“El Gordo corría con la cara…”, cito de memoria esta línea de mi preferencia que se encuentra en Las palabras perdidas, novela de Jesús Díaz, que con tintes autobiográficos narra algunas peripecias del primer Caimán Barbudo en las figuras de tres de sus protagonistas: El Rojo, El Flaco y El Gordo; a saber Luis Rogelio Nogueras, el propio narrador y Guillermo Rodríguez Rivera. Guillermo fue, junto a su diapasón múltiple de poeta, profesor, ensayista, narrador, crítico, conversador y melómano, ante todo un polemista nato y un personaje él mismo, recreado en innumerables anécdotas. “El Gordo se desplaza”, como me recordaba hace unos días su amigo de siempre Jorge Fuentes, era una broma que le gastaban sus contertulios de aquellas memorables peñas del Coppelia, broma que él era el primero en asumir y “vacilar”, expresión por demás que le era querida.

Uno de sus libros póstumos, donde en el estilo inconfundible que le caracterizó hasta el final, se juntaban algunas de sus filias y sus fobias. Imagen: Tomada de Claustrofobias

En lo personal, aunque no me puedo vanagloriar de ser su amigo, sí compartimos una relación de medio siglo, donde fui su lector agradecido desde El libro rojo hasta algunos de sus últimos papeles; su interlocutor ocasional —en tertulias espirituales y/o espirituosas—; colaborador él de larga data en La Gaceta de Cuba; colega en la Fundación Nicolás Guillén; o compañero de viaje en más de una ocasión.

A él le agradezco una de las primeras críticas importantes sobre mi poesía, líneas generosas que dio a conocer en la revista Unión en el ya lejano 1978; e igual le agradezco y mucho me halagó que cuatro décadas después me citara en una nota al pie en uno de sus libros póstumos, Decirlo todo: políticas culturales en la Revolución cubana, volumen donde en el estilo inconfundible que le caracterizó hasta el final, se juntaban algunas de sus filias y sus fobias. Allí elogiaba a La Gaceta y mi gestión durante años en ella, todo esto exento del menor compromiso entre ambos, y avalado por su talante de intelectual nada complaciente.

El libro rojo mereció mención en el Premio de Poesía Casa de 1970. El principal galardón recayó ese año en Diario del cuartel, del uruguayo Carlos María Gutiérrez. Un poemario con determinadas virtudes, pero sin dudas un reconocimiento que —condicionado por la insurgencia que signaba la región— era coyuntural y extraliterario, cuando lo comparamos con las seis menciones que se otorgaron ese año, y cuya calidad comprometió a los organizadores a publicar una excelente antología que se llamó Seis poetas. Más allá de los nombres de los autores, todos ya para la época reconocidos, bastaría pensar en tres de los títulos que fueron mencionados: Abrí la verja de hierro —nada menos que de Fayad Jamís—, La paz aún no ganada, del guatemalteco Arqueles Morales, y el libro aludido de Rodríguez Rivera. Ora fragmentariamente en esa compilación, ora íntegro a través del manuscrito pasado de mano en mano, El libro rojo fue una de esas lecturas que compartíamos entre todo ese grupo que a principios de los 70 nos reuníamos en los corrillos de la casona de H y 17. Poesía rebelde, desde una legítima provocación y sostenida calidad coloquialista, tuvo que esperar 33 años para que apareciera incluida en una antología preparada por el autor para Ediciones Unión, y nueve más para que la Colección Sur Editores lo diera a conocer como libro independiente.

“En lo personal, aunque no me puedo vanagloriar de ser su amigo, sí compartimos una relación de medio siglo, donde fui su lector agradecido desde El libro rojo hasta algunos de sus últimos papeles; su interlocutor ocasional (…); colaborador él de larga data en La Gaceta de Cuba; colega en la Fundación Nicolás Guillén; o compañero de viaje en más de una ocasión”.

Otra de mis lecturas de preferencia —en la dedicatoria me puso “para el hermano Codina, aspirante a lector de este libro”, con lo que fui consecuente—, fue su breve pero medular Por el camino de la mar. Los cubanos. Títulos como este, que tienen la voluntad, o por lo menos la intención, de que nos conozcamos mejor, son y han sido cada vez más necesarios, y amén de posibles discrepancias y diferencias, siempre se agradecen. Dialogaba a mi discreto entender con antecedentes como el imprescindible Resistencia y Libertad (Ediciones Unión, La Habana, 1999), de Cintio Vitier. Según creo recordar, cuando posteriormente se llamó Por el camino de la mar o Nosotros, los cubanos fue una variante del nombre original basado en el conocido verso de Guillén que le sugiriera el propio Vitier, cuando a su vez Cintio presentó la primera edición del 2005, siendo desde sus inicios un suceso editorial.

Su admiración consecuente por Vallejo y Machado; Tallet y Guillén; Fayad y Wichy; Silvio y Pablo; Los Matamoros y Ñico Saquito, es algo que fue orgánico en él junto a su condición de santiaguero de pura cepa y vedadense por adopción, seguidor por igual en la pelota, tal vez un caso único, de Santiago e Industriales. Pedro Pablo Rodríguez —me consta su cercanía con José Zacarías Tallet— recuerda[1] cómo Guillermo fue de aquellos jóvenes poetas que lo frecuentaban y lo reivindicaron en su justo lugar en el parnaso criollo. “Habló de las visitas de jóvenes poetas que conocían sus versos, cuando él pensaba que ya a nadie interesaba. Y por cierto, la atracción de los poetas no ha ido acompañada por la de la crítica que solo ha ofrecido el estudio de Guillermo Rodríguez Rivera —uno de aquellos visitantes— en el prólogo a su Poesía y prosa (1979): “parece que los críticos aún no saben qué hacer con ese irónico desnudamiento del alma —espejo de tantos— que es La semilla estéril”.

La primera colaboración de Guillermo en La Gaceta de Cuba de la que yo tenga registro apareció cerrando la sección de Crítica del número 40 correspondiente a octubre de 1964, y titulada “La ciudad recobrada”, comentario sobre el poemario Amor, ciudad atribuida de su condiscípula de entonces en la Escuela de Letras, Nancy Morejón. Lectura que reconoce como virtudes en este libro, que el mismo “tiene la unidad de la mirada semejante, de la actitud, y la de los símbolos que marcan, constantes, identifican, presiden el reconocimiento que de sí mismo efectúa el poeta en su obra. Hay pues una manera de decir”.[2]

“Poesía rebelde, desde una legítima provocación y sostenida calidad coloquialista (…)”. Imagen: Tomada de Internet

De otros textos suyos aparecidos en la revista de la Uneac en aquellos primeros años, me gustaría mencionar su entrevista al escritor español Armando López Salina[3] —que realizara con la complicidad de su conterráneo César López—; y en una edición especial por celebrarse en La Habana la Conferencia Tricontinental, su breve acercamiento a la literatura latinoamericana[4], tópicos ambos —lo peninsular y lo nuestro—, que serían recurrentes en sus estudios posteriores. Por esa época Luis Marré comentaría elogiosamente en las páginas de La Gaceta la reciente publicación en 1966 de Cambio de impresiones, título que marcaría la mayoría de edad del poeta que fue Guillermo.

En el primer párrafo de Por el camino de la mar…, el autor le adelanta “al aspirante a lector”: “Hace un buen número de años escribí un poema que titulé ‘Cubano’. En las escasas dos cuartillas que lo integran, intentaba acercarme a ciertas maneras de ser del hombre de mi país”.[5]

“Cubano”, dedicado al recuerdo de ese cubano y santiaguero a tiempo completo —como era el Guille—, que fue Alberto Muguercia, apareció por primera vez en La Gaceta[6]…, y desde el momento de recibirlo, doy fe de que tuvimos conciencia de su trascendencia. Como el libro mencionado, estos versos en los severos tiempos que hoy nos tocan tienen para todos, y digo para todos, algunas claves vigentes que deberían ser tenidas en cuenta en la dura brega que enfrentamos al percibir en toda su dimensión el desafiante pulso de la nación:

Me alcé en La Demajagua /y muy poco después /recorrí el largo cuerpo de la Isla /al lado del Titán; /si buscan con paciencia encontrarán mi rostro /perdido, casi irreconocible /entre esa masa que en agosto de 1933 /se echó a la calle, ansiosa /de ajustarle las cuentas al tirano; /me golpearon y torturaron en los años cincuenta /y abandoné mis libros de estudiante, /mis herramientas, mis poemas, /mi pequeño negocio, mis dos bueyes /para volverme ese soldado que lo arriesgara todo /cerrándole el paso a los americanos /en los sesenta.

Pero quisiera recordar, también, /que he vivido del contrabando por trescientos años /y no se sabe cuántos burlándome de todo; /y mis jefes, desde toda la historia, /han tenido que ser casi suicidas /porque para hacerme morir y trabajar /y renunciar a todo a mí, /al hijo de españoles emigrantes y negros cimarrones, /de trashumantes chinos y gallegos y haitianos, /de isleños, de judíos y de árabes; /a mí, el rey del trago y de la mesa y de la fiesta, / el canalla rumbero, /el guardián de su casa, /el sostén de sus hijos, /el cabrón de la vida, /el amante hipotético de todas las mujeres, / hay que marchar delante.

Hay que ser el Mayor en la llanura, /el genio de José Martí pasando hambre, /Ernesto Che Guevara durmiendo sobre el suelo, igual que sus soldados /o Fidel Castro en el Moncada.

Para las órdenes absurdas /tengo el “se acata, pero no se cumple” /y la risa en los labios. /Necesito saber a dónde voy, y ver que llego.

Ténganlo todo en cuenta, compañeros.


Notas:

[1] Pedro Pablo Rodríguez. “¡Hasta que ñangüere!” (La Gaceta de Cuba, marzo de 1990), p. 2.

[2] Guillermo Rodríguez Rivera. “La ciudad recobrada” (La Gaceta de Cuba, no. 40, octubre de 1964), p. 23.

[3] Guillermo Rodríguez Rivera. “Palabras con López Salina” (La Gaceta de Cuba, no. 46, septiembre de 1965), p. 25.

[4] Guillermo Rodríguez Rivera. “La literatura en América Latina” (La Gaceta de Cuba, no. 48-49, enero-febrero de 1966), p. 35-36.

[5] Guillermo Rodríguez Rivera. Por el camino de la mar. Los cubanos (Ediciones Boloña, La Habana, 2005), p. 9.

[6] Guillermo Rodríguez Rivera. “Cubano” (La Gaceta de Cuba, junio de 1990), p. 20.

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