Bradbury y la memoria contra los sabuesos de la cultura

Mauricio Escuela
3/9/2020

Yo también he sido el libro Eclesiastés, sobre todo en mi etapa de lector adolescente, cuando buscaba una respuesta literaria para los problemas cotidianos. En aquellos tiempos di de bruces, entre los anaqueles de una biblioteca de mi pueblo, con Ray Bradbury. Un aficionado muchas veces no sabe la clase de autores que debe o no leer, solo se sumerge en un mundo, una odisea de la que conoce el inicio, mas no el final. Fahrenheit 451, que así se llamaba el volumen, me condujo a otros: Las doradas manzanas del sol, Crónicas Marcianas, El hombre ilustrado, etc. Esos libros que no dejan de hablar en las repetidas lecturas, ya que ellos también son, como el personaje de Guy Montag recreado por Bradbury, el Eclesiastés.

Aquel tiempo no se fue del todo, todavía busco las páginas del pasaje bíblico, convencido de la futilidad del momento humano que vivimos, de lo leve de este tiempo y lo sabio de, como dice el autor eclesiástico, aprovechar el día. A ello nos lleva Bradbury en cada una de sus obras, quizás impulsado por una vida que era creación pura, desde que debió abandonar los estudios y estarse sujeto al trabajo de su esposa, para escribir libros. La fe en la belleza lleva a los grandes escritores al límite, confiando únicamente en que la literatura tiene un poder sobrenatural que sobrepasa el vil condicionante de nacer pobre. Ray Bradbury es el creador de los universos más poéticos de la narrativa del siglo pasado, casi una rara avis en el panorama de un momento histórico en el cual la gente se vaciaba quizás para siempre, preludio de la actual era nuestra. Guy Montag, un bombero que se dedica a quemar libros —en lugar de leerlos— en un futuro distópico, encarna el último intelectual que deberá memorizar despierto ya el libro Eclesiastés, un llamado perenne a la sabiduría y el intelecto por encima de la banalidad del minuto que sospecha brutal en la existencia cotidiana. Tal fue el tema de Fahrenheit 451 que, como ya conocemos, dibujaba una mentira que es ya nuestra verdad de hoy.

El asunto que eterniza a Bradbury es la insistencia humana en perpetuar una felicidad estúpida, aunque ello destruya las esencias y las realidades de la especie. O sea, cómo en lugar de una socialización de lo mejor, tendemos hacia maneras inferiores y banales, burdas redes como las que hoy nos atrapan y que son simulacros de la vida. En tal sentido, debemos recordar el papel de las pantallas a tamaño de pared que repletan las escenas de la novela Fahrenheit 451 en las cuales “vive” la “familia”, personas artificiales cuya única finalidad es provocar una risa sin sentido, que aleja a la gente del dolor cotidiano y de los intentos de suicidio. Porque en la distopía de Bradbury, como en tantas otras, está prohibido no ser feliz. Se ha decretado un estadio de perfección, en el cual no se necesita avanzar en conocimientos, de ahí que los libros se quemen y persigan.

“Ray Bradbury es el creador de los universos más poéticos de la narrativa del siglo pasado, casi una rara avis en el panorama de un momento histórico en el cual la gente se vaciaba quizás para siempre, preludio de la actual era nuestra”. Fotos: Internet
 

Quizás para aquella mente, la del muchacho del pueblo que buscaba una respuesta, el personaje más tenebroso fuera el sabueso mecánico que es capaz de inmovilizar cualquier intento de resistencia, verdadera metáfora de la vida inhumana; una condición que a cualquiera le choca de la lectura de distopías y el no hallazgo de alternativas, de salvaciones poderosas lo suficiente como para servir de contrapeso a la pérdida del mundo. La esperanza, de tal forma, es apenas una luz que en el caso de Bradbury se torna poderosa poesía desde el signo del fénix —omnipresente en los chalecos de los bomberos— hasta el encuentro con intelectuales que ya no escriben, sino que se dedican a perpetuar los clásicos mediante sus propias vidas y memorias. Yo mismo en mis tiempos mozos era en parte una entidad que buscaba cuál libro me describía, qué obra estaba lo bastante cerca de los dolores y las interrogantes que me asaltaban como lector.

