Entre las sombras del escenario, surge la bailarina. Luce como una aparición etérea: su tutú blanco brilla bajo la luz cálida de los focos, y las cintas de sus zapatillas de punta se ajustan con elegancia a sus tobillos. Su postura es regia: la cabeza erguida, la mirada al horizonte, los brazos curvados en un port de bras perfecto.

Con el primer acorde, todo se transforma. Sus pies despegan del suelo en un temps levé, y el público contiene la respiración. Cada movimiento es pura poesía: los pirouettes giran como remolinos de nieve, los grands jetés la suspenden en el aire como si desafiasen la gravedad. Su expresividad convierte la técnica en emoción: un gesto de sus manos cuenta una historia, una mirada hacia el vacío transmite melancolía. La música fluye a través de ella, y el escenario parece extenderse infinitamente. Cuando alza los brazos en un arabesque, el tiempo se detiene. Por un instante, es libertad hecha arte.

“La Primera Bailarina del Ballet Nacional de Cuba dijo adiós a los escenarios el pasado 23 de abril en la piel de La Mujer en Bodas de sangre, de Antonio Gades”.

Sadaise Arencibia baila con una “delicadeza sutil” como pocos. No es solo bailarina, sino narradora de silencios. “Ese estilo nació conmigo; es una condición innata. Luego, cuando tuve noción clara de esa virtud, traté de explotarla lo más que pude en las coreografías que la requerían, pero, al mismo tiempo, rompí ese molde cada vez que me llegó un rol de carácter opuesto”.

La Primera Bailarina del Ballet Nacional de Cuba dijo adiós a los escenarios el pasado 23 de abril en la piel de La Mujer en Bodas de sangre, de Antonio Gades. “Cuando estás en activo como bailarina, piensas en tu función de despedida como algo lejano, pero a la vez cercano. Lo idealizas, incluso imaginando una obra concreta para ese instante. Pero ahora que lo he vivido, cuando llega el momento indicado, la realidad es muy distinta. Las circunstancias, lo que sientes como ser humano y artista, te hacen cambiar de opinión de inmediato. Y entonces lo ves con total claridad: comprendes qué es lo mejor para ti y con qué te sentirás en paz”.

Sadaise sabía que, bailar junto a Joaquín de Luz, le impregnaba un simbolismo especial a su despedida. “Era un rol dramático que me encantaba, y el hecho de hacerlo en tacones en lugar de puntas —algo que muchos cuestionaron— fue liberador. Espiritualmente, esa elección me protegió y me alivió; de otra forma, habría sentido una ruptura demasiado brusca y quizás no recordaría esta función con felicidad. Así fue como se convirtió en una noche mágica”, confesó.

El homenaje organizado en escena y la ovación que recibió en su despedida fue un privilegio que “superó todas sus expectativas”. Que yo recuerde, agrega Sadaise, en el Ballet Nacional de Cuba nadie había disfrutado antes de un reconocimiento así —y muchas figuras relevantes de la compañía lo merecían, pero por diversos motivos no lo tuvieron. “Me siento inmensamente afortunada”.  

“No es solo bailarina, sino narradora de silencios”.

¿Qué recuerdo de su primera vez en un escenario aún le hace sonreír (o estremecerse)?

El primer recuerdo escénico que guardo es de cuando interpreté a uno de los enanitos en Blancanieves. Era algo muy sencillo: al presentarnos, debíamos dar un paso al frente haciendo un gesto que representara la personalidad de nuestro personaje. A mí me tocó ser el enanito tímido. Recuerdo que me empujaban hacia adelante y hacía un gesto de vergüenza, como apenada, para luego retroceder rápidamente. Fue solo un instante, pero me hace sonreír porque… ¡era yo misma! Era una niña extremadamente tímida. Esa fue mi primera actuación, y curiosamente, no tuve que fingir nada.

¿Por qué la danza? ¿Por qué el ballet? ¿Hay alguien en su familia que ejerciera una profesión vinculada con las artes?

