El hombre que se convirtió en una ficción literaria
Salman Rushdie es un escritor de origen hindú que creció en un entorno de pensamiento crítico. Aunque de familia musulmana, siempre tuvo claro que su horizonte creativo era la ficción y, por ende, el juego con la irrealidad. En una conferencia que dio años después, cuando era un consagrado, el autor refería que aceptar una narración, consumirla, era hallar respuestas concretas para nuestros problemas vitales, de manera que la literatura tiene una función conciliadora aun en su estado ficticio, aun en su naturaleza de mentira piadosa. Quizás por ello en la novela Los versos satánicos, publicada hace más de 30 años, Rushdie eligió el tema religioso para establecer varias parábolas cuestionadoras de la realidad. El precio a pagar fue, no obstante, bastante elevado. Desde entonces vive bajo amenaza y varias personas cercanas a la edición o la venta de dicho volumen han sido linchadas.
Recientemente, cuando la tormenta había amainado, Rushdie vivió un episodio de violencia en una localidad de Nueva York donde daría una charla. El autor se debate en un proceso de recuperación lento, producto de las cuchilladas. Este suceso ha hecho que la libertad creativa vuelva a estar en el centro. No solo se trata de un tema de religión o de respeto a cualquier fe, sino del derecho que tiene un escritor para abordar trágica o satíricamente cualquier debate. Hace unos años sucedió con la saga de Harry Potter, a la cual se le señaló de herética, y no fueron pocos quienes condenaron los tomos de la obra de J. K. Rowling. Pero con el tiempo las aguas volvieron a su nivel. Lo que Rushdie, en su cruzada de todos estos años por su propia libertad, no abordó, fue cómo la cultura de la cancelación está afectando a tantos otros escritores. De hecho, ha dictado charlas en las cuales habla de la necesidad de promover a autores ucranianos, pero no dice ni una palabra acerca de cómo se eliminan del mercado editorial a los rusos. Incluso a autores que murieron hace cientos de años se les mira con ojeriza, solo porque la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) decidió a su manera extender una fatua contra todo lo que oliera a Moscú.
El tema de la libertad es hoy una de las aristas del sistema de la censura global. Un mecanismo que funciona a partir de lo que se considera “correcto” o no. Por ejemplo, en las editoriales se ha contratado un subproducto de empleo llamado lector sensitivo o sensible, quien tiene en su haber la revisión de las obras para determinar si ofenden a algún tipo de público. Así, por ejemplo, una novela sobre personas afrodescendientes deberá pasar por las manos de alguien con esas cualidades. Los libros terminan siendo textos inocuos que no se meten con nadie, muy correctos, eso sí, pero aburridos. Estos lectores sensibles además buscan en las redes sociales del autor, para escudriñar si en el pasado hicieron alguna declaración fuera de tono, pues de ser así la obra termina en el latón de la basura. La libertad de Occidente se ha recortado en las últimas décadas hasta ser prácticamente una declaración formal. A personas incómodas se les inventan causas para sacarlas de la arena pública y elidir sus voces. Tal es la función de la cultura de la cancelación, con la cual, de forma indirecta —al hablar solo de los autores ucranianos— se congracia Rushdie. Dicho escritor pertenece desde hace un tiempo al lobby cultural más poderoso del sistema de la literatura en los Estados Unidos y Europa, uno que tiene bien claras sus prioridades en torno a la supuesta lucha por los derechos de los creadores.
“El tema de la libertad es hoy una de las aristas del sistema de la censura global”
¿Habló Rushdie, por ejemplo, de cómo cancelan a Dostoievski en los planes de estudio? En varias escuelas europeas se está aconsejando impartir, paralelamente a los artistas rusos, la historia de los ucranianos. Sin demeritar a los hijos de Kiev, que poseen una larga tradición de valiosos autores, las medidas del sistema en torno a la cultura de la cancelación son cada vez más atroces y absurdas.
Rushdie ha sido una víctima de la falta de diálogo entre la cultura oriental y la occidental, pero más allá de eso, su caso se ha tomado como banderín para condenar solo un tipo de persecución, un solo tipo de censura. ¿Es honesta la lucha de dicho autor? Solo puede decirse que cuenta con la anuencia de los medios. Ni siquiera a la Rowling le dieron un tratamiento justo cuando, hace unos años, estuvo en el centro del debate por su posición en los temas de género. No fueron pocos los contratos y las editoriales que le dieron la espalda a la escritora, pues prefirieron no meterse con poderosos lobbies. La libertad es más que un término formal, más que una causa ideologizada o regida por intereses. Debería tratarse de un tema que beneficie a todos y que promueva el talento más allá de cuáles contenidos son o no convenientes. A Rushdie esta censura de lo correcto no lo ha afectado: su caso es la coartada perfecta para criminalizar el Islam y justificar de tal forma la cruzada occidental y, por ende, las formas de neocoloniaje que siguieron al atentado contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Es cierto que incluso lo religioso debería ser materia de escritura, pero no es auténtica una lucha que solo mira en una dirección o que se interesa por un discurso dentro de la corrección más llana.
