A bordo del Espagne, y con fecha 3 de julio de 1925, Vladimir Mayakovski, escribe a Lili Brik, escritora, productora y directora de cine, quien es además su musa:

“Ahora nos estamos acercando a la isla de Cuba —el puerto de La Habana (de ahí viene el nombre de los tabacos)—. Estaremos aquí uno o dos días. El calor es insoportable”.

Más adelante, con un guiño de humor apunta:

“No he aprendido ni francés ni español, pero como me comunico por mimos, sí he perfeccionado las expresiones faciales”.

Finalmente se produce el arribo, y como el buen talante lo sigue acompañando, dice:

“Por la mañana llegamos fritos, asados y hervidos al blanco puerto de La Habana, rocosa y edificada…”.

Vladímir Mayakovski es uno de los casi 600 pasajeros del vapor francés que atraca el soleado 4 de julio de 1925, en escala de 24 horas para proseguir el 5 hacia Veracruz.

Pertenece él, como casi todos, al grupo de viajeros que gusta de desembarcar y deambular por la ciudad, solo que apenas pone pies en tierra lo sacude un fenomenal aguacero tropical que él describe, como “un chorro poderoso de agua con un poquito de aire”.

“Camina tanto el extranjero solitario que más tarde tiene dificultades para regresar, porque (…) ha grabado en la memoria, a manera de nombre de la calle, la palabra Tráfico, y esta aparece en todas las esquinas de La Habana”.

Echa a andar por “entre almacenes, sucias tabernas, bodegas, casas públicas, frutas podridas”. Ya es famoso en Europa, pero aquí ningún periodista repara en él. Y parece que recorre bastante de la ciudad, al menos eso se colige de sus numerosas impresiones que plasma en el diario de viajes, lleno de escenas pintorescas y observaciones.

Camina tanto el extranjero solitario que más tarde tiene dificultades para regresar, porque —ya sabemos que no entiende ni jota de idioma español— ha grabado en la memoria, a manera de nombre de la calle, la palabra Tráfico, y esta aparece en todas las esquinas de La Habana.

Por último, el viajero retorna al vapor y en la tranquilidad del camarote, el día 5, escribe un poema. Lo intitula “Black and White” y es una alegoría de la imagen con que él parte del país: la de una sociedad dividida según la raza y la riqueza.

Véanse estos fragmentos, en versión del poeta y ensayista Ángel Augier:

A un vistazo
             La Habana
                              se revela
paraíso,
            país afortunado.
Flamencos en un pie
                               bajo una palma.
Florece
           el coralillo
                           en el Vedado.
 En La Habana
                       las cosas
                                    son muy claras:
blancos con dólares,
                               negros -sin un cent.

A Mayakovski se le conocerá en Cuba después de su muerte, cuando José Antonio Fernández de Castro publica en la edición de mayo de 1930 de Revista de La Habana unas notas sobre el autor ruso, destaca su presencia en el país cinco años antes e incluye dos poemas que para el lector cubano son un descubrimiento. El trabajo se ilustra con un retrato de Mayakovski. Puede que a algún lector residente por zonas aledañas al muelle entonces le “pareciera conocido” el rostro del escritor.

“Su suicidio el 14 de abril de 1930, a la edad de 36 años, es un pistoletazo que resuena en los oídos de quienes aún sin conocerlo, sintieron, o sienten, admiración por este atormentado e impredecible artista”.

Es Mayakovski una de las personalidades más atractivas, influyentes y polémicas de la literatura ruso-soviética. Poeta y dramaturgo, también actor, poseyó una inteligencia brillante y de multifacético talento. En la cultura del país eslavo es todavía figura de culto, estudio e indagación permanente en su obra y en su vida. Pero ese tema trasciende el objetivo de nuestro comentario: el de recordar su paso por La Habana.

Su suicidio el 14 de abril de 1930, a la edad de 36 años, es un pistoletazo que resuena en los oídos de quienes aún sin conocerlo, sintieron, o sienten, admiración por este atormentado e impredecible artista.