La mayoría de los improvisadores de esta Isla nuestra podrían describir apasionadamente la Casa Naborí. Ni la distancia les impediría hablar de Limonar, del público estallando en aplausos; o el sol aferrado a las tejas rojizas de la sala de actividades Angelito Valiente, como queriendo admirar a los astros que medían sus versos en controversia.

A quienes no la conocen, es preciso contarles que basta entrar en ella para sentir una especie de solemnidad, solo comparable con los recintos sagrados que nos hacen emprender un viaje a las raíces de la nación.

Incluso inmersa en el silencio, uno siente que la guitarra que custodia su entrada afina la memoria y el alma empieza a respirar más hondo, en un letargo octosílabo.

“… una institución emblemática, una primicia para la promoción y resguardo de las tradiciones campesinas y que llevaba el título del Indio…”. Foto: Tomada de Girón noticias

Para nadie es un secreto que la poesía revela misterios insondables; por eso tal vez Pablo Luis Álvarez (Wicho) decidió, con una visión emprendedora, fundar esta Casa aquel 19 de octubre de 1989, junto a Reynaldo Gil (Papito).

Cuba asistía así al nacimiento de una institución emblemática, una primicia para la promoción y resguardo de las tradiciones campesinas y que llevaba el título del Indio, quien en sí mismo resumía una alianza perpetua con las vertientes oral y escrita de la décima.

Los cinco primeros años posteriores a su creación fueron intensos. En ellos surgieron el Encuentro de Mujeres Decimistas, que persiste hasta nuestros días; el Concurso de Jóvenes Improvisadores —posteriormente nombrado Francisco (Chanchito) Pereira en honor de este exponente valiosísimo del repentismo—, un certamen donde más allá de los ganadores, el verdadero triunfo era el intercambio de experiencias, la formación y que, como me confesara recientemente un poeta, se convertía en una suerte de “termómetro” para medir la salud de la décima en el país.

Se instituyó, además, la distinción Viajera Peninsular, que ha premiado el quehacer de destacados defensores del Punto Cubano en todas sus dimensiones.

Gracias a la Casa Naborí, Limonar se convirtió en la Villa de la Décima Cubana y se abrieron puertas a encuentros de poetas veteranos, a citas que recordaron el mito de Campo Armada.

A sus grandes conquistas se añade el hecho de que la espinela se sintiera acogida en el seno familiar, y el pecho guajiro se llenara de orgullo cuando una vivienda, aunque fuese humilde, adquiría la dimensión de un palacio bajo el título de “Hogar Cucalambé”.

De ello es testigo Máximo Gómez, la primera Villa Cucalambeana del país, que encontró en la institución limonareña el abrigo para que no se perdiera el calor de la tradición.

¡Cuánto le debe esta Casa a Papito, que supo soñar junto a Wicho y luego perpetuar su legado; a Dora Estrella Pérez, que se convirtió en mucho más que una promotora, en una columna invaluable para el sostén de su devenir; y a tantos otros directores como Fernandito García, Orestes Quintana, Orismay Hernández y actualmente Jesús González, que han tenido en sus manos la responsabilidad de mantenerla activa!

Gracias a la Casa Naborí, Limonar se convirtió en la Villa de la Décima Cubana y se abrieron puertas a encuentros de poetas veteranos, a citas que recordaron el mito de Campo Armada.

Es impostergable pensar en los aportes de este inmueble beneficiado por una reparación que lo salvó de la decadencia; pero también invade la nostalgia ante espacios perdidos como el Concurso de Jóvenes y el Pablo Luis Álvarez, donde compitieron cultores de la talla de Jesús (Tuto) García.

Este centro, privilegiado por la presencia de relevantes personalidades, enraizado en el corazón popular, no es un espacio más dentro del panorama cultural matancero, es un símbolo que trasciende el plano local, que ha llevado su impronta a la academia y cuyo valor patrimonial merece reverencia y respaldo.

Un dolor punzante se asoma a sus paredes cuando los presupuestos desmoronan sueños y empeños loables, o cuando muchos olvidan que allí se resumen décadas de historia y prestigio. En sus predios, Orta Ruiz fue reconocido como hijo adoptivo de Limonar, y para ella siempre existió un sitio especial en su pensamiento.

Muchas emociones confluyen en este aniversario de la Casa Naborí, unido entrañablemente al centenario del Indio. Por él, que desde la eternidad de la memoria nos interpela, no existe mejor forma de conmemorar esta fecha que vivificar dicho centro, de modo que el propósito inicial de sus fundadores se expanda, mientras el sonido del laúd y el finísimo traje de la poesía revisten a quienes acuden con sed de diez versos.