De La Habana del pasado y del presente, junto a su luz de transparencia alucinada están, además, en la memoria afectiva que compartimos varias generaciones de residentes y visitantes, sus olores y sus ruidos. Los primeros cada vez más diluidos, confusos, localizados en zonas muy determinadas, evaporándose con el paso del tiempo, o agresivos en los espacios que corresponden a tenor del triste desamparo de calles atestadas de escombros y cúmulos de basura que conforman un condenable detritus urbano. Es doña Basura campeando inamovible, como la protagonista de las marionetas de Fraggle Rock, pero en antagónica negación con lo de maternal y sabio que se reconoce en el personaje de la serie.

Quedan en el limbo de la nostalgia, ya olvidados en un distante pasado o localizados a pico de flamenco, los aromas de las panaderías, las esencias de fábricas de tabaco, tostaderos de café, guaraperas, mercados de frutas y especias, o el efluvio a intervalos de las puertas de las tiendas por departamentos que al abrirse al paso del transeúnte, le regalaban la ráfaga bendecida del aire acondicionado con toda una gama de mercancías al ávido olfato de una lejana y añorada niñez. Ahora impera en el mejor de los casos el smog, para no deprimirnos con la evocación de emanaciones ambiguas o con efluvios evidentes, la gran mayoría de las veces —para no decir todas—, hostiles a nuestro apéndice nasal.

“Quedan en el limbo de la nostalgia, ya olvidados en un distante pasado o localizados a pico de flamenco, los aromas de las panaderías, las esencias de fábricas de tabaco, tostaderos de café, guaraperas, mercados de frutas y especias”.

El ruido es otra cosa. Como la luz, sobrevive inseparable a la ciudad en que vivimos y llama la atención —a veces abruma y alarma—, pero siempre sorprende y deslumbra al que nos visita por primera vez. El vecindario, los pregones, el carnaval y el estadio de pelota son algunas de sus representaciones bullangueras.

Es a propósito de ese bullicio que tanto identifica al caribeño en cualquier rincón de la tierra, que traigo a colación la sintonía sorpresiva —para mi puro y provocador “azar concurrente”—, que compartieron hace más de ocho décadas dos niñas nacidas en Europa cuando en fechas y acontecimientos coincidentes llegan por primera vez a la mayor de las Antillas. Esas niñas, hoy nonagenarias y lúcidas, son Felicia y Graziella… Graziella y Felicia.

Recuerdo primero una emotiva crónica de Graziella Pogolotti, cuya idea original retomara con ella para publicar en La Gaceta de Cuba, sobre su llegada inicial a la isla, cuando entró en barco a la rada habanera con los primeros relámpagos de la Guerra Mundial a sus espaldas de niña, en aquel ahora muy lejano 1939:

El ruido me golpeó como una violenta llamarada. Desde entonces, me ha perseguido siempre. (…) Los ruidos cobraron formas. Se convirtieron en pregones, en música propalada desde la mañana hasta tarde en la noche a través de la radio, en voces de los vecinos…[1]

No en balde su libro de memorias, que fue escribiendo a retazos, tuvo como primer título La bulla, aunque luego lo publicaría con otro nombre, también sedicioso y original como es su conversación, Dinosauria soy. Pero el inicial no deja de ser legítimo, pues bulliciosas han sido nuestras calles, nuestra cultura, nuestra historia, incluso en los momentos más solemnes e iluminadores de la nación.

El 20 de octubre de 1868, tras la toma de Bayamo, Perucho Figueredo sobre la montura de su caballo Pajarito entonó con el pueblo reunido por el júbilo de la revolución naciente La Bayamesa, el futuro himno patrio de los cubanos.

El libro de memorias de Graziella Pogolotti tuvo como primer título La bulla, aunque luego lo publicaría con otro nombre, también sedicioso y original como es su conversación, Dinosauria soy. Imagen: Tomada del Mincult

Cuenta el reconocido cronista de la guerra del 68 Fernando Figueredo Socarrás, que después hubo lo más parecido a una conga alrededor de la recién bautizada Plaza de la Revolución, que se llamó hasta esa mañana Plaza Isabel II. Rumba que siguió hasta muy entrada la noche. Y esa bulla nos acompaña hasta hoy y hasta el último aliento, cuando la leyenda popular nos recuerda que “el muerto se fue de rumba”.     

En una gran similitud de experiencias, la niña judía que era Felicia Rosshandler, nacida en Alemania de familia belga, atesoró esa primitiva sacudida bulliciosa. Quien sería después novia en la adolescencia y esposa en la madurez del escritor Edmundo Desnoes[2], personaje ella en la novela Memorias del subdesarrollo y después en la película de igual nombre —caracterizada como Hanna por la joven actriz Beatriz Ponchora—, así se descubrió en 1968 en un cine de Greenwich Village:

“Rosshandler observó la pantalla mientras se desarrollaba la historia de una chica europea de cabello rubio que se enamora de un chico cubano de cabello oscuro. ‘Y fue verte a ti misma en el celuloide, tal como eras’”[3]. En esa entrevista que le realizan siete décadas después de su llegada, así describe, todavía deslumbrada como la primera vez, su entrada en 1941 a la bahía de la capital cubana:

