En medio de las dispersiones conceptuales derivadas de ligerezas posmodernas, a la consabida pregunta de qué es cultura le nacieron en nuestro país respuestas inusitadas. El desdibujo drástico de las fronteras entre lo elaborado y lo basto terminó legitimando lo último en el sitio de lo primero. La agresividad enfática de los discursos cebados en la gestualidad y jerga marginales, con su marca frecuentemente grosera y agresiva, lo queramos o no, ganó rango de identidad entre sectores populares donde fluye con la naturalidad del agua, a despecho de cualquier mensaje opuesto.
No se trata de una conquista de la diversidad, sino de la fragmentación de la cultura, con desventaja para las expresiones de mayor acabado, y a favor de las otras. He aquí uno de los retos mayores que debe vencer la institucionalidad cultural de nuestro país en pos de alear, en sana hibridez, lo de incuestionable legitimidad estética, sin que importe su procedencia.
Lo más difícil se localiza en la resistencia a la fusión de determinadas zonas de esa cultura de “afuera de las murallas” —paradójicamente autodenominada “urbana”— con códigos convencionalmente reconocidos al amparo de patrones de urbanidad. Inexplicablemente, en algunos casos se les llama “fusión” a expresiones donde la violencia y la convocatoria a lo atávico son, con bastante frecuencia, pauta dominante en los enunciados, los vestuarios y el movimiento escénico. Aunque hay ejemplos de cultores que rebasan esas cotas con propuestas loables, lo cierto es que la mayoría devino grueso grito de desacato a cualquier norma que convoque al orden y la disciplina civil.
En determinado momento se pensó que lo legislativo podría corregir esta incongruencia, pero la práctica demostró lo contrario, y tal como sucede con todo lo que trata de implementarse desde el gobierno en función del orden, se manipuló y enarboló como bandera para denunciar una supuesta censura. Pese a que se proclamó que el decreto se concibió para impedir la difusión a gran escala de la violencia verbal, cobró inusitada fuerza, en el tóxico ambiente mediático global, la matriz de que se trataba de un intento gubernamental para coartar la libertad de expresión.
“Se hacen necesarias propuestas que reflejen, sin mimetismos hacia lo global, la excelencia integral de nuestros mensajes”.
En estos tiempos, para ganar la batalla que se le plantea con el propósito de usurparle el caudal simbólico a sus instituciones, la cultura cubana tiene la impostergable tarea de esculpir una nueva credibilidad mediática. No se trata solo de la conquista de los hostiles espacios de las redes virtuales, sino también, de reformular los medios de difusión masiva propios, de alta incidencia en el ámbito nacional. Más allá de pronunciamientos, se hacen necesarias propuestas que reflejen, sin mimetismos hacia lo global, la excelencia integral de nuestros mensajes. Es complicado el camino, sobre todo porque demanda una nueva arquitectura comunicativa, y bien sabemos cuánta contaminación de globalidad pedestre nos han regalado algunas parrillas de programación.
La creación del Instituto de Información y Comunicación Social en sustitución del ya insuficiente Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) pudiera marcar el inicio de una nueva etapa en que los medios y las instituciones culturales gestionen y expandan “encadenamientos productivos” de mayores y mejores impactos. Se impone concretar emisiones (artísticas o informativas) que, sin renunciar a ser la crónica de nuestros sueños, aspiraciones y realizaciones, den registro también de una diversidad de enfoques, opiniones y cuestionamientos que contribuyan a establecer como elección preferencial lo más elaborado y representativo.
Me detengo de momento en un ejemplo de lo que quizás podríamos catalogar de ganancia. Después de indagar en mi entorno inmediato —sin ánimos conclusivos ni pretensión científica alguna— casi me atrevo a afirmar que un número cada vez mayor de televidentes, ahora mismo, prefiere la telenovela nacional sobre la brasileña.
Lo repetitivo de la fórmula foránea, que les asigna astucia y habilidad a los personajes negativos, complementada por la ingenuidad —rayana en la tontería— de los positivos durante más de cien capítulos hasta que en los dos del final estos reaccionan y se resuelve todo, hace expedito su tránsito hacia el olvido inmediato. Sumémosle la atenuación del hechizo con que nos cautivaban los ambientes edulcorados por espléndidos y repetitivos trávelin, y comprenderemos mejor el creciente cansancio del televidente. La identificación de una manipulación falaz en la presentación de esos escenarios (hasta los de las favelas) ha ido creciendo casi en la misma medida en que los televidentes adquirieron información —pandemia y Bolsonaro mediante— sobre la realidad social de ese Brasil del fútbol y los sesgados y exhaustos culebrones.
