Quienes me han seguido desde la década de los ochenta, saben que fue en el mensuario El Caimán Barbudo donde creamos la columna Entre Cuerdas, espacio que alcanzara una indiscutible popularidad. Desde el análisis de diferentes agrupaciones de rock hasta diversos instrumentistas del jazz, la música de concierto o personalidades de la Nueva Trova, la columna se convirtió en un punto de referencia para avalar las celebridades de la música contemporánea. Debido al cierre temporal de El Caimán, con el transcurso de los años, la dirección que estrenaba esta publicación digital La Jiribilla me solicitó que retomara dicha sección, petición a la cual accedí gustosamente bajo el nombre de La Otra Cuerda durante un buen número de años. Y obviamente, si me están leyendo ahora es porque pretendemos regresar con nuestros comentarios bajo el titulo novelístico de El regreso de La Otra Cuerda para agregarle un poco de humor, aunque podamos tocar de vez en cuando temas polémicos.

Precisamente, hace unos días, bien temprano en la mañana, me dirigía en un “almendrón” hacia el Vedado y lamentablemente la música que disfrutaba el chofer era nada más y nada menos que Bad Bunny. Este triste percance me hizo pensar en una vieja polémica sostenida en diferentes medios de prensa hace ya mucho tiempo, acerca del derecho de los choferes de las guaguas interprovinciales de molestar a los pasajeros no solo con una música de muy mal gusto sino además con un volumen excesivamente alto, fragrante violación del derecho de quien ha pagado por ese servicio de transporte.

“(…) también me vino a la mente una situación similar en las guaguas del transporte urbano en donde sus choferes, dueños y señores de ese medio, generalmente atormentan a los pasajeros con la música que les da la gana (…)”.

Aunque en realidad nunca a nadie le importó resolver coherentemente semejante problemática, también me vino a la mente una situación similar en las guaguas del transporte urbano en donde sus choferes, dueños y señores de ese medio, generalmente atormentan a los pasajeros con la música que les da la gana, que es sin discusión casi siempre bastante mala. Recuerdo una idea que tuve por aquellos tiempos como qué sucedería si en vez de poner toda esa música chatarra en los transportes públicos, pudiéramos escuchar “El claro de luna” de Claude Debussy, “Gymnopédie” de Eric Satie o la Sonata “Claro de Luna” de Beethoven. Estoy seguro de que llegaríamos a nuestros respectivos destinos con una hermosa y profunda mirada al derecho de disfrutar plenamente de nuestras vidas, por complejas que sean las situaciones en que nos encontremos. Y esta propuesta no es ni por asomo una broma, como tampoco pretendo imponer mi criterio sino solo una perspectiva a tener en cuenta.

“(…) qué sucedería si en vez de poner toda esa música chatarra en los transportes públicos, pudiéramos escuchar ‘El claro de luna’ de Claude Debussy, ‘Gymnopédie’ de Eric Satie o la Sonata “Claro de Luna” de Beethoven. Estoy seguro de que llegaríamos a nuestros respectivos destinos con una hermosa y profunda mirada al derecho de disfrutar plenamente de nuestras vidas (…)”.

Hace algunos años leí acerca del experimento de un científico japonés que puso bajo un microscopio partículas de agua congelada mientras se escuchaba en el local diferente tipo de música. Cuando le tocó el turno a la música de Debussy o de Beethoven, el diseño visual de los componentes de dichas partículas recordaban la hermosa imagen que vemos a través de un calidoscopio. En cambio, cuando se les puso música de trash metal, aquel coherente diseño se transformó en una estructura irregular, bastante deforme, por cierto.

Entonces, no estamos hablando de preferencias musicales ni de una discusión interminable de quién tiene mejor gusto musical, sino del resultado de un experimento que habla por sí solo, pues todo aquello que contribuya a mejorar nuestra calidad de vida, bienvenido sea.

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