La lluvia de La Habana no es igual a otras lluvias, pues nos trae el recuerdo de lo que nunca sucedió. Una conversación de sobremesa, por ejemplo, con Aquiles Nazoa, Gastón Baquero y Nicolás Guillén. O el añorado viaje a Egipto. O un encendido debate beisbolero con el mismísimo Cyrano de Bergerac. O tantas añoranzas de un hombre solitario que camina por la calle 8 del Vedado, hasta que un busto de Martí le anuncia que en la acera de enfrente está la puerta del Indio Naborí.

Tráele una ropa seca y un buen trago.

Ese fue casi el saludo del poeta. En seguida las manos maternales de Eloína cobijaron en un sobre la camisa mojada, me regalaron una copa de Havana Club y dejaron caer sobre mis hombros un pullover del Indio.

“El Indio y Eloína ahuyentaban el catarro con su doble vacuna de bondad…”.

Era, a primera vista, una pieza cualquiera de vestir: franela blanca con un logotipo sobre el corazón y, junto a los pulmones, la consigna del último congreso sindical. Tal vez en la alacena de los Orta ningún otro habitante llamara menos la atención.

Hablamos, como siempre, de Santa Clara (mi pueblo), de la poesía cubana, de mi pequeño Ismael… El Indio y Eloína ahuyentaban el catarro con su doble vacuna de bondad; mientras, aquella tela se adhería a mi cuerpo como el escudo espartano que mostraban de vuelta los soldados victoriosos.

Se suponía que lo devolviera en la visita siguiente. Pero, para decirlo con las palabras más difíciles: me lo robé.

Imagino que todos los ladrones se armen de un argumento, alguna excusa, al menos de una mínima justificación. Yo solo puedo alegar en mi defensa que aquella posesión jamás me pareció un vulgar objeto, porque, ¿cuántos poemas sudó Jesús Orta sobre aquella coraza de franela?, ¿cuántos abrazos del pueblo?, ¿cuánto cariño de sus hijos?, ¿cuánta luz de la Patria se impregnó allí?

¿Fetichismo? ¿Egoísmo? Decidí izar esa bandera en mi museo personal. Quise guardar aquel retazo de un hombre que, cuando andaba por los quince años, asistió a su primera controversia en público con su ropita menos miserable y los zapatos menos femeninos de la hermana. Allí, las burlas de su contrincante se clavaban directamente en la camisa pobre de Jesús, quien ripostó:

Viste tú seda y encaje / y dril cien y casimir, / que a mí me gusta vestir / la etiqueta del lenguaje. // De mi calzado y mi traje / te burlas, porque no has visto / que más pobre murió Cristo / con un clavo en cada palma. / ¿Acaso me viste el alma / para saber cómo visto?

“…porque, ¿cuántos poemas sudó Jesús Orta sobre aquella coraza de franela?, ¿cuántos abrazos del pueblo?, ¿cuánto cariño de sus hijos?, ¿cuánta luz de la Patria se impregnó allí?”.

Han llovido los años. Regresé varias veces al palacete de la calle 8, sin que jamás me recordaran que tuviera con ellos ninguna deuda material.

Ahora no sé cuándo me atreva a volver a llamar a aquella puerta, a sentarme de nuevo en los sillones donde el maestro se sentaba, a atisbar otra vez por la ventana el rostro silencioso de Martí.

En mi pueblo, definitivamente, la lluvia no es igual. No trae, como las gotas de La Habana, el recuerdo de lo que nunca sucedió. En esta agua no descubro más que el inventario de tantas cosas que aún quedan por hacer. Pero camino resignado bajo ella. Sin escudo espartano, recibo cada estocada como un recordatorio, como un castigo, como un exorcismo. Y, cuando llego a casa, antes de ir a secarme, husmeo en el armario hasta encontrar, con culpa y con nostalgia, el pullover raído que, una tarde de lluvia, le robé a El Indio Naborí.

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