Todos tenemos personajes preferidos. Los tenemos como lectores. Los tenernos como escritores. Si en la vida las afinidades resultan electivas —como las llamara inobjetablemente Goethe—, así suele acaecer en lo que respecta a personajes literarios. Indudablemente, semejante afinidad electiva deriva de nuestra psiquis. Nuestra personalidad. Nuestro carácter. Nuestra historia de vida. Nuestra experiencia como lectores. Cuánto y qué y cómo hemos vivido y cuánto y qué y cómo hemos leído.

Mi poeta preferido, por ejemplo, desde la adolescencia, resulta César Vallejo. He regresado a él en múltiples lecturas, innumerables desde aquella primera lectura adolescente, y lo he hecho para ratificar —no sin asombro— que César Vallejo está ahí, en mi lobby de lo sagrado, cada vez más poeta, cada vez más excelso, y —especialmente— ¡cada vez más César Vallejo!

Mi personaje top, pongamos por caso, no puede ser otro que Hans Castorp, el tísico, culto, romántico, exaltado y enamoradizo ser que respira y ama y sufre y se debate en esa obra —¡inolvidable!— que es La montaña mágica, del alemán Tomas Mann. Ahí está el amor de Hans por Clawdia Chauchat, sus disquisiciones filosóficas con Settembrini y Naphta, esa declaración de amor del capítulo “Noche de Walpurgis” —¡la declaración de amor más grande de toda la literatura universal!—, el pacto que hace Hans con el esposo de Clawdia ¡en bien de Clawdia! —¡dos amantes pactan en bien de la amada!—.

Durante la pasada Feria del Libro, en Cienfuegos, se preguntó a varios escritores cuáles eran sus personajes preferidos. Foto: Tomada del periódico Cinco de Septiembre

Un segundo puesto en mi podium —segundo que entre sombras chinescas se confunde conel primero— lo tiene Myshkin, el sagrado y bondadoso príncipe de esa otra obra inmensa que es El idiota, de Dostoievski. No olvido otros inolvidables y muy memorables personajes dostoievskianos —Alexei Karamazov, por ejemplo—, pero Myshkin, ufff, Myshkin es algo así como mi alter ego literario. Como lo es, a cuerpo entero y alma total, Hans Castorp.   

Dolería dejar de mencionar a Josef Knecht, de El juego de los abalorios, de Herman Hesse. Ah, ese es otro de mis personajes preferidos, otra goethiana afinidad electiva. Cómo crece espiritual e intelectualmente Knecht, el magister ludi, eso hasta el final, para en esa suerte de epílogo fastuoso confundirse con un lago, la fusión de un hombre con la naturaleza, estadio máximo, non plus ultra, elemento que llega desde el sistema yoga, desde el budismo.

Resulta imposible dejar de citar a Holden Caulfield, el personaje de El guardián del trigal, de Salinger; al joven Werther, el triste y atormentado personaje de Goethe, en Las cuitas del joven Werther —su enfermizo y ultra platónico amor por Lotte, ¡otra vez un amor no correspondido!—; ah, no olvidemos al novicio benedictino Adso de Melk, de El nombre de la rosa, de Humberto Eco; ni a mi amada, la suicida Ana Karenina, de Tolstoi; tampoco a mi siempre muy llorada y también suicida Emma Bovary, de Flaubert —ese dúo de pobrecitas aladas, bellísimas, trágicas, a las que el amor y el anhelo de romance pierde—; no olvidemos alTábano, personaje tremebundo de la novela homónima de Ethel Voynich —desinterés, altruismo, heroicidad, valor, crisis existencial, dolor, amor que no se traiciona, romanticismo total, héroe trágico, abandonado por todos y todo—; no dejemos en la oscuridad a los personajes —masculino y femenino— de “Lugar llamado Kinbgerg”, ese cuento fastuoso de Julio Cortázar; a los personajes —masculino y femenino— de Hemingway en Por quién doblan las campanas: Robert Jordan y María —uno no puede separar a María del rostro bellísimo y melancólico de Ingrid Bergman en el film—; a los personajes de Murakami, seres que —al menos a mí— enamoran por su lirismo, su melancolía, su dejarse ir, su tristeza tiernísima. Ah, en sitio también sagrado están el Capitán Nemo, sí —¡no podía faltar!—, como tampoco podrían faltar Edmundo Dantes y Don Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia, el muy honorable Corsario Negro.

