Belén (2025) comienza con un gemido. No dramático o exagerado, sino ahogado, íntimo y visceral; un dolor que retuerce el cuerpo desde adentro. La angustia que acompaña a Julieta (interpretada por Camila Plaate) en el asiento trasero de un auto camino al hospital, es el principio de un viaje cinematográfico que no es, en absoluto, ficcional. Es la puerta de entrada a un sistema de opresión tan real como la historia que lo inspiró: el caso de Belén, una mujer tucumana, Argentina, encarcelada en 2014 luego de un aborto espontáneo.

Esta —la segunda película dirigida por la actriz Dolores Fonzi— es desde estos primeros instantes una obra de una urgencia conmovedora, una denuncia, un drama judicial que trasciende las paredes del tribunal para convertirse en una radiografía social, una crónica del miedo y, finalmente, en una épica sobre la resistencia colectiva que únicamente se puede tejer desde la sororidad.

La narrativa de Fonzi y su coguionista Laura Paredes se despliega con la precisión de un escalpelo y la tensión de un thriller, pero su verdadero horror no reside en lo sobrenatural, sino en lo burocráticamente ordinario. La cámara sigue a Julieta con una proximidad claustrofóbica. La secuencia inicial establece las reglas del juego: aquí no habrá distancia segura para el espectador. Camila Plaate construye una performance de una verosimilitud desgarradora en un viaje al infierno burocrático y patriarcal.

Fonzi y Paredes en pleno rodaje de Belén. Foto: Tomada de Internet

Julieta camina por el pasillo de un hospital público. Responde con confusión a las preguntas de los médicos. La reducen a un cuerpo: “es un procedimiento por un aborto ilegal”. Al recuperarse, ya está inmovilizada, tiene las muñecas aprisionadas por unas esposas. La violación es múltiple: a su cuerpo, a su integridad y a su dignidad. Esta escena, con una potencia física abrumadora, establece la inocencia de la protagonista e imbuye al espectador de una raíz profunda de indignación que sostendrá todo el metraje.

Es desde este pozo de injusticia que emerge la fuerza motriz del relato: Soledad Deza, la abogada interpretada por la propia Fonzi, encarna la voz que se niega a callar, la inteligencia estratégica que busca las grietas en un muro de hipocresía legal. Fonzi evita cuidadosamente el maniqueísmo al retratar a su personaje. Soledad no es una superheroína impecable. Su lucha es metódica, terrenal, y en esa humanidad radica gran parte de su poder persuasivo.

Julieta, interpretada por Camila Plaate, “construye una performance de una verosimilitud desgarradora en un viaje al infierno burocrático y patriarcal”.

La película, con una estructura que evoca el ritmo de clásicos del género como Argentina, 1985, sigue con detalle el minucioso trabajo de su equipo legal, un grupo de mujeres diversas que se convierten en el corazón operativo y emocional de la resistencia.

Precisamente, el verdadero giro de Belén no ocurre en los estrados judiciales, sino en el momento en que comprende que el derecho debe convertirse en política. Es aquí donde la película conecta con la realidad histórica que la inspiró y se convierte en un documento sobre el nacimiento mismo de la Marea Verde argentina, un movimiento que cambiaría para siempre el debate sobre los derechos reproductivos en el país y en la región.

No es aleatorio que esta fuera la cinta elegida para inaugurar la 46ª edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Al poner este filme en la pantalla inaugural, el festival realizó una declaración de principios tan elocuente como cualquier discurso: reafirmó su compromiso con un cine que es “honesto, abierto, descarnado a veces, poético siempre”, en palabras de su directora Tania Delgado. Un cine que, lejos de ser un mero entretenimiento, se concibe como “una poderosa alternativa en la manipulación y enajenación de otros medios”. El filme Belén encarna perfectamente esta misión. Es cine como artefacto de memoria, como herramienta pedagógica, como espacio de catarsis colectiva y, sobre todo, como acto de resistencia.

“(…) el filme trasciende su marco nacional para dialogar con todas las batallas por la autodeterminación y contra la violencia de Estado”.

La película de Fonzi cierra no con la simple absolución de una persona, sino con la victoria resonante de una idea: la de que la justicia, cuando es negada por las instituciones, puede y debe ser exigida y construida desde la calle, el afecto y la organización popular. Al terminar, lo que perdura no es solo la historia de Belén, sino la convicción de que su grito, amplificado por el cine, se une al coro de otras luchas urgentes, incluidas aquellas que el propio festival se honra en visibilizar.

En este sentido, el filme trasciende su marco nacional para dialogar con todas las batallas por la autodeterminación y contra la violencia de Estado. Resuena con especial fuerza en un contexto latinoamericano donde los derechos conquistados están bajo constante acecho. Es una película necesaria, un recordatorio de que la batalla por el control sobre el propio cuerpo es una de las batallas políticas fundamentales de nuestro tiempo, y de que el cine, cuando mira de frente al dolor y a la injusticia, puede ser un instrumento formidable para cambiarlo.