A un año de los sucesos en un parque de Cuba en los cuales un grupo de jóvenes se disfrazó de miembros del Ku Kux Klan con motivo de la celebración de Halloween (totalmente ajena a la tradición cubana), vuelve a darse otro incidente en un establecimiento en el cual se hacía un concurso. El ganador, ataviado con el uniforme nazi, hizo un saludo fascista hacia el público en gesto triunfal. En su brazo, un pañuelo rojo hacía el remedo de la esvástica.

El hecho recorrió las redes sociales y se hicieron sentir las voces de condena. Los sistemas totalitarios del siglo XX construyeron un infierno de terror y de exterminio para millones. La banalización, llevada al extremo de un certamen de disfraces, no repara en la profunda indignación que algo así debería levantar en personas decentes e informadas.

Una nota institucional tuvo el acierto de dar a conocer investigaciones y el cierre del local. Además, hubo un pronunciamiento de dicha autoridad en torno a los discursos de odio y las apologías a formas de gobierno que han atentado contra la vida y la integridad de las personas. Hasta ahí, parece zanjado el asunto. Pero quedan agujeros negros que llaman la atención de no pocos usuarios que participan del debate en las redes y que ya están al tanto de los reiterados sucesos en torno a Halloween en Cuba.

Pero más allá del componente emocional, habría que ver cómo las dinámicas del mercado construyen significaciones que atraviesan los procesos de la construcción de lo simbólico colectivo en Cuba.

Como ya ha trascendido en varios espacios y medios de comunicación, no es posible, dada la porosidad generada por la globalización y las nuevas tecnologías, evitar que exista un trasvase cultural de ciertas tradiciones externas hacia el territorio nacional. No es eso lo que se cuestiona, pues sería como tratar de contener el viento con las manos. El asunto acá es la respuesta que se le da a los sucesos y que no profundiza en aspectos a nuestro juicio medulares.

En primer lugar, todos los incidentes relacionados con discursos de odio que han activado el debate en torno a la colonización cultural, tienen que ver con Halloween. Puede ser que la búsqueda escatológica del miedo, de lo grotesco e incluso de lo agresivo, haya puesto su grano de arena en ello. Pero más allá del componente emocional, habría que ver cómo las dinámicas del mercado construyen significaciones que atraviesan los procesos de la construcción de lo simbólico colectivo en Cuba.

¿A qué rebelión se está aludiendo cuando se usa un traje del Ku Kux Klan o del nazismo? Estudiar cómo entienden nuestros jóvenes estas dinámicas propias de la edad es trabajo de centros de estudios que existen en nuestro país y que deberían no solo acercarse a los fenómenos, sino publicar el resultado de sus encuestas e indagaciones.

Si la meta de los disfraces de Halloween es transgredir, ir a lo prohibido, retar a lo establecido (en materia de lenguajes estéticos), ¿quiere eso decir que todo vale y que no existen licencias para el uso de los códigos?, ¿a qué rebelión se está aludiendo cuando se usa un traje del Ku Kux Klan o del nazismo? Estudiar cómo entienden nuestros jóvenes estas dinámicas propias de la edad es trabajo de centros de estudios que existen en nuestro país y que deberían no solo acercarse a los fenómenos, sino publicar el resultado de sus encuestas e indagaciones.

Por otro lado, está una vez más el componente de las redes, que se ha transformado en una especie de mecanismo accionador de las instituciones. ¿En serio hay que esperar a que los hechos negativos vayan a internet para que se les dé la interpretación y la respuesta desde las instancias de autoridad?, ¿no hay un sistema cultural de prevención, que conoce los códigos, los maneja, los regula y los jerarquiza? Mientras sea Facebook el muro de las lamentaciones, la forma de actuar será la del apagafuegos que echa un chorro de agua y tras el incendio se va a otra cosa.

¿En serio hay que esperar a que los hechos negativos vayan a internet para que se les dé la interpretación y la respuesta desde las instancias de autoridad?, ¿no hay un sistema cultural de prevención, que conoce los códigos, los maneja, los regula y los jerarquiza?

No son las redes sustitutivas de las instituciones, ni pueden asumir el trabajo dedicado, especializado, que requieren los públicos y sus formas de consumo. No se ha hablado por gusto en los medios de comunicación de la colonización cultural, que más que una categoría o un término, alude a los símbolos movilizadores de masas que son capaces de impactar en la formación de conciencia y de conducta y por ende en los destinos de una sociedad y sus miembros. Fenómeno que es por demás inevitable y con el que hay que convivir. O sea, no es ni será jamás un debate cerrado. De ahí que dejar que sean las redes el tribunal moral de nuestras ausencias y vacíos institucionales sea tan riesgoso.

El debate en torno a la colonización cultural no debe ser un simple enunciado del que nos acordamos cuando vemos sus consecuencias más nefastas. Hemos sido permisivos con formas en apariencia menos escandalosas, le damos paso a comportamientos que son justificados constantemente desde posiciones de mercado e intereses. El resultado no puede ser otro que una escalada en la cual los valores se van invirtiendo hasta ser algo totalmente contrario a lo que se había construido como sociedad desde la ley o desde la moral. Signos como el del poder a toda costa, la supremacía racial, el hombre de éxito y la competitividad desleal pueden ser figuras que en los espacios privados y públicos depauperen los consensos y generen maneras de consumo que no conducen al debate, sino a su desactivación.

Se ha encerrado el asunto en academias, en posgrados y tesis de ciencias políticas, pero no se saca a la calle, no se hace potable a una mayoría que vive el proceso del interaccionismo simbólico colectivo. La primera crítica debe ser hacia nosotros como sociedad e instituciones, que no poseemos mecanismos eficientes de prevención. Y es que los valores, a pesar de tener una existencia inmaterial, no son restituibles una vez perdidos.

Hemos sido permisivos con formas en apariencia menos escandalosas, le damos paso a comportamientos que son justificados constantemente desde posiciones de mercado e intereses. El resultado no puede ser otro que una escalada en la cual los valores se van invirtiendo.

Recuerdo con mucho pesar cómo a mis 35 años existen formas de pensar y de conducta que eran muy propias de mi generación y que dieron paso a otras del presente. No digo que una cosa sea mejor que la otra, pero esa transitividad da a entender cómo los seres humanos somos organismos de significación que no siempre vamos a aceptar las mismas cuestiones como morales ni a seguir paradigmas inamovibles. Participar desde la responsabilidad en cómo se conforman los imaginarios y no dejarlos en manos de la improvisación ni mucho menos de los intereses va a hacer que no se pierdan esencias o al menos que la prevención esté más alerta ante la ocurrencia de sucesos.

La sociedad vive momentos difíciles. Ha habido un repunte de hechos lamentables de violencia, que tienen su punto de partida en lo simbólico entre otras dimensiones. Lo preocupante es que los temas a tratar no están desligados, sino que tendrían que formar parte del mismo debate en torno a cómo entendemos este instante de nuestra historia y qué vías usamos para subsanar sus males. De lo que sí muchos estamos convencidos es que una simple sanción, un local cerrado o una medida de salvamento temporal no construyen sentidos perdurables.

Hay que comprender la totalidad de las cosas para que sean arreglados los asuntos que realmente nos interesan a todos. He ahí la dimensión del suceso simbólico que tendría que estar en el candelero y conformar las tareas preventivas en lo cultural en cuanto a consumo, ocio. Un nazi levantando su mano era impensable hace años, ahora ocurre. Lo mínimo que podemos hacer es reflexionar seriamente.

Tomado de Cubahora

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