En los tiempos en que leí Crónicas Marcianas, me volví tecnófobo, y no solo a causa de ese pasaje en el cual una ciudad viva y desierta devora a quienes la visitan; sino porque, como Bradbury, pensé que las máquinas no tienen sentido si intuimos en nosotros esencias ocultas por los ruidos del mundo. Había que separarse y, como ermitaño de la cultura, apostar por uno mismo en la soledad de aquellas reflexiones; como el astronauta que, en el libro El hombre ilustrado, se va a un eterno navegar en el espacio sin hallar una respuesta, un sentido último: metáfora de la filosofía en sí misma.

La distopía aparece como palabra en la obra de Stuart Mill, justo para describir los males de un mundo utópico en el cual, por decreto, fueron abolidos los conflictos humanos cuando en verdad el dolor, la enajenación y la muerte subyacen y se revelan por detrás del aparataje futurista y de desarrollo de tales sociedades. Más allá de las consideraciones de que obras como Utopía de Tomás Moro o La República de Platón son petrificaciones que detienen el devenir humano y lo matan, Mill nos arroja en una metodología que luego será recogida por grandes autores de ficción, desde el propio Bradbury hasta el genial Phillip K. Dick de El reporte de la minoría. Pensar de veras es peligroso y todos estos artistas han debido vérselas con las vallas de un mundo que los silencia. La primera versión de Fahrenheit 451 salió mutilada, pues en los tiempos del macartismo toda incomodidad se pagaba con la cancelación cultural.

Nada quedó fuera de las predicciones de Bradbury cuando hoy vemos que las redes sociales nos han robado la entidad, convirtiéndonos en deudores de la tecnología y sus managers, quienes decretan qué estados de ánimo debemos tener. También porque, a partir de nuestros “amigos” de Facebook, sufrimos lo mismo que en Fahrenheit 451 con esa “familia” que surge de las paredes-pantalla. En tal sentido, a partir de ese simulacro de socialización se define lo que es correcto, ético, progresista y, a la vez, qué métodos inquisitoriales y de cancelación seguir con quienes se aparten del dogma. Todo, en lo absoluto, estuvo en la brillantez del autor cuya obra tiene la capacidad de hablarnos hoy, e incluso de predecir qué conmociones terribles sufriremos si no se concientiza un camino alternativo. Ya en estas décadas avanzadas del siglo XXI solo faltaba —¿o quizás no?— el estado perpetuo de zozobra y guerra que se respira en la novela cumbre de Bradbury, en la cual bombarderos surcan las nubes, mientras la radio advierte de males mayores y explosiones gigantes. La llegada de una crisis global sin precedentes, a raíz de la pandemia del coronavirus, nos devuelve a la grandeza de la literatura y lo útil que de ello deriva en materia política.

“Todo, en lo absoluto, estuvo en la brillantez del autor cuya obra tiene la capacidad de hablarnos hoy, e incluso de predecir qué conmociones terribles sufriremos si no se concientiza un camino alternativo”.
 

No descuidemos, entonces, ser como el hombre que aparece en otro de sus libros, en cuya piel el narrador lee numerosas historias del futuro, como tatuajes fabulosos, visiones místicas que se suceden como el caleidoscopio que es la vida. Porque si algo hay en Bradbury es que la historia perdió linealidad y se mueve en distintas direcciones, buscando quizás en la crítica el rumbo perdido, especie de utopía invisible, que se manifiesta a ratos en los personajes y anhelos. El hombre ilustrado en realidad no es un filósofo, ni un escritor del siglo XVIII, sino que el protagonista de dicho libro asume en su ser todas las leyendas y posibilidades, lleva la entidad total de la especie.

Hallé el volumen empolvado, en lo último de un anaquel en aquella biblioteca de pueblo. Tal vez el papel poco atractivo y las páginas quebradizas, ahuyentaban a los lectores. Pero el tiempo junto a aquel hombre bien valió la breve misa de la cultura, la fe que todo intelecto voraz deposita en sus autores favoritos. Nada hay de memorable en que un muchacho de una aldea lea a Bradbury, lo tremendo está en el acercamiento silencioso, en la meditación, en la huella que queda para tantas vidas.

Yo también he sido el Eclesiastés y quizás mucho más ahora, cuando el mundo necesita sentarse junto al hombre de las historias y escucharlas, vivir esa fantasía lúcida. O irse con los intelectuales a la salida de la civilización para que nuestra memoria se guarde de los sabuesos que odian la cultura. Guy Montag memorizó todo el libro bíblico, lo recitaba para sí mismo o cuando otros se lo pedían. La biblioteca terminó siendo entonces la única realidad con sentido para el mundo de Ray Bradbury. Sí, también soy ese libro y por ello en ocasiones me sorprendo murmurando que hay un tiempo para todo.