Nuestros realizadores, que asimilaron algunos de los ganchos formales más efectivos de esos estilos, han evolucionado, aunque aún les falta audacia y mayor originalidad para competir también, gallardamente, con lo importado de los dominios de Internet. Llaman la atención, en las dos últimas telenovelas, la articulación de tramas con diversos focos protagónicos y el sondeo, en un mismo producto, de más de un tema de verdadero interés de nuestra vida nacional, lejos de intenciones doctrinarias y la planicie narrativa de otros momentos.
El desafío más crudo que debe remontar la cultura que hacemos hoy en nuestro país consiste en desarticular esa matriz, acuñada en alianza de lo grueso con lo contrarrevolucionario, que devalúa todo lo que parta de las instituciones. Como bien se ha dicho, hay reclamos justos —que se intenta atender y solventar— a los que se suma, de manera bastarda, el delito culposo y doloso con meta final en el derrocamiento de la Revolución. No resulta muy sorpresiva la intransigencia con que se enfocan los recalcitrantes en rasgar cada día más las fisuras o fracturas derivadas de nuestras insuficiencias. Muchos diferendos no resueltos son potenciados, y generosamente financiados, en pos de concretar un estatus en el que el Estado no tenga la posibilidad de jugar ningún papel como dialogante, ni siquiera el que se sustenta en las leyes.
Los inconformes reclaman diálogo, pero aspiran al monólogo, pues no hay disposición de escuchar a quien se le considera, a ultranza, portador de ideas ultraconservadoras y desechadas por un supuesto devenir de prosperidad en los dominios de no se sabe qué fórmula de gobierno. La falta de programa concreto con que se pronuncian nos permite parafrasear a Foucault al comprobar que esos radicales se apoyan en “un discurso que da la vuelta a los valores tradicionales de la inteligibilidad. Explicación por lo bajo, que no es la explicación por lo más simple, lo más elemental y lo más claro, sino lo más confuso, lo más oscuro, lo más desordenado, lo más condenado al azar”.[1] Es posible entonces inferir la imposibilidad de un intercambio, biunívoco y respetuoso, entre quienes se oponen a la institucionalidad y quienes la representan, poco importa cuán inclusiva y equitativa sea esta en sus programas y procederes.
“Los inconformes reclaman diálogo, pero aspiran al monólogo”.
La interacción con los sectores más populares, partiendo del mutuo reconocimiento de sus legitimidades, tal vez sea el aspecto de mayor importancia estratégica, pero también el de mayor complejidad y urgencia. De la misma forma que sucedió con el racismo residual y la inequidad en temas de sexo y género, nuestra institucionalidad cultural debe comprender, y revertir con vigorosas acciones, determinadas lagunas de exclusión en cuyas carnes se cebaron, con categoría de expresiones alternativas, propuestas difusoras de antivalores.
La relación con sectores de la intelectualidad también requiere revisiones en búsqueda de consensos. Sus impugnaciones, a veces moldeadas desde egos exacerbados y devaluaciones sin fundamento, pero otras desde inoperancias estructurales de una lógica institucional que ya no rinde los frutos de décadas atrás, deben ser atendidas, entendidas y conducidas como expresión de anhelos de cambio de naturaleza similar a los que en el terreno económico vemos. Eso, independientemente de que la parte más reacia de ese sector parece no querer comulgar con otra cosa que no sea la reversión del proceso revolucionario.
A la monopolización y uso instrumental que este grupo viene haciendo de términos como “libertad”, “libertad de expresión”, “manifestación pacífica”, “represión” y otras podría respondérsele con la siguiente idea de Antonio Gramsci: “La más grande herejía nacida en el seno de la ‘religión de la libertad’ ha sufrido también ella, como la religión ortodoxa, una degeneración, se ha difundido como ‘superstición’, o sea: ha entrado en combinación con el liberalismo económico”.[2]
Notas:
[1] Michel Foucault: “Defender la sociedad”. Curso dictado por el filósofo francés Michel Foucault entre 1975-1976. Publicado en Bloghemia, 12 septiembre de 2021. Disponible en: https://www.bloghemia.com/2021/09/michel-foucault-hay-que-defender-la.html, fecha de consulta: 9 de octubre de 2021.
[2] Antonio Gramsci: “Algunos aspectos teóricos y prácticos del ‘economicismo’”. Disponible en: https://sociologia1unpsjb.files.wordpress.com/2008/08/07-gramsci-seleccion-de-textos.pdf, fecha de consulta, 9 de octubre de 2021.