El periodista y poeta venezolano Gonzalo Ramírez me llevó en el año 2011, en mi última visita a Venezuela, a la Plaza Bolívar, para que contemplara la estatua del Libertador de América. Le hablé, camino al lugar, de las hermosas palabras con las que Martí describe el día en que fue a rendirle tributo a Bolívar, recién llegado a Caracas, todavía sin quitarse el polvo del viaje, a esa misma plaza adonde nos acercábamos. Gonzalo, por su parte me contó que cuando Fina y Cintio la visitaron preguntaron por cuál de las esquinas de la amplia plaza había entrado el Apóstol en busca del Libertador. Como nadie supo responderles, ambos acordaron entrar por cada una de las cuatro esquinas para rendir homenaje a ambos próceres: Martí y Bolívar.

“Esta pareja de intelectuales cubanos es referente importante de eticidad”.

Para mi amigo poeta, como para muchos en cualquier parte de nuestro continente, esta pareja de intelectuales cubanos es referente importante de eticidad. Además, es imposible no reconocer la grandeza de sus obras.

A Cintio y Fina los conocí personalmente en el año ochenta y pico, en un evento sobre Crítica Literaria organizado por la Universidad de las Artes (ISA) y el Ministerio de Cultura. Entre otras personalidades literarias del país, ambos fueron invitados, junto a los que éramos entonces los escritores jóvenes cubanos.  

Aunque es difícil hablar, e incluso pensar en uno sin el otro, porque no creo existiera una pareja más compenetrada y unida en su vida pública, Fina siempre ganó mi atención por asumir sin prejuicio alguno, sino con prestancia, el papel de esposa, de mujer común, pese a que cuando se decidía a hablar con pocas palabras, todo cuanto decía tenía una trascendencia y una universalidad que probaba ser una de las mujeres más lúcidas de nuestra lengua. Quizás por su silencio, su manera sencilla de vestir —no era mujer de maquillaje ni de peinados sofisticados—, era la persona más natural que pudiera existir. Como si supiese que ningún adorno necesitaba para ser, sin proponérselo, una de las grandes poetisas de nuestra lengua.

Esa primera vez de mi encuentro con ellos quedé deslumbrado al escuchar a Fina hablar sobre la ética y la decencia, con palabras sencillas y sabias, en el Aula Magna del ISA. Ya había leído su poemario Visitaciones, que sigue siendo para mí un libro de cabecera, por lo que salí del Aula Magna consciente de que había tenido el privilegio de escuchar verdades en voz de alguien sabio.

Imagen: La Jiribilla

Luego de ese primer encuentro coincidimos al mediodía de ese día en la hilera que hicimos los participantes para almorzar. Fina sujetada al brazo de Cintio. Ambos llegaron silenciosos y se pusieron detrás de mí. Fue el momento que aproveché para hacerle saber de mi deslumbramiento por todo cuanto había escuchado esa mañana y le hablé de su poemario Visitaciones, que es hasta hoy el libro al que siempre regreso.

Obviamente estas cosas solo se hacen a esa edad en que uno es irreverente y ni siquiera es consciente de eso. Pero lo cierto es que me puse a conversar con ellos como si los conociera de siempre. Y fueron tan amables, tan respetuosos con mis ingenuos criterios, que en algún momento llegó una persona para pedirles que los acompañara, pues los invitados entraban directamente a almorzar sin tener que hacer aquella larga hilera, y Cintio respondió que prefería quedarse, pues estaba sosteniendo una exquisita conversación.

Fina se mantenía atenta, interviniendo solo cuando consideraba necesario aportar algo muy específico a la conversación, como si fuera su deseo escuchar más que hablar, como toda persona de una inteligencia muy racional.

Vestida con una marcada sencillez, sus ojos muy despiertos sobresalían en un semblante que sabía mantener una serenidad poco común. Su pelo, en ese primer encuentro, ya mostraba canas; años posteriores llegué a verlo completamente canoso. Reafirmaba que no precisaba mostrar otra imagen que la de cualquier señora de su edad. Siempre llevaba el cabello sujeto con varias presillas. Le era suficiente mantenerlo a ambos lados, renunciando a peinados o adornos.

Muchos años después su hijo José María Vitier, invitado a una de mis tertulias, me confesó que él no sabía de niño que su mamá fuera otra cosa que mamá y la esposa de su padre, que era un gran poeta. Dado su comportamiento, a Fina, al parecer, le complacía ser asumida como la esposa de ese venerado poeta, a pesar de que ella, desde su primer libro —Poemas, en 1942, y luego Transfiguración de Jesús en el monte, cinco años después, al que sumó Las miradas perdidas, en 1936, para en octubre de 1970 publicar el esencial y voluminoso poemario Visitaciones—, la avalaban como una de las más grandes poetisas de nuestra lengua.

