Buenavista Social Club: La historia interminable que siempre debió ser (V)
¿Cómo contar en Broadway de modo coherente y creíble la historia del Buenavista Social Club y las implicaciones culturales, sociales, etnográficas y humanas que encierran, más allá del disco homónimo, los conciertos multitudinarios en todos los rincones del mundo donde se hicieron posibles y la película del realizador alemán Wind Wenders?
¿Hasta dónde la imaginación de los productores, libretistas, coreógrafos, actores y el resto del equipo técnico involucrado podía fundirse con una verdad histórica para respaldar las licencias poéticas y/o dramáticas de una puesta en escena que atrapara a diversos públicos, es decir melómanos, coleccionistas, estudiantes, diletantes y los “hombres de los medios”? ¿Cómo evitar entrar en conflictos históricos con los protagonistas que aún viven y respetar la obra y la memoria de aquellos que estuvieron involucrados en el proyecto original?
“¿Cómo evitar entrar en conflictos históricos con los protagonistas que aún viven y respetar la obra y la memoria de aquellos que estuvieron involucrados en el proyecto original?”
La respuesta —o las respuestas posibles— adecuada tenía un nombre: regresar a la idea original y esa idea tiene un nombre: Juan de Marcos González; y una responsabilidad ineludible: es el padre de la criatura. Entonces quién mejor que él para aconsejar y hacer vivir a parte importante de los involucrados, de primera mano, la experiencia de ir a las raíces del proyecto y de la misma música cubana.
El viaje del Buenavista Social Club (el musical de Broadway) comienza en el año 2019, cuando Juan de Marcos organiza “una expedición de reencuentro” que involucra al productor general del proyecto, a su director, a su libretista o guionista y otros ejecutivos de la industria que se habían entusiasmado con la idea a visitar Cuba, reunirse con los protagonistas que aún están vivos y recorrer lugares vinculados a la historia del proyecto, que para ese entonces ya comenzaba a tomar forma.
Todos, a su manera, debían vivir, respirar y entender cada aspecto de la historia en la que se estaban involucrando. Se debía pasar del mito a la realidad histórica desde la vivencia personal y no a partir de las referencias contenidas en decenas de artículos publicados en periódicos a su alcance, de ver hasta el cansancio materiales audiovisuales o de la escucha una y otra vez del disco que da nombre al proyecto.

Era obligado (y muy necesario) caminar las calles de Santiago de Cuba y sentir el espíritu de la trova tradicional e imaginar a Compay Segundo llegando desde Alto Cedro a cantar en la Casa de la Trova sin haberse anunciado; respirar el olor a historia de los estudios de la calle San Miguel, donde se gestó el proyecto y sentir la vibra de esa historia que se piensa representar. Estrechar la mano de Omara Portuondo y dejarse acariciar por ese desenfado casi infantil que emana cuando decide cantar a capella Veinte años, y qué decir de la posibilidad de escuchar a Eliades Ochoa contando sus travesuras santiagueras o habaneras de acuerdo al lugar geográfico en que le encuentres.
No puede faltar en esta historia la locuacidad y el embrujo de Amadito Valdés contando grandes momentos que definieron la vida, obra y milagro de algunos músicos cubanos con los que creció, tanto humana como musicalmente. Y lo más importante para todos ellos: descubrir que Barbarito Torres no es solo un ejecutante virtuoso del laúd; es mucho más: ese hombre es casi una estrella de rock. Póngale el cuño.
“Vivir, de eso se trató esta expedición de reencuentro que no fue más que cerrar un ciclo importante en esta historia: disponer de la materia prima necesaria para estar seguros de que la historia a contar se debía tocar con las manos…”.
Solo que ese viaje de descubrimiento, que sabiamente ha organizado Juan de Marcos González, tiene su coronación al cruzar el umbral de ese lugar ubicado en la calle 31 y 46 que los habaneros conocen como El crucero de Playa, donde funcionó por años el Buenavista Social Club.
El mismo lugar que conserva no solo las losas originales en casi todos sus pisos, sino también muchas de esas esquinas en las que se refugiaban los bailadores para bailar lo mismo un danzón que un son con cualquiera de los grandes conjuntos de los años 40 y 50. Y así fue hasta el día que cerró sus puertas; esas mismas puertas ajadas por los años, pero resistentes, que hoy se abren nuevamente para reinventar y enriquecer un mito, una leyenda.
Había mucho más que mostrar, descubrir o aprender. Estaba el regreso a las raíces cubanas de Marcos Ramírez, quien debía escribir la historia que luego se traducirá a un musical. Una historia que está en su ADN cultural; sobre todo cuando se trata de esa música que le definió culturalmente en su infancia. Estaba la atención a todos los detalles; a cada palabra que podía decir alguien cercano a la historia; el placer de escuchar esa música cubana mítica que estaba inspirando la historia del musical solo que con un vaso de ron cubano —no importa la calidad—, arropados por los sonidos de una ciudad que aún conserva esas leyendas.

Vivir, de eso se trató esta expedición de reencuentro que no fue más que cerrar un ciclo importante en esta historia: disponer de la materia prima necesaria para estar seguros de que la historia a contar se debía tocar con las manos…
Después vendría lo más difícil: seleccionar actores, bailarines y buscar músicos; si eran cubanos asentados en New York o en otra ciudad norteamericana, mucho mejor. También se necesitaban músicos latinos que estuvieran infestados del virus de lo cubano en lo musical…
Pero ese es otro capítulo de esta historia que tiene su propio son.

