sin pretenderlo, envuelto él y nuestros amigos en eso que se llama la complejidad de la vida.
Nos conocimos hace más de cuarenta años. Primero oíamos hablar de él como un poeta afamado de la generación de los años cincuenta que vivía en Marianao, que era nuestro vecino. Nos vimos por primera vez en la Jornada de la Poesía en Sancti Spíritus, en el año 90. Reynaldo García Blanco había conseguido mágicamente invitarme, y pude leer entre poetas consagrados, conocerlos más de cerca. Allí estaban Eliseo Diego y Ángel Escobar, a quien visitábamos, y muchos más bardos de prestigio de esta nación. Conversamos Domingo y yo en la guagua. Allí charlaba con él una figura que se destacaba en ese momento, y que fustigaba sobre las instituciones y los cargos. Y al otro día de nuestra vuelta a La Habana nos enteramos de que esa persona había aceptado nombramientos en un acto de oportunismo. Domingo me decía: “Hay que ser consecuente con tus actos y tus palabras”. Admiraba esa cualidad de mi padre, que siempre fue devoto amoroso y fiel de la Revolución.
Desde entonces visitábamos su casa Rito y yo, y los miembros del Palenque; también la ensayista Marta Lesmes. Era un gran anfitrión. Él se dedicaba a la visita, y la familia con decencia, humildad y amor. Tanto fue así que decidimos celebrar algunos de mis cumpleaños allá: había tranquilidad para conversar, un ambiente muy receptivo, un espacio para la broma y el diálogo inteligentes. Éramos jóvenes, como de treinta y pico. Bebíamos todo lo que deseara la mente, aunque el cuerpo se resistiera con algo de tesón. Domingo también iba con nosotros a todas las actividades con sus sesenta: a las presentaciones mensuales de La Gaceta de Cuba, a la Tertulia Aire de Luz de Basilia Papastamatíu, a la presentación de nuestros libros y a actividades del Instituto Cubano del Libro.
En ánimo era joven y así compartimos momentos inolvidables. Iba celebrando como frutos loables nuestros nuevos libros con comentarios serios y lecturas atenidas, con una segura esperanza. Tenía también su peculiar humor: cuando venía Julio Moracén, integrante de El Palenque y profesor de una universidad brasileña, celebrábamos fiestas donde íbamos todos. Domingo le decía a nuestro amigo: “Hermano, usted me ve chiquitico así, pero yo me tomo bien una caja de cerveza.”
A insinuaciones de un gay encumbrado del medio en una fiesta hace muchos años nos contaba que él le decía: “No sé lo que le pasa a él, pues cualquier cosa que yo estuviera haciendo siempre voy a dormir con mi mujer.” En el Golfo de Guacanayabo le oímos leer por primera vez sus poemas intensamente eróticos, y comenzar diciendo: “Ahora voy a leer los poemas que me han dado mala fama.”
“(…) los lectores nunca lo traicionaron, con su amor le entregaron el premio que merecía y no se le dio”.
Como arquitecto también visitaba mi casa y nos daba valiosos consejos. Mi casa es del año 36, y Rito y yo hemos estado reparándola desde que nos conocimos. Cuando se hizo la meseta de la cocina le dijo a Rito: “Y esta parte la dejas, la habilitas para cuando tengas cocina de gas con horno”. Rito lo miró desencajado: “Cómo una cocina de gas, Domingo”. A lo que él espetó: “¿Hermano, usted no tiene aspiraciones?” Así mismo fue. Unos diez años después fue nuestra.
Tuvimos una amiga muy querida miembro del grupo a la que ayudamos a formarse literariamente hasta que decidió abandonar el país. Todos consternados éramos testigos de sus llamadas telefónicas llorando. Entonces Domingo nos dijo: “Hermanos, no se puede tener todo.”
Escribí tempranamente de su poesía sencilla, profunda y original, relegada en relación a la de otros bardos de esa generación que hacían mucho ruido y tenían pocas nueces. Pero los lectores nunca lo traicionaron, con su amor le entregaron el premio que merecía y no se le dio. Todavía recuerdo el revuelo en las redes el año anterior cuando estuvo nominado al Premio Nacional de Literatura y no lo recibió: era un premio de multitudes que ama las maneras de su discurso.
Domingo mismo me contaba que en las visitas a la Sierra Maestra había encontrado jóvenes que declamaban sus poemas. Con estoicismo me hizo saber también que los hijos son partes dolorosas de nosotros mismos que hay que perdonar. Venía a mi cumpleaños con un regalo entre las manos, y así yo iba al suyo. En uno de ellos lo habían invitado a un almuerzo en la Unión de Arquitectos, y le dijo a la esposa: “Yo no puedo ir porque es el cumpleaños de Caridad”.
Cuando ya no podía hacer vida literaria venía a mi casa, y yo le compraba alguna novedad, algún libro importante o revista para que lo tuviera y lo leyera. Recuerdo aún el día que me trajo un documento en tablas, apaisado. Era la relación de todos los escritores y publicaciones que habían escrito sobre él. Sentí una rara responsabilidad, una rara intuición: me estaba entregando aquello como prueba de ser yo alguien cercano que podía estudiar, investigar su legado. Me emocioné en silencio y en la soledad.
Ha muerto el poeta con el premio del amor de sus lectores, esa idea tenaz, con el amor y respeto de sus amigos y colegas. De su casa traje una planta de hoja perenne que sembré en mi jardín. Cuando floreció de rojo mantuvo su frescura y belleza medio año. Con la tenacidad y lo intenso de esta planta, Domingo, te recordaremos.