En mi familia no hay antecedentes artísticos. Mis padres son médicos. Como he contado en otras entrevistas, mi primer contacto con el ballet fue a través de la televisión. Cuando una niña pequeña descubre este arte, ya sea en pantalla o en vivo, es fácil sentir esa atracción inmediata. Existe una conexión misteriosa que te impulsa a querer pertenecer a ese mundo: soñar con ser esa bailarina que se alza sobre las puntas de sus zapatillas.

Tuve una tía abuela —ajena también al mundo artístico— que intuyó algo en mí. Quizás percibió esa chispa inexplicable. Fue ella, junto a mi madre, quien me acercó al ballet. A los seis años me inscribieron en clases con bailarines del Ballet de la Televisión, quienes enseñaban a niñas después de su jornada laboral.

Curiosamente, tenía los pies planos y usaba zapatos ortopédicos, algo que quizás sorprenda ahora. El ballet, sin saberlo, me ayudó a corregir esa condición. Así comenzó todo. Desde pequeña, en aquellas casas de paredes contiguas y portales compartidos, bailaba e improvisaba espectáculos para los vecinos. Esos fueron mis primeros escenarios.

Si pudiera hablar con esa niña que entró en la Escuela Provincial de Danza Alejo Carpentier en 1991, ¿qué le diría que no imaginaba entonces?

Le diría tantas cosas… Primero, que ojalá nunca se lastimara la rodilla. Que conservara siempre esa sencillez que mantuve al crecer. También le aconsejaría ser más decidida y desarrollar más astucia en las relaciones profesionales, porque en esta carrera el éxito no depende solo del talento innato, sino también de eso.

“El escenario y la música se fundieron con Sadaise —y ella con ellos— durante sus más de treinta años de carrera”.

Arencibia interpretó a Giselle, Odette, Kitri, Carmen… mujeres que siguen en ella, que la acompañan, que están indisolublemente ligadas a su espiritualidad. “Con Kitri experimentaba algo especial; disfrutaba profundamente ese estilo y garbo español. Al retirarme el maquillaje, todas estas mujeres me abandonaban y volvía a ser Sadaise”.

“¿Alguna parte de su vida personal quedó en pausa por el ballet?” La respuesta es categórica: ninguna. La danza fue siempre su eje vital. El escenario me transfigura, admite. “Es inexplicable: cuando llega la función, todo encaja mágicamente. Casi nunca falla”. Este éxtasis escénico llevó a un cercano especialista a definirla con una frase que la persigue: “Eres un animal de escenario”.

Sadaise guarda una anécdota que encapsula esta verdad. “Corría mi segundo año de nivel elemental en la escuela de ballet cuando me preparaba para Almendrita —mi primer protagónico—, obra de Adria Velázquez, pilar de mi formación. Mi madre, al verme, no pudo ocultar su alarma. Le tuvo que comentar a María Elena Delfrade, mi profesora de ballet en esa etapa, que estaba preocupada porque me veía muy mal en ese ensayo, que cómo era posible que bailara al día siguiente”. La respuesta de su guía fue un oráculo: “No se preocupe. Ella está así ahora porque le duelen los pies, pero mañana va a ser otra. Y así fue”.

El escenario y la música se fundieron con Sadaise —y ella con ellos— durante sus más de treinta años de carrera. En cada personaje se transformaba: dejaba de ser ella misma, pero sin perder nunca esa esencia interior que en la vida cotidiana no siempre revelaba por completo.

“Me costó romper con mi propio yo al interpretar a María Josefa en La casa de Bernarda Alba de Iván Tenorio. Era muy joven y en los ensayos me avergonzaba el desparpajo del personaje. Lo mismo me ocurrió con Consuelo en Tarde en la siesta: debía encarnar a una mujer mayor, con una carga vital que aún no conocía. Los últimos años, al reinterpretarla, ya con más experiencia y edad, logré una compenetración mucho más profunda”.

Es inexplicable: cuando llega la función, todo encaja mágicamente. Casi nunca falla”.

Cuándo baila Agón (Balanchine) o Giselle, ¿dónde termina la técnica y empieza la poesía?

Como artista, no existe un punto límite entre una y otra. La esencia del ballet radica precisamente en la fusión perfecta de todos los elementos.