Una vez más en las noticias del atentado a Rushdie pesaban la nacionalidad y el credo del atacante, de hecho, eso era lo más dicho. Se hablaba de que la fatua contra el artista estaba vigente, si bien en una especie de moratoria. Se fabricó de tal forma una especie de fantasma eterno que criminaliza a todo el Islam. La libertad de creación contra el oscurantismo, Occidente contra Oriente, civilización versus barbarie. Todos los prejuicios posibles caben en las mentiras mediáticas, todas las matrices de opinión sacadas a partir de un lamentable suceso, de un crimen con el cual nadie está de acuerdo. Pero no existe una culpa colectiva de toda una civilización en torno a la vida azarosa de Rushdie. El fantasma inflado no abarca la totalidad del Islam.
Se trata de un tremendo autor, que sabe hilvanar las metáforas con las historias, pero más allá de eso, su abordaje del tema de la libertad no pasa de los clichés más maniqueos y deja en el silencio importantes elementos dentro del debate. ¿Es la cultura un gueto de unos pocos iluminados o es un patrimonio de la humanidad con sus matices y sus retos a la libertad y los límites? Esas líneas han estado siempre en el centro de estas discusiones, con la diferencia de que quienes poseen más volumen de voz hacen que prevalezcan sus ideas. Dicho de otro modo, el debate ha mutado a una especie de monólogo que acalla las otras voces y que basa su preponderancia en la corrección y el poder de quienes sancionan dicha categoría. Prohibir a Tolstoi está bien, pero criticar la aquiescencia de la crítica y de pesos pesados como Rushdie con Ucrania sería un crimen de guerra.
“La cultura no es un remanso de neutralidad, sino una batalla constante, un terreno en disputa”
Una cosa hay que reconocerle a esta nueva ola de censura, y es que viene a demostrar lo que muchos ya sabían: la cultura no es un remanso de neutralidad, sino una batalla constante, un terreno en disputa en cuyos significantes van los intereses de quienes manejan el tinglado. Nada, ni el más inocente folleto de cuentos infantiles, deja de estar en esa línea de pensamiento situado, condicionado y propio de la modernidad. A tal punto llega la paradoja de que un autor amenazado como Rushdie hace de dicho mal su carrera y el tema de las obras y charlas, pero no admite que otros casos de violencia cultural salten a la palestra, ya que esos son considerados actos de justicia. La hipocresía moral de quienes detentan las maniobras de las editoriales no puede ser más contundente. No obstante, los libros tienen una función central en un tiempo en el que no están de moda: marcan la pauta de un debate intelectual adormecido, que ya no se atreve a derribar el orden o producir obras maestras. Rushdie mismo es barajado para el Nobel, pero como se sabe, de su uso del tema de la amenaza hay quien tiene cautela y sigue postergándolo. Quizás también porque su obra es buena, pero no genial ni remarcable. Su caso no es como el de Borges, quien mereció siempre el galardón y murió victorioso, humillando a los jurados pacatos y oportunistas. Fue peor para el Nobel no tener un Borges.
Más allá de tales especulaciones en torno a un premio literario, Salman Rushdie ha representado una corriente occidental de ideas sobre la libertad, las cuales no abarcan ni definen del todo el fenómeno, pero sí cuentan con los medios para imponerse. La unión de la fatua dictada en su contra con las propuestas neocoloniales de los centros culturales lo han hecho el rehén perfecto del sistema. Le han otorgado la posibilidad de ser el Hermes de un mensaje bien específico, el del escritor perseguido por fundamentalismos, el héroe que carga con el martirologio de la causa. Más allá de las heridas del atentado, Rushdie venía mostrando desde hace décadas las heridas de una lucha contra el Oriente y de un sojuzgamiento de la naturaleza del Islam en función de determinados intereses. Él es la víctima perfecta para el victimismo: indio, de piel cobriza, musulmán; todos los ingredientes para que su persona hackeara el entorno cultural de sus ancestros y le diera paso a los comandos virtuales y reales de Occidente. La historia de este hombre recuerda cierto cuento de Julio Cortázar en el cual un personaje adquiere un reloj que lo termina dominando. La cosa somete al pensamiento, al punto de que el intelectual deja de serlo y deviene un mero bastardo. Hay que leer a Rushdie, pero teniendo en cuenta sus aditamentos, su parte impostada, su irrealidad narrativa. Se deben observar las derivaciones de la ficcionalización de la política, tan propia de este autor. Y con esto hay que referirse a las relaciones de poder vistas de manera maniquea, tendenciosa, vacía y malintencionada.
La literatura hecha de esta manera padece de una punción edípica terrible: el hijo (el autor) descubre que ha matado a su padre (el arte) y por ende, se autocastiga sacándose los ojos. Luego de este último gesto no podrá ver nada, aunque quiera. La ceguera inducida se naturaliza y se asume como congénita. Hay un proceso de desmemoria en todo esto. Algo muere o ya estaba destinado al deceso. El autor no podría determinarlo, porque además no le interesa. A los efectos del éxito, convertirte en la bandera de algo te soluciona las ambiciones carnales y mundanas como persona, si bien compromete la grandeza de lo que se escribe. Rushdie es eso y más, un Edipo Rey desterrado de su propio reino. En la India de su infancia, donde creció, existían las ideas de los padres y abuelos. Hoy, en el Occidente de la islamofobia, lo conveniente se sitúa en los límites de la corrección editorial. Para ganar terreno en lo tangible, debió abandonar lo intangible eterno. El autor posmoderno no puede ser platónico, pero tampoco aristotélico, más bien se acerca a un bufonesco papel de feria. Es un pantagruélico espectáculo.
Es condenable la fatua contra Rushdie, claro está. Es un elemento de odio e intolerancia que no se justifica y que pone en peligro su vida. Nadie merece ese destino por escribir. Pero en gran medida también resulta miserable obviar en ese debate el universo de cultura de la cancelación hacia otros autores. Todo lo contrario, hoy se alienta la censura, la hipersensibilidad y los libros inocuos. En un ambiente como ese, la voz del aludido autor solo se levanta contra la dureza de la fatua y de la intolerancia religiosa, pero no contra la maquinaria posmoderna vinculada al liberalismo de mercado. Más que nada, es un despropósito culpar a todo el Oriente por este caso y decir que elementos fundacionales de dicha cultura no deberían estar presentes en la cotidianidad del consumo. Como sucede con Rusia y sus artistas, Rushdie ve solo una parte: la de la tutela occidental a los ucranianos. Especie de discriminación “positiva” muy en boga en estos momentos y que en gran medida está estupidizando todo debate serio. Las falsas nociones de la libertad y sus derivaciones hipócritas han reventado la cultura y nos devuelven el golpe a manera de sucedáneo, envuelto en bolsitas con buen olor y sin conflictos de ningún tipo. Los asépticos lectores sensibles inundan el presente y marcan la pauta de un mundo uniformado, en el cual pocos pensamientos tendrán cabida.
El atentado a Rushdie, si bien puso en peligro su vida, puede ser un episodio más de la saga narrada mil veces, a la cual se le ha sacado un rédito comercial. Todo ha servido al dios de la fortuna y la prosperidad, que pareciera ser cómplice de la naturaleza edípica del autor. Como un avestruz que esconde su cabeza, solo se debatirá de un tipo de libertad, la occidental, y de una sola forma de atentar contra la misma, el fundamentalismo del Islam. La fórmula liberal como Santo Grial, como sanctasanctórum del templo mayor. Rushdie ha estado en peligro real, pero su propia ficcionalización lo pondrá de nuevo en riesgo. Cierto que la fatua sigue en pie, pero él ha sabido sacarle ganancia. Quizás se trate más de la aureola de persecución que de la calidad de lo que él escribe. Nunca se sabrá del todo, pero se sospecha, casi existe, una sombra de certeza.
Él es Salman, el proscrito por una orden de muerte que se ha vuelto su propia ficción. Las cuchilladas duelen en la vida real, pero posicionan en el mercado de escritores. La propaganda en torno al tema libertario propicia que la fama no se extinga, sino que lluevan otras propuestas. Aun así, el autor seguirá viéndolo todo desde un punto sesgado, personal, al menos dentro de las inmediaciones de su experiencia.
Todo ser racional quiere que Rushdie sobreviva al atentado y siga escribiendo, pero también es deseable que sea intelectual consecuente y no se preste para instrumentar su vida ni las causas que subyacen en su obra desde el ángulo político occidentalista.
Ojalá fuera de otra manera, pero ya sabemos que Edipo está ciego.
excelente artículo, siempre aprendo de este autor. gracias mauricio.
Excelente.