Luego nos vimos varias veces en Matanzas, ciudad donde residí por muchos años y ellos visitaban muy a menudo. En uno de esos encuentros, sabiendo que era santaclareño, me hablaron de su cercana amistad con Samuel Feijóo y de la grandeza de su obra poética. Yo le confesé que lo había leído poco, aunque en realidad había sido “muy poco”. Cintio, al final de la conversación de ese día quedó en regalarme un poemario de Samuel que él consideraba excepcional. Meses después regresó a Matanzas con el poemario Violas, en su edición príncipe de 1958 que, por supuesto, aún conservo. “No dejes de leerlo —insistió Fina—. Es un poeta esencial”.

Desde entonces no he dejado de leer la poesía de quien es poco reconocido, inmerecidamente, como el gran poeta que consideraron Fina y Cintio.

En otra ocasión estábamos en Matanzas un grupo de personas entre las que se encontraban ellos, Carilda Oliver Labra, Alfredo Zaldívar y yo, a orillas del río San Juan, frente al edificio de Ediciones Vigía. Fina, quien estaba disfrutando del hermoso paisaje matancero con un deleite que involucraba sus exaltados ojos dijo: “Matanzas es una ciudad hermosísima, solo comparable con París”. Al parecer a Cintio le pareció aquello una exageración, por lo que le tomó la mano y apuntó: “Al menos a escala de crepúsculo, Fina”.

En el año 1990 Ediciones Vigía publicó el poemario Créditos de Charlot, de Fina, y ella tuvo palabras muy cariñosas con todos los que habíamos trabajado en aquella edición. Creo que era la primera vez que esta editorial manufacturada realizaba un libro de ese volumen y Fina estaba agradecida, como si no supiese que era un privilegio para Vigía publicar un libro inédito de ella. Ese día se organizó una lectura de poemas del libro y puedo asegurar que nunca antes había disfrutado tanto de una lectura. Fina es de hablar rápido y una entonación muy particular, muy parecida a la de su hijo José María, pero esa tarde leyó sus poemas con otra voz, aún más enfática y cadenciosa, una voz emocionada, íntima, que conmovió a todos los presentes.

“Esa tarde leyó sus poemas con otra voz, aún más enfática y cadenciosa, una voz emocionada, íntima”.

La última vez que coincidí con Fina y Cintio fue el 18 de julio del año 1991. No es que tenga una buena memoria como para afirmar esa fecha, sino que fue en la presentación del poemario de Cintio, Poemas de mayo y junio, que publicó Ediciones Vigía con una hermosísima edición para la que el poeta Roberto Méndez escribió un enjundioso e inteligente prólogo; Rolando Estévez diseñó y dibujó, y Alfredo Zaldívar editó. Había participado junto a los trabajadores de Vigía en la confección de ese libro manufacturado que por su volumen fue muy trabajoso, y Cintio quiso saludar uno por uno a cuantos aparecíamos en los créditos. Ahí me regaló el ejemplar de su libro con una hermosa dedicatoria que está fechada.

– Lezama decía que Santa Clara era una ciudad horrible, pero a mí me parece muy hermoso su parque —me aseguró Cintio cuando estrechó mi mamo.  

– Yo nací justo frente a ese parque, Cintio —respondí con cierta altanería.

– Eres privilegiado, no lo dudes —me aseguró antes de regalarme una sonrisa espléndida.

Fue la última vez que nos encontramos.

Cuando aún juntaba estas palabras para reverenciar a Fina y a Cintio, mi hija Salma, que vive en New Jersey, me llamó para contarme algo que le había sucedido y que ella consideró un milagro revelador. Mi hija y su esposo estaban en los trámites de la compra de una casa, y sus dueños (un italiano radicado desde niño en los Estados Unidos y su esposa, nacida en los Estados Unidos pero de padres italianos— se le aparecieron con el regalo de una plaquette, La Anunciación, de Fina García Marruz, publicado por la Editorial Vigía. Es inexplicable cómo esa edición llegó a manos de ellos, lo cierto es que sabiendo que mi hija es cubana quisieron tener ese detalle con ella. Mi hija, emocionada, les hizo saber que ella era matancera como la Editorial Vigía, que fue fundada por Alfredo Zaldívar, a quien ella quiere como si fuese un tío, y como si esto fuese poco le hizo saber que Fina García Marruz es una de las poetas que prefiero.

“Nada es casual”, le dije a mi hija emocionado con su cuento. “Somos afortunados de estar cuidados por esos seres”.