El teatro no debe ser un escape de las grandes cuestiones y mucho menos ese que se hace desde la reconstrucción de una época, aunque parezca distante. La actualidad impone una decodificación de los paradigmas representados y una retroalimentación a partir de lo que se vive o se sufre, se sueña o se teme. Esa catarsis aparece cuando se dan los elementos suficientes en el plano de lo dramatúrgico y de la propia escenificación de los conflictos. No se trata de llevar hacia la escena una maqueta de un tiempo, sino de darle vida a partir de las paredes imaginarias, los sonidos, las aspiraciones e incluso las ilusiones perdidas. Así nos pasa cuando acudimos a la obra Oficio de Isla, que lleva adelante el proyecto colectivo Nave Oficio de Isla. Pareciera que existe una resonancia en dicha línea, pero nunca mejor recalcada la vocación por reconstruir un país no en su caricatura, no en su imagen falsa.

Iluminados por las llamas de un apagón, los presentes en una de las calles principales de Santa Clara, esperamos con paciencia a que repusieran el servicio de lo que parecía ser una especie de parábola extradiegética. En verdad, nos adentramos en una obra que versa sobre nuestra propia realidad, vista desde un punto metaficcional en el cual los hombres y mujeres de hoy se vuelven hacia los de ayer. En el primer salón de la Galería Provincial, nos recibió una performance que aludía a formas y enrevesamientos del alma, una especie de poesía a la cual había que darle el sentido que quisiéramos en medio del drama anunciado. Nos condujo, a través de los aposentos, una alfombra hecha con sacos de azúcar de épocas pretéritas. El mensaje era que viajamos al pasado y que todo lo que es sólido se deshace para volver a aparecer en medio de la escena. Incluso, si ello fuera el único tema abordado por la pieza, su tratamiento bastaría para colocarlo entre lo más notorio.

Pero Oficio de Isla es eso, la propensión a la orfebrería, a hacer a partir de los retazos de la memoria una estela variopinta de historias que nos dé un reflejo de la cubanidad en crisis. Y, tras las notas del Himno Nacional, que todos cantamos de pie, se inició el carnaval de ritmos criollos que nos iba retrotrayendo a una Cuba perdida, pero que volvemos a encontrar gracias a la magia del teatro. Allí, delante de nosotros, aparecía la isla ocupada por los norteamericanos entre 1899 y 1902, un periodo que tratamos poco y posee resonancias en el presente. Fueron unos años de transición, difíciles, en los cuales por momentos la cubanidad se debatía entre lo carnavalesco, lo superficial, lo insulso y los anhelos de realidad, de concreción y de virtudes con los cuales se contó en las jornadas de la manigua. Si se va a la historia de la cultura cubana hallaremos el cronotopo del carnaval más de una vez (en los pueblos del centro de la isla esto se transforma en las parrandas). Esta tendencia a tomar a chanza lo que es serio, a tirarlo “a relajo”, otorga a la identidad nacional cierta postura laxa, pero francamente lúcida a la hora de realizar juicios severos sobre la política, la sociedad y la economía. En esa vocación se inscribe la obra y hacia allí comienza a enviar sus dardos.

La obra es fruto de los desvelos del proyecto colectivo Nave Oficio de Isla.

Un cartel que aludía en español a la existencia de una barbería es retirado para colocar en su sitio unas luces de neón con las inscripciones: Barber shop. El debate se propicia de inmediato entre el dueño del local y un cliente. ¿Por qué usar el inglés en un país en el que casi nadie sabe leer ni escribir ni en el idioma nativo?

La modernidad, esa dichosa palabra, aparece una y otra vez como justificación, con el trasfondo de que lo contrario, o sea lo propio y castellanizado, es atraso, lastre e inmovilismo. Poco importa lo que digan las luces de neón si se traducen en la prosperidad y atraen a esos marines americanos que pagan en dólares y que son los mensajeros de un régimen diferente: el liberalismo económico, distante del proteccionismo español basado en el control.

La pugna entre una identidad pragmática y otra que sueña, entre el dinero y la pasión, entre el realismo y la construcción romántica, se proyecta hacia el público. Lo que pareciera ser una tesis consabida entraña hondas resoluciones en el plano dramatúrgico. La ocupación no solo era física, a partir de las armas, sino y sobre todo mental. Y allí, en ese campo de las ideas, se peleaba por un simbolismo decisivo.

“Tras las notas del Himno Nacional, que todos cantamos de pie, se inició el carnaval de ritmos criollos que nos iba retrotrayendo a una Cuba perdida, pero que volvemos a encontrar gracias a la magia del teatro”.

Pero este teatro, que emula el tono de aquellas comedias bufas de inicios del siglo XX, no se queda en lo anecdótico, sino que trabaja sobre la base de la creación de una conciencia del tiempo y allí el contrapunteo apunta hacia debates en los cuales se define lo que entendemos por nación. Mientras que el dueño del local insiste en que lo importante es el cambio, sin que sepamos realmente hacia dónde conduce, el cliente le dice que las transformaciones poseen una base social y una identidad.

Hay aquí, de alguna manera, una recurrencia al debate posmoderno en el cual se privilegia la mutabilidad como virtud y fin, no como un medio para llegar a algo. La crítica a esa noción liberal de la sociedad en la cual lo que se nos propone es esa transformación tecnicista e industrial que obvia las resonancias en lo cotidiano y lo propio. Una pieza teatral tiene que provocarnos estas movilidades de la mente, de lo contrario se queda en lo que se cuenta sobre una época. Y no nos interesa lo anecdótico, sino colocar las historias en contexto y evaluar las resonancias hacia el presente.

“La pugna entre una identidad pragmática y otra que sueña, entre el dinero y la pasión, entre el realismo y la construcción romántica, se proyecta hacia el público”.

Ese inicio en el cual un sujeto sin identidad aboga