Kintsugi o el arte de Nelson Simón de transformar las cicatrices en poesía
En el Japón medieval nació el método del kintsugi, que en el idioma de Mishima quiere decir “reparar con oro” o “reparación dorada”. En una historia que tiene tanto de leyenda que hubiera podido inspirar uno de los cuentos orientales de Marguerite Yourcenar, un shogun del siglo XV (o sea, un comandante del ejército nipón) envió sus tazones de té favoritos a reparar a China. Pero el regreso no fue lo esperado: las piezas de fina porcelana llegaron enmendadas con unas feas grapas de metal que disgustaron al shogun y que hicieron, ante la molestia del jefe feudal, que los artesanos locales buscaran una forma de reparación mucho más cuidadosa y agradable a la vista.
Así las piezas rotas de cerámica o porcelana se reparan con un esmalte especial hecho con laca y polvo de oro, plata o platino. El resultado son las costuras doradas que hacen brillar y revivir las vasijas. El método —como hace el escritor pinareño Nelson Simón en su poemario Kintsugi, publicado por Ediciones La Luz en 2024— reivindica la belleza de las heridas.
No se trata de encubrir el accidente, ocultar o disimular el daño, sino de celebrarlo, incluso haciendo énfasis en las fracturas, en las cicatrices que sobre la vasija deja el golpe, la caída, la fragmentación. La vasija, el recipiente, es una metáfora del cuerpo y también, en la poesía de Nelson, del alma. Vivir —ya lo decía Dulce María Loynaz en la voz de Bárbara, la protagonista de Jardín— es “aprender a perder”. Y las pérdidas son fracturas, grietas y cicatrices, esquirlas sangrantes que portamos si no por siempre, sí por mucho tiempo. El kintsugi —que bien puede ser un símil de la sanación, de las segundas oportunidades— da nueva vida a la pieza transformándola en un objeto que puede ser tan o más bello que el original, y subrayando, además, su tránsito por el tiempo, su historia, la sumatoria de golpes que pueden ser tan fuertes como el vallejiano “odio de Dios”.

Recojo los fragmentos. Recompongo —con asombrosa calma— lo que fui, escribe Nelson Simón como pórtico a la sección inicial “Pieza primera. Del pájaro migratorio”, aunque lo que fuimos —y eso muy bien lo sabe el autor— no podremos volver a serlo. Solo mostrar (acaso con orgullo) las cicatrices y el fascinante brillo dorado sobre la antigua herida que nos recuerda el dolor, pero también la aceptación de que las roturas y las reparaciones, ahora realzadas, forman parte de nosotros.
“Nelson —que busca, añorante, aquello que una vez nombré felicidad— nos ‘revele’ que, al ser hechos de ese amasijo de retazos sobrevivientes de nuestro propio devenir, hemos llegado a este punto como consecuencia de todo lo que hemos aprendido a prescindir”.
En esos versos y en todo el poemario, Nelson nos deja entrever justamente varias fases del kintsugi: el accidente (la fractura del objeto y la reunión de los fragmentos); el armado (la limpieza de las piezas y ensamble previo); la espera (una vez aplicados, el barniz y la laca necesitan semanas e incluso meses para secarse); la reparación y finalmente la revelación. Quizá en ese rearmarse a través de la poesía, Nelson —que busca, añorante, aquello que una vez nombré felicidad— nos “revele” que, al ser hechos de ese amasijo de retazos sobrevivientes de nuestro propio devenir, hemos llegado a este punto como consecuencia de todo lo que hemos aprendido a prescindir: ¿Al final de estos años / solo van a quedarme / esas manchas / que intento descifrar / sobre los muros? Sí, las cicatrices doradas (y también las manchas) son la prueba de la imperfección y la fragilidad, pero a la vez de la resiliencia, de la sumatoria de acciones. El poeta conoce la belleza de la imperfección, pues el kintsugi le ha enseñado a armarse y “querer las cicatrices”, a exhibir las cuarteaduras del cuerpo, aunque no hayan sido mezcladas con polvo de oro.
“El tiempo, la permanencia, la fugacidad de lo vivido, la belleza… dan trazo, como en una sinfonía, a los poemas de Kintsugi, en versos que delinean, en su diálogo con el eros”.
Para Nelson Simón incluso las palabras se vuelven esquirlas que permiten que existamos en su patria sonora (acaso en sus frutos). Como lo hacen en la sección “Pieza segunda. Escrito en Villafontana”, las voces que anegan la memoria, el recuerdo de los pequeños cafés de Madrid hechos para la conversación o los bares donde la soledad se sirve como si fuera un tinto de verano. No hay vuelta atrás: “la vida pule”, el tiempo fija los plazos y la memoria, el recuerdo y la añoranza bien pueden darle forma también a la cicatriz, a la costura que permite seguir sosteniendo el cuerpo de la vasija, las nuevas formas de la belleza, incluso los regresos a esas noches.

El tiempo, la permanencia, la fugacidad de lo vivido, la belleza… dan trazo, como en una sinfonía, a los poemas de Kintsugi, en versos que delinean, en su diálogo con el eros, sobre todo en “Pieza tercera. Cristales de Bohemia”, una cartografía de los sentimientos y del cuerpo (el suyo y el amado, más fijo al mundo, menos leve) como relieves porta la vasija sometida a esta técnica: “Mis ojos se detienen en el que fuiste: / tu torso, la línea de tu hombro, / tu cintura, tu pubis: / mi lengua, que ya convivió con la belleza, / no se conforma ahora / con esa rara paz / de los retratos”.
En “Casa que no mueve el viento” ya Nelson se preguntaba: De qué vale ocultar la cicatriz que va dejando el miedo / y resultar ajeno… Mientras “El peso de la isla”, del poemario Con la misma levedad de un náufrago (1994), es acaso un preámbulo, la prístina cuarteadura dolorosa, de la última sección, “Pieza quinta. Esquirlas”, donde un cicatrizado poema ramifica, recodando versos loynazianos, las preocupaciones y desvelos que el suelo patrio sigue sometiendo al autor: “Isla mía, ¡cuánto he cantado a ti / y cuánto dueles! Es imposible ya mirar tus palmas / sin ver dolor. Mirar el mar que fuera tan azul / y no ver una mancha púrpura, / un nombre que no vuelve, / una garganta de ceniza por donde he visto irse, / sobre barcas endebles, también mis años”.
La poesía de Nelson Simón —volviendo al kintsugi— es metáfora del cuerpo y, aunque parezca obvio, del alma del poeta. Un alma que es “naturaleza de la transformación” y que, incluso, ha añorado que se rompa la cerámica para poder repararlas con este método. Nelson escribe e intenta restaurar las cuarteaduras con el polvo de oro que le quema las manos. Lo vemos y leemos, salvándose, restaurando esquirlas, viviendo. El fuego que ha devorado al poeta es el mismo que hoy sigue fascinándole. Kintsugi así nos lo reafirma en sus páginas, se nos abre la verdad sobre la que ha estado sosteniéndose (y sosteniendo su poesía), mientras aguarda nuevas respuestas, pues la sustancia poética, primigenia e inasible, es también más dueña de sus esencias y de sus cicatrices, mientras renace como una palma solitaria / que se empina sobre la sal de los océanos.