“(…) en la pasada Feria Internacional del Libro en Cienfuegos, mi amigo, el narrador Ernesto Peña, me sugirió participar en un espacio en el cual varios colegas dejamos saber acerca de nuestras literarias afinidades electivas, nuestros personajes literarios predilectos”.

Por eso cuando en la pasada Feria Internacional del Libro en Cienfuegos, mi amigo, el narrador Ernesto Peña, me sugirió participar en un espacio en el cual varios colegas dejamos saber acerca de nuestras literarias afinidades electivas, nuestros personajes literarios predilectos, pues acepté lleno de gozo. Muy lindo hacerlo. Era una suerte de homenaje a ellos, no solo a los autores que un día habían tenido a bien crearlos, o a las obras en las cuales vivos e inolvidables respiran a pleno pulmón esos personajes, sino —¡y muy especialmente!—, a ellos per se, a los personajes, a ellos que nos son afines, y amamos, y recordamos, y desde la confesada y muy electiva afinidad, elegimos.

Para desarrollar su espacio Ernesto Peña eligió —en un primer día— a tres colegas, a saber: al poeta y narrador tunero Carlos Esquivel; al poeta pinareño y escritor para niños Nelson Simón, y a quien estas líneas escribe. El espacio llevaría por título Los protagónicos. El sitio elegido sería la Librería provincial. Todos, gustosamente, aceptamos. El orden lo estableció el propio Ernesto, tal como corresponde al anfitrión: un servidor sería el primer entrevistado; Carlos Esquivel sería el segundo. Para cerrar se reservó a un poeta, a un escritor para niños —¡y no podría haberse elegido mejor!—, es decir, a Nelson Simón. Lo que ni yo ni los colegas sabíamos —Ernesto lo mantuvo hasta el final en sacrosanto secreto— resultaba algo bastante inusual: ¡podríamos hacer una pregunta a nuestros respectivos personajes desde las cartas de Tarot!, específicamente desde los Arcanos Mayores, todo gracias al conocimiento que de la mística herramienta declaró poseer Ernesto Peña. Todos asentimos, asombrados y jubilosos.

“De inmediato declaré que mi pregunta no la haría a Hans, no, mi pregunta sería para Clawdia: ‘¿Por qué rechazó a Hans aquella Noche de Walpurgis? ¿Por qué el rechazo pese a la maravillosa e insuperable declaración de amor?’”

Llegó mi turno: Mencioné a Hans Castorp. A Joseph Knecht. Al príncipe Myshkin. Aludí al amor de Hans por Clawdia, a la declaración de amor más bella y elocuente —¡y loca!— de toda la literatura universal. Ernesto sonrió y develó entonces —y solo entonces— su baza misteriosa, explicó acerca de la pregunta que podría hacer yo a Hans, expuso cómo la respuesta de mi personaje predilecto llegaría desde los Arcarnos Mayores. De inmediato declaré que mi pregunta no la haría a Hans, no, mi pregunta sería para Clawdia: “¿Por qué rechazó a Hans aquella Noche de Walpurgis? ¿Por qué el rechazo pese a la maravillosa e insuperable declaración de amor?”Esa fue mi pregunta.   

No emplearía Ernesto para responder nuestras dudas las 78 cartas del Tarot. No. Emplearía solo las correspondientes a los llamados Arcanos Mayores. Arcano, recuérdese, llega desde el latín arcanum, misterio, secreto. A los Arcanos Mayores corresponden 22 cartas. En la elucidación esotérica cada Arcano representa una imagen, un arquetipo cargado de símbolos. Desde alrededor de 1540 se sabe del empleo del Tarot en esotérica función de adivinación. El modus operandi: selección aleatoria de una carta de la cual se interpretan significados acordes al simbolismo que la carta elegida entrañe. Así pues, se me solicitó tomar aquellas 22 cartas y entremezclarlas. Lo hice. Las entregué a Ernesto. Este las colocó sobre una mesita a los efectos colocada entre ambos. Las cartas fueron diligentemente esparcidas sobre la mesita. Entonces… ¡se me conminó a elegir una!