Cuando tenía 10 años, los nazis entraron en Bélgica. Los Rosshandler vivirían durante un año bajo la ocupación, intentando desesperadamente conseguir visas. Fueron rechazados por todos los consulados excepto los salvadoreños y, después de llegar a España vía Francia, encontraron un barco que partía hacia Cuba. No se puede imaginar, dice, cómo La Habana golpeó a una niña que salía de una Europa devastada por la guerra. Fue como pasar del blanco y negro al color. Había músicos en el muelle tocando música, muchos turistas estadounidenses. Había gente vendiendo chucherías y piñas. Estaba muy viva. Es una ciudad maravillosa, La Habana, está despierta todo el tiempo. El pueblo cubano es generoso, acogedor. Fue difícil adaptarme, pero estaba decidida a deshacerme de mi cultura europea y convertirme en cubana.[4]

Felicia en su casa de Riverside Drive. Imagen: Cortesía de Alejandro Luque

A Felicia la conocí, primero, fugazmente en el 2013 y luego compartiendo un amigable encuentro con Desnoes en el 2016, pues eran vecinos de mis buenos amigos Matilde Zimmermann —historiadora y profesora—, y Arnold Weissberg —fotógrafo aficionado y el último seguidor de los Dodgers de Brooklyn—, quienes en ambas ocasiones me acogieron con generosidad en su casa durante mis visitas newyorkinas. La dirección es 194 Riverside Drive, entre las calles W 91 y W 92, al lado del río Hudson, con una bella vista al mismo desde el apartamento de Edmundo y Felicia, en el antaño barrio de clase media judía de Upper West Side.

“En una gran similitud de experiencias, la niña judía que era Felicia Rosshandler, nacida en Alemania de familia belga, atesoró esa primitiva sacudida bulliciosa”.

Volviendo al discurso bullanguero de nuestra ciudad —que ha padecido en el tercer milenio hasta su leyenda negra con el malignamente llamado “síndrome de La Habana”—, otro visitante ilustre, el escritor español Manuel Vicent, padre del periodista y “cronista cubano por adopción” que fue Mauricio, triste y tempranamente fallecido, narró de forma muy gráfica su experiencia de esa “otra dimensión” que es el bullicio en una vecindad habanera:

Mi habitación en La Habana daba a un patio interior que tenía mucha resonancia. El ama de casa me advirtió que hacia la medianoche oiría el orgasmo de la mulata del primero derecha; luego, al amanecer, me despertaría el canto de una docena de gallos que los vecinos criaban en las terrazas y enseguida, abajo en el solar, comenzaría a llorar Camilito, el hijo de la negra Teresa. Todo se producía según lo esperado cada noche, aunque el llanto del niño parecía no tener fin cuando empezaba a llorar después de que cantaran los gallos.[5]

Quedan las múltiples anécdotas que forman parte de la memoria popular, de la que no escapan ni los clásicos, como cuando la Revolución triunfante hizo, en aras de llevar la cultura a todo el pueblo, una edición masiva de El Quijote, vendida a muy bajo precio y los voceadores de periódicos la anunciaban como “¡Vaya… vaya… El Quijo… a kilo!”. El dedicado crítico Carlos Espinosa Domínguez en un comentario sobre El más humano de los autores, del escritor Reynaldo González, comparte un pasaje de cómo, en La Habana de los 40-50, esos mismos vendedores de los diarios podían dar las noticias más luctuosas, a grito pelado y con total desparpajo:

A modo de ilustración, copio este fragmento en donde González comenta la reacción popular que provocó el suicidio de Amado Trinidad: “Como ante el cadáver de un césar, la multitud transcurre pavorida de oradores y corifeos. Ninguno quiere desaprovechar la ocasión. Ha muerto uno de los grandes —lo que en Cuba llamamos “un peje gordo”—, uno de los hombres más influyentes en nuestra opinión pública durante el siglo XX. Es el fin de un ricachón cuya fortuna animó eventos significativos, que fue a los extremos, por igual ostentoso, humilde magnánimo y rencoroso (…) El réquiem exige una solemne puesta en escena. Lástima que eso no pueda ocurrir en nuestra condición de pueblo negado al sentido de la tragedia.  La gran ocasión la estropean los voceadores de periódicos: ¡Vaya, solito en grima y colgando de una mata de mangos!”.

Ese ruido, esa luz, irrumpen hasta mi terraza. Desde “el rincón de la ventana mía”, un séptimo piso, octavo para los del “interior”, multiplicado a su vez por la lomita que remata la calle O, se descubre una vista agradecida de un fragmento significativo de la ciudad y, por tanto, de mi vida. Espectáculo panorámico, con el horizonte delimitado por el grupo del lomerío Bejucal-Madruga-Limonar y las agujas de los Pasionistas de la Víbora, y como en nuestra vida signado por la luz…. y por la bulla.

Notas:

[1] Graziella Pogolotti. “La Habana desde un barco”. (La Gaceta de Cuba, marzo-abril de 1999), p. 7.

[2] No me puedo resistir a este comentario. Hay una frase al uso: “Un Juan Pérez cualquiera”. Aunque en puridad fue su primer nombre, Juan Edmundo Pérez Desnoes, como escritor y personaje él mismo, para nada fue un cualquiera. Cuando iba rumbo a los 88 años, brindó este testimonio al diario digital OnCuba (22 de agosto de 2018): “Lezama le dijo a Juan Edmundo Pérez Desnoes que Orígenes no publicaría a un Pérez, y así surgió su firma. ‘Ahí entró el Desnoes. Cuando quiero perderme entre el pueblo, vuelvo a ser Juan Pérez’”.

[3] https://www.theguardian.com/lifeandstyle/2013/feb/09/enduring-love-affair-desnoes-rosshandler

[4] https://www.theguardian.com/lifeandstyle/2013/feb/09/enduring-love-affair-desnoes-rosshandler

[5] Manuel Vicent. “Lágrimas” (sitio digital El País, 24 de enero de 2010).