La crítica ha elogiado sus brazos, esa cualidad etérea que parece desafiar la gravedad. Pero, ¿qué parte de su técnica o arte siente que aún no ha sido completamente vista o entendida por el público?

Mi faceta más neoclásica y contemporánea. Sí interpreté obras neoclásicas a lo largo de mi carrera, pero en los últimos años sentí la necesidad de explorar más esa vertiente contemporánea dentro del ballet académico. Quizás no se comprendió del todo, tal vez porque mi físico me identificaba como bailarina ideal para los clásicos y asumieron que lo demás era prescindible. Pero para mí era importante. No sé si influyeron también las lesiones que arrastré durante años. Me hubiera gustado que el público viera más esta dimensión de mi arte. Era algo que, como artista, me interesaba profundamente desarrollar.

¿Alguna vez sintió que la perfección técnica la alejó de la verdad del personaje?

Ocasionalmente, sí. Cuando enfrentaba dificultades con algún paso en particular, hasta el punto de generar un bloqueo mental. Como bailarina, aspiras a dominar completamente el aspecto técnico antes de subir al escenario.

“Una vez bailarín, siempre bailarín” es una frase hermosa, pero también puede ser una carga. ¿Cómo se preparó Sadaise para dejar atrás el escenario sin que eso signifique dejar atrás quién es? ¿Cómo reinventará esa identidad ahora que el telón bajó por última vez?

Es todavía muy pronto para saber cómo enfrentaré este proceso o cómo será exactamente… Por un lado, será sin duda un desafío, porque para muchos siempre he sido “Sadaise, la Primera Bailarina”, un aura que me ha acompañado y que me llena de orgullo. Por otro, necesitaba este desprendimiento en mi vida, aunque duela. Sé que nunca será una ruptura completa, pero estoy plenamente segura de mi decisión. Hoy me siento serena y satisfecha con esta tranquilidad que tanto buscaba, y, además, estoy ansiosa por explorar lo que viene a continuación.

“Al retirarme el maquillaje, todas estas mujeres me abandonaban y volvía a ser Sadaise”.

Sadaise Arencibia reconoce que en esta profesión siempre quedan roles por interpretar: la carrera es compleja y depende de múltiples factores externos, no solo del talento individual. Cuando se le pregunta qué consejo daría a una joven aspirante a Primera Bailarina que aún desconoce el precio de ese sueño, responde: “Debe saber que está en un momento privilegiado, con un mundo por descubrir. Que aproveche cada oportunidad, pero también que las busque y luche por ellas. Que construya su camino hasta estar segura de qué es lo que realmente desea y la hace feliz. Y cuando ese día deje de ser suficiente… que tenga la libertad de cerrar ese ciclo y comenzar uno nuevo”.

La bailarina que fue sigue viva en la mujer que es: transformada, sí, pero fiel a esa niña tímida que un día descubrió en el portal de su casa que el mundo entero podía ser su escenario. Hoy, con la sabiduría forjada entre ovaciones y dolores, puntas perfectas y rodillas vendadas, sabe que la verdadera coreografía de la vida se escribe en la capacidad de reinventarse sin perder el compás.

Sadaise deja el escenario, pero no la danza; porque como bien aprendió en estos treinta años de carrera, el ballet no es solo lo que ocurre bajo los focos, sino todo aquello que —como sus brazos etéreos— sigue moviéndose en el aire mucho después de que la música haya terminado. La bailarina deja una lección final: la mayor maestría está en saber cuándo alzar los brazos en arabesque… y cuándo dejarlos caer con gracia para comenzar un nuevo paso.

“Sadaise deja el escenario, pero no la danza…”

Sólo quedan dos preguntas.

Si Alicia Alonso no hubiera dirigido el Ballet Nacional de Cuba, ¿habría sido distinta la carrera de Sadaise Arencibia?

“Claro que habría sido diferente”, responde. “No sé exactamente cómo, pero cuando un solo factor cambia en la vida de alguien, todo se transforma. Es mi forma de verlo”.

Sadaise, si su carrera fuera un ballet, ¿estaríamos en el acto trágico, en el clímax o en una coda serena?

“Un poco de las tres cosas”, confiesa.

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