“Urge decir que aquellos que han leído y recuerdan La Montaña Mágica, la obra paradigmática de Mann, saben que precisamente todo ello —¡precisamente todo ello!— sucede, acaece, tiene lugar —¡a pie juntillas!— en esa obra”.

He de decir que aquello me hacía sonreír. Soy ateo. Absolutamente materialista. Ni en la esquiva porción de 1 mm reconozco en mí algo que aluda a lo místico. Sonriente y descreído hice mi elección. Entregué la carta elegida a Ernesto. Este la observó un instante, Hpdespués la expuso al público: “La carta elegida fue Los Enamorados, dijo, también llamada El Enamorado, o Los Amantes, concretamente el Arcano No. VI, la simbología desambigua necesidad de elección, selección de un destino en lugar de otro, de una pareja y no otra, representa también el Amor, sin olvidar la posibilidad de un triángulo amoroso”. Todo eso dijo Ernesto. Urge decir que aquellos que han leído y recuerdan La Montaña Mágica, la obra paradigmática de Mann, saben que precisamente todo ello —¡precisamente todo ello!— sucede, acaece, tiene lugar —¡a pie juntillas!— en esa obra. La incapacidad de Clawdia para elegir entre Hans y PieterPeeperkorn, el amor de Hans, la retirada del sanatorio de Clawdia tras la muerte de Pieter. ¡Todo! “Los Arcanos Mayores han hablado”, sostuvo enfático Ernesto Peña. Un erizamiento me corrió por la espina dorsal y —lo confieso— ¡los ojos se me llenaron de un líquido raro! La vida nos coloca no pocas veces ante casualidades, el azar hace su ignota y asombrosa labor, eso me dije, y sin alcanzar a mitigar un ápice la emoción y el muy soberano impacto me puse en pie. En primera fila del público estaba sentado el colega Rafael Grillo —al parecer también versado en las artes del Tarot— para certificar lo que acababa de explicar Ernesto.

Ocupé mi sitio —aún bajo los efectos de gran emoción— entre el público y al estrado hubo de ir el poeta y narrador tunero Carlos Esquivel. Carlos expuso acerca de sus personajes predilectos, sus afinidades electivas. Ernesto solicitó eligiera un personaje: “solo uno, pidió, uno al que desearas hacerle una pregunta”. Esquivel lo pensó. “Emma Bovary, dijo, elijo a Emma”. Sentado entre el público tragué en seco. Emma resulta uno de mis personajes más queridos. Una pobrecita. Tanto que duele. Pudiera decir como el propio Flaubert: “Madame Bovary c´est moi”. “Correcto”, sostuvo Ernesto Peña. Y después: “¿qué pregunta desearías hacerle a Emma Bovary?” Carlos miró al piso, muy serio, lo pensó un tanto: “Desearía preguntarle… ¿si no habría existido para ella un camino diferente, un destino otro, una vía que lograra salvarla, llevarla a un sitio que no fuera precisamente el suicidio?” La sala hizo silencio. Reincidencia del mismo procedimiento por parte de Ernesto: entrega de cartas a Carlos, este que las entremezcla repetidas veces, las devuelve a Ernesto, cartas que se despliegan sobre la mesa, Ernesto que conmina a Carlos a hacer elección, Carlos que la hace y entrega la carta seleccionada al shaman, digo a Ernesto, este la observa, se torna muy serio, duda Ernesto ante de mostrarla al público: “La carta elegida resulta El Ahorcado, Arcano Mayor No. XII, se asocia al autosacrificio”, dice solemne y casi automático Ernesto Peña para, de inmediato, sostener: “Amigos, Emma Bovary ha hablado”. En la sala el silencio fue total.

Me puse en pie y no pude sino salir de la Librería; necesitaba aspirar aire puro. Mi espina dorsal estaba siendo recorrida por algo muy gélido. Aquello ya era demasiado. Ernesto Peña, indudablemente, hacía trampas. El colega Rafael Grillo, allí, en primera fila, sostenía no obstante que la interpretación era parca pero correcta. Me acerqué a Ernesto Peña y sin el menor respeto revisé las cartas. Todas eran diferentes. No estaban marcadas. No parecía haber truco. Y sin proferir palabra otra vez ocupé mi sitio entre el público.

“Recuerdo haberle escuchado mencionar a Pippa Mediaslargas, a Le Petit Prince, de Saint Exúpery, a Charles Perrault, a Hans Christian Andersen, a los hermanos Grimm, para —tras soberbia fundamentación— quedarse con Alicia, elegirla a ella, a la avispada y aventurera chica del nunca olvidable País de las Maravillas del inglés Lewis Carroll”.

Era el turno del colega Nelson Simón. Recuerdo que tras mi turno, cuando me disponía a sentarme entre el público, hubo de advertir Nelson mi tremenda emoción —el agua rara en mis ojos— y casi me abraza. Ahora ahí estaba él, era su momento, explicaba ya Nelson acerca de sus personajes preferidos, sus afinidades electivas, disertó acerca diversos personajes de la literatura infantil, de autores, recuerdo haberle escuchado mencionar a Pippa Mediaslargas, a Le Petit Prince, de Saint Exúpery, a Charles Perrault, a Hans Christian Andersen, a los hermanos Grimm, para —tras soberbia fundamentación— quedarse con Alicia, elegirla a ella, a la avispada y aventurera chica del nunca olvidable País de las Maravillas del inglés Lewis Carroll. “¿Alicia es tu personaje?”, inquirió Ernesto. Asintió Nelson. “¿Qué pregunta le harías a Alicia?” Al parecer ya Nelson había estado pensando desde mucho antes su pregunta porque fue rápido: “Le preguntaría: ¿que buscaba?” Una vez más ante los ojos de todos aparecieron los visajes de rigor ya descritos —entrecruzamiento de cartas, devolución de cartas al shaman, elección, retorno de la carta elegida, observación detenida prediagnóstico—, todo eso antes de mostrar el anfitrión —y demiurgo— la carta en cuestión al público: “La carta elegida es El Mundo”, se escuchó decir casi hierático a Ernesto, corresponde al Arcano Mayor No. XXI, alude al Universo, al conocimiento, al Mundo…, eso buscaba Alicia”. Y después, más hierático que nunca: “Amigos, Alicia ha respondido la pregunta”.

Otra vez me puse en pie, casi grito, recuerdo haberme llevado las manos a la cabeza y ¡otra vez los ojos se me llenaron de un líquido raro! El público en la Librería prorrumpió en exclamaciones. Nelson Simón sonreía, y movía la cabeza de un lado a otro, visiblemente emocionado. Ernesto Peña, al parecer ya desprovisto de la dignidad que hasta ese instante le había ungido su papel, parecía ser el primer sorprendido. “Te juro, me dijo, no sé qué demonios ha pasado”. Y después, ya en la calle:“Nunca había me había ocurrido algo así”.

“(…) Todavía muy emocionado, tomé la palabra ante todos para hacer saber que allí, aquella tarde, se había invocado al lezamiano Ángel de la Jiribilla y que el Ángel, fiel a sus acólitos, impertérrito, alucinado, había hablado”.

Antes de abandonar la Librería, todavía muy emocionado, tomé la palabra ante todos para hacer saber que allí, aquella tarde, se había invocado al lezamiano Ángel de la Jiribilla y que el Ángel, fiel a sus acólitos, impertérrito, alucinado, había hablado. La emoción —todavía— hacía de las suyas en mí cuando en tropel salimos a la calle.

A la tarde del siguiente día, 24 horas después, Ernesto Peña hubo de repetir la parafernalia de Los protagónicos. El sitio elegido fue otro y otros los colegas entrevistados. Mas… urge decirlo: al Ángel de la Jiribilla, a los Arcanos Mayores del Tarot, al parecer, puede invocárseles una sola vez y una sola vez hablan. Clawdia Chauchat, Emma Bovary y Alicia habían respondido las preguntas.