Unos vienen y otros van,
todos por la misma ruta
y no hay un hijo de puta
que te diga: ¡monta, Juan!
Cuarteta popular

Si me atuviera al estilo de Caín, bastaría con la cuarteta citada para concluir la crítica cinematográfica a La Habana de Fito, de Juan Pin Vilar. Imagino que, al presentarse como proyecto que consiguiera el premio del Fondo de Fomento —primer elemento curricular que suele pasar inadvertido en las refriegas—, prometería más de lo que ha conseguido mostrar. Aunque parece haberlo pretendido de una manera discreta, el documental no consigue ajustarse al modo usual de estos tiempos en los que el realizador se erige en guía de la línea argumental, como lo han hecho Michael Moore o Paco Ignacio Taibo II, por poner dos ejemplos que el espectador cubano conoce y reconoce. La carismática figura de Fito Páez absorbe por completo su participación y deja mucho que desear en los momentos en que canaliza la trama hacia polémicas que forman parte de viejos estándares de guerra fría: la muerte de Camilo Cienfuegos y el fusilamiento de los secuestradores de lanchas.

“La carismática figura de Fito Páez absorbe por completo su participación”. Foto: Tomada de Prensa Latina

Como Fito es un radical enemigo de la pena de muerte (como causa legal), sirve esto de deslizamiento contiguo para cumplir con el hilo rojo del patrón que ha sostenido el bloque anticomunista en la —aún vigente— guerra fría: responsabilizar a Fidel Castro y criminalizar su conducta. Las brevísimas anécdotas que sobre él se cuentan —por parte del cantante y de Cecilia Roth— parecen un pastiche intencional. La misma intervención de la actriz es un parche pegado con silicona caliente, digno de un video de autoayuda amateur.

Bastaría esta serie temática para concluir que el objetivo del documental, más que ofrecer un producto de valor artístico medio, o de mostrar, simple, llana y limpiamente, la relación entrañable y delirante de Fito Páez con Cuba y los cubanos —a los cuales elige con una disciplina ideológica que no es nada ingenua o circunstancial— es presentar un panfleto que se sume a la campaña de guerra cultural que hoy bombardea, —sin ética y sin tregua— el panorama cubano. Objetivo que deja de ser subliminal y se transforma en blasfemia en tanto la manipulación de la opinión que enuncia Fito —cuya naturaleza personal lo induce a chocar contra cualquier autoridad— se deja colgada como si fuese cierta.

Es lamentable que el legado de alguien que tanto representó para los roqueros de entonces, que tanto tuvimos que forcejear con la burocracia para seguir siéndolo —la imagen del Fito desafiante, incontinente y mordaz me llega siempre asociada a la de mi querido amigo, el poeta y periodista Bladimir Zamora—, se haya perdido en un par de malintencionadas direcciones ideológicas. Como si ya no importara, con tal de aparecer, lanzarlo todo al caño. Y ello porque los estamentos de guerra cultural se han radicalizado mucho más que en la era estalinista, o neoestalinista para nosotros, y han definido una conducta tan estricta que apenas le da brecha al creador para jugar con la sugerencia o la metáfora.

“Una vez más el pastiche como recurso de provocación ideológica”.

Ante la disyuntiva de entrar en el circuito mediático, jugoso económicamente, o seguir apostando por el arte, resultó que la Tierra podría dejarse plana, rectangular o cuadrada, según quepa en el sayo, que varias tallas calza. Para más y vergonzoso servilismo ideológico, hacia el final topamos con un esperpento en el que se muestra a un crítico de arte como presunto equivalente de la visualidad extravagante de Fito. El galimatías del parlamento que enuncia da fe concreta —farsa en sí misma más que muestra— tanto del valor de su obra crítica como —no faltaba más— de los argumentos que esgrime en su postura política. Una vez más el pastiche como recurso de provocación ideológica. Es ese, y no por casualidad casual, el único momento en que el realizador se permite dejar el referente fuera del documental, como un sabichoso que alude al buen entendedor. Entendedor que, de no ajustarse a los patrones de juicio predeterminados, no será bueno nunca más, no lo olvidemos.

Como decía al principio, para ejercer la justa crítica bastaría una boutade cainesca. Pero la coda mediática no viene como ñapa o alharaca. La coda de reacción contra la exhibición pública en la televisión cubana se debe a que el hilo rojo de su recorrido por el circuito comercial dependía de que fuera un producto censurado en Cuba. Desobedecer esa norma entraña un riesgo que va más allá del fracaso comercial momentáneo y puede extenderse al linchamiento como creador. El panorama es despiadado y no le pesa el pulso para la condena a muerte.

Sé, porque lo he investigado y confrontado con fuentes inmediatas —y me reservo por ahora el derecho de no hacerlas públicas—, que la proyección que había autorizado Juan Pin en un espacio didáctico cultural fue suspendida porque se violaron acuerdos de trabajo ajenos a ella misma y, a la vez, forzosamente asociados al acto en que se exhibiría; violaciones que surgieron a posteriori de que la institución implicada diera su consentimiento para su exhibición. En este caso, no parecía haber remilgos para que se exhibiera, pues se esperaba que no se autorizara. De ahí las violaciones que astuta y repentinamente cambian el motivo y aportan la necesaria confusión para el traspaso hacia la propaganda negra. Dejados en la nebulosa estos “detalles”, con el silencio cómplice del realizador, quien supo de ellos de primera fuente, este desplazamiento del motivo hacia el patrón en uso venía a garantizar que se mantuviera la acusación de censura como aval para su posterior circuito. Pero la decisión de exhibirlo en la televisión cubana, en el único espacio que en esa noche nos ofrece algo fuera de la denigrante producción de clase B, tasca la carabina y hace que el tiro recule a la culata.

  “Se trata de un episodio más de guerra cultural”.

¿No es sintomático que las mismas personas que se hicieron eco de la supuesta censura se sumaran de inmediato, demagogia adentro, al coro que sale a condenar la exhibición por ilegal? ¿No es, después de todo, incoherente que haya sido premiado por el Fondo de Fomento del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, y que a la vez se presente como un producto censurado en Cuba? Lo es, y nada importa al cinismo de la propaganda, que por el forro se pasa estos “detalles”.

Visto el caso, se comprueba el hecho de que se trata de un episodio más de guerra cultural. Por ello he decidido ir más allá de la crítica posible para dar fe, únicamente, de mi pesar personal ante la circunstancia —maldita— de aceptar cínicamente elementales dictados ideológicos que no valen ni la misa del diablo, aunque al diablo nos manden, sin apelación posible.

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