Mi querido y admiradísimo amigo Renael ya no podrá seguir inventándonos un paisaje donde lo mismo “el majá le pone un cinto al cuerpo de la jutía” que unos ojos, sin decir nada, le roban todo el idioma y las connotaciones a un modo de poetizar consistente en colorear profundidades con luz proveniente de soles apenas vistos. Murió el poeta el pasado 6 de marzo en su Puerto Padre adoptivo, y la décima cubana queda viuda, una vez más, de uno de sus mejores novios.

“La décima cubana queda viuda, una vez más, de uno de sus mejores novios”.

Apenas en 1973, cuando el coloquialismo imponía su norma y el clarinazo de Alrededor del punto, de Adolfo Martí Fuentes, nos había reclutado para que la décima nunca más quedara reducida a la complaciente estrofa de lo inefable paisajístico o del reclamo patriótico, llegó Renael con Sobre la tela del viento,ganador del premio José María Heredia. Gracias a ese breve cuaderno, más cercano al Naborí de los años 40 y de Una parte consciente del crepúsculo (aunque en este caso no son décimas), comprendimos que una nueva contemplación también podía evadir el lugar común en las composiciones que se negaran a pasar por la guillotina las grandezas de lo tradicional.

El pájaro de la luna

echa plumas amarillas

sobre todas las orillas

de la gran noche montuna.

Ella muestra la fortuna

de sus monedas de plata.

Cuando la noche desata

los cabos de su pañuelo,

mis ojos se van al cielo

dentro de un barco pirata.[1]

Poeta con mano de pintor; pintor con magia en la palabra. Hombre con nobleza en cada célula. Así era Renael, un ser capaz de apoderarse del alma de lo visto, del corazón de quien se le acercara en busca de amistad. Lo conocí por carta en 1978, cuando, ni sé cómo, le llegó aquel primer cuadernito de décimas mías titulado Oficio de cantar, publicado en Camajuaní por gestión de las muy municipales Ediciones Hogaño, bajo la tutela de otro inolvidable: René Batista Moreno. No se abstuvo Renael de hacerme llegar, en aquella misiva, su generosa valoración, donde, más que calidades —digo yo— vio potencialidades que al parecer no lo dejaron indiferente.

“Poeta con mano de pintor; pintor con magia en la palabra”.

Cuando años después, en 1986, gané el premio 26 de Julio en Décima con el original de Y dulce era la luz como un venado, y tras su publicación como libro (mucho después, en 1989), escribió una entrañable reseña en el Periódico 26 de Las Tunas, que tituló “Y dulce era la luz como una décima”. Cito de ella una de las frases que más me alentó: “Es frecuente que este libro nos sorprenda con versos de resplandor novedoso”.[2] No me celebro y me canto a mí mismo; agradezco la palmada en el hombro de quien ya tenía un nombre y algo de obra trascendente. Renael, buen amigo crónico. Me complace contarme entre ellos. El dolor por su muerte tiene más de diez versos de ocho sílabas. Y no sé de rima posible que lo componga.

“Al mundo solo lo puede restaurar plenamente la poesía”.

Solo dos veces coincidimos físicamente el poeta y yo: en el Encuentro Nacional de Talleres Literarios, celebrado en Camagüey en 1989 —los dos como parte del jurado— y el Premio de la Ciudad de Holguín, en 1990, en las mismas funciones. Bastaron esas breves, pero intensas jornadas, para que se fundara (fundiera) entre nosotros esa afinidad que rebasa lo poético fáctico, porque nos sitúa en la dimensión común de quienes sabemos que al mundo solo lo puede restaurar plenamente la poesía.

“A la poesía, la crónica, la literatura para niños y el cuento les dedicó esfuerzos fértiles, pero la décima fue la gran señora en sus salones”.

Además de Sobre la tela del viento de 1974, publicó entre otras obras Guitarra para dos islas y Donde el amor está multiplicado (ambas en 1989), Ocho sílabas (1990), Sábado solo (1994) y Siete días después del fin del mundo (2002). A la poesía, la crónica, la literatura para niños y el cuento les dedicó esfuerzos fértiles, pero la décima fue la gran señora en sus salones.

Fue Renael de los primeros de nuestra generación en asumir la espinela en los momentos en que hacerlo, o tratar los temas rurales, recibió un cruel acoso crítico sazonado con la mala espina de devaluar lo creado a su vera: Tojosismo se le llamó, peyorativamente, a esa forma de asumir la lírica. Se intentaba con ello trasladarle a los textos la humildad, opacidad y mudez de una de las más entrañables aves de nuestros campos. Para tristeza adicional de aquellos “clasificadores”, ahí está la obra de Renael, junto a la de otros de lustre clásico o contemporáneo; la cual demuestra que no todo podía ser, en la Cuba poética de entonces, ni en la de hoy, coloquial y urbano.

La pérdida de Renael es, de alguna manera, un escalón que, por esa amarga justicia con que trabaja la muerte, quizás nos traiga la bondad de que su obra se visibilice como merece. Sus amigos nunca podremos parar de agradecerle que fuera como fue, que escribiera como escribió, que viera en nuestro aire —y además lo convirtiera en versos— esa manera en que, frente a cualquier arcoíris, “los jardines del cielo comienzan a florecer”. Escríbenos desde la memoria, hermano, siempre estaremos dispuestos a redescubrirte.


Notas:

[1] Renael González: “Nocheluna” (fragmento), Sobre la tela del viento, Premio José María Heredia (1973), Consejo Nacional de Cultura (sin fecha de publicación, paginación u otros datos editoriales).

[2] Renael González: “Y dulce era la luz como una décima”, Periódico 26, Las Tunas, 11 de febrero de 1990.

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