De niño, y aun de adolescente, viví el furor de las jukeboxes. Aquellas máquinas reproductoras de música, a las que conocíamos más como traganíqueles, hicieron el deleite de los melómanos que fuimos.

Corría 1964 y andábamos por Varadero, pues con menos de cien pesos se accedía al Hotel Torres, siempre con habitaciones disponibles; el presupuesto daba para una semana, sin muchas restricciones. Íbamos en grupos de compinches y socializábamos en un bar de la Avenida de la Playa y Calle 42.

Una pecuña en la ranura (pieza de veinte centavos) y ahí estaban, en discos de vinilo de 45 rpm, Los Zafiros con La luna en tu mirada, de Luis Chanivecky; Los Meme, con La razón de sufrir, de Carol Quintana; Rosita Fornés, con Yo no sé si volveré a querer, al compás de lo que su compositor, Eddy Gaitán, bautizó como “ritmo wa-wa”; y cerraba el cupo de la peseta Felo Bacallao, con la Aragón y de la mano de Urbano Gómez Montiel para enseñarnos cómo Canta lo sentimental.

Rosita Fornés está considerada como la gran vedette de Cuba. Imagen: Tomada de Cuba plus magazine

“Para volar mi paloma se tiende como un pañuelito de luz” dice una de las imágenes más bellas de esa última canción, y en la voz de Bacallao se hacía visible, como un óleo de Portocarrero, aquel pañuelo destellante. Pero ya antes de las escaramuzas juveniles que acabo de rememorar yo era adicto a la música de las máquinas tragamonedas, pues en mis tempranos cincuenta, cuando mi madre, mi hermana y yo vivíamos con mi tío Armando Rojas al fondo de su bodega, llegaron hasta mis tímpanos, entre tragos y cubiletes de los parroquianos —jukebox mediante— las voces de Rolando Laserie (Sabor a mí, de Álvaro Carrillo); Fernando Álvarez (Ven aquí a la realidad, de Ernesto Duarte); The Platters (Only you de Buck Ram y Ande Ram), y Ñico Membiela (Cuatro vidas, de Justo Carrera).

Rolando Laserie, uno de los nombres imprescindibles de la música cubana. Imagen: Tomada de Internet

Cuatro vidas he vivido en mis 74 años. La década de los 50 fue la de saberme en el mundo; la de los 60 y 70 las de adentrarme en la Revolución, con su proliferación de himnos y músicos como Carlos Puebla y Eduardo Saborit a la par que empezaban a deslumbrarnos la Nueva Trova y la poesía coloquial; la de los 80 y 90 me regalaron años de plenitud sorpresivamente sustituida por el desasosiego; y las que siguieron: del 2000 a hoy, las del renacer de la esperanza e inauguración de nuevos sustos. Pero mis cuatro vidas son para ti, mi Cuba querida. Y siempre acompañado de la música de todo aquel ayer, con un poco de la de hoy y sueños para el futuro.

Hoy vivo la música con otras miradas: la nostalgia es su signo y solo algo de lo del presente sube a bordo. El ayer es perpetuo, el hoy efímero y el provenir una apuesta. Ya no nos acompañan aquellos intérpretes, ni los de más acá: Juan Formell, Adalberto Álvarez, Pablo Milanés, César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Elena Burke, Moraima Secada, Vicentico Valdés y unos cuantos más pasaron todas las depuraciones posibles y para mi dicha aún cantan, conmigo en la distancia, en su más allá que es más de acá que lo que tengo delante de los oídos. Sus espectros nos visitan y nos ponen a sufrir y gozar con lo imposible como fruto de lo entrevisto.

Hoy vivo la música con otras miradas: la nostalgia es su signo y solo algo de lo del presente sube a bordo. El ayer es perpetuo, el hoy efímero y el provenir una apuesta.

Muchos músicos buenos aún comparten días y aires con nosotros, del lado de acá del hoy eterno. Seguimos siendo una isla muy musical. Pero el pop, el rap, el reguetón, y hasta la timba disputan protagonismos desde sonoridades mixtas que me saben ajenas: al tratar de consumirlas siento que se desdibujan algunas singularidades y esencias que aprendimos a intuir y amar, no solo desde las Wurlitzer. Acepto que puedo estar errado, o miope, y lo que más quisiera es ver lo que no veo. De pronto recordé que también por un níquel (cinco centavos), aunque solo accediéramos a un número, aquellas máquinas nos prestaban la felicidad de verlo todo aquí mismo.

Son disímiles los dispositivos de reproducir música que hoy colman nuestro espacio, muchas veces con estruendo invasivo; la calidad del sonido es superior, la transmisión de ideas casi nula. Soy de ayer, lo sé, pero donde más lo soy es en el consumo de la música cubana.

La música no es solo sonidos bien armonizados sino también poesía, hecha de palabras y acordes, con o sin rima, convocante de lo más sublime del ser humano. Así lo veo, de ahí nace mi desconcierto por una buena parte de lo que escucho.

Y que conste, no es el uso de la jerga popular lo que me hiere. “Si me pides el pescado te lo doy”, “El carnicero es un cancha”, “Chirrín-chirrán, ya se acabó”, “Con la bata remangá, sonando sus chancleticas, los hombres le van detrás a la linda mulatica”, no son metáforas nerudianas, pero llevan en su médula el inocuo y profiláctico saber de la calle. Tienen eso que llamamos sabor y sandunga, hilados con fino pespunte.

Todo lo perdido nos persigue, algunas cosas para bien; otras para saber que no debemos volverlas a vivir. La desigualdad, la discriminación, el abandono social no son una buena salsa para cocinar la morriña, aunque en sus hornos se cociera buena música. A cada rato me sorprendo escuchando a personas que sin saber lo que fueron, añoran tiempos idos porque les hacen el cuento de que entonces estábamos mejor.

La música no es solo sonidos bien armonizados sino también poesía, hecha de palabras y acordes, con o sin rima, convocante de lo más sublime del ser humano. Así lo veo, de ahí nace mi desconcierto por una buena parte de lo que escucho.

La abundancia de los estantes nunca fue la de las mesas pobres; ni las universidades ni los altos cuidados médicos para todos integraron entonces el programa de los varios gobiernos que tuvimos desde 1902 hasta 1959. Pero la música es otra cosa. Yo hasta la considero bastión de resistencia, patrimonio casi tangible de una identidad que no debe disolverse en préstamos espurios.

Aquellos días de jukebox coincidieron en buena medida con los de mayor ímpetu romántico de las ideas revolucionarias. Nos descubríamos a cada paso y los objetos de que nos servíamos se ponían al servicio de las mejores ideas.

Si fuimos ingenuos, bendita ingenuidad que nos permitía descubrir dentro de cada uno de nosotros la posibilidad de crecer y reinventarnos hasta esa dimensión donde nos esperan, afinados e incansables, aquellos inmortales fantasmas del ayer.

Santa Clara, 24 de noviembre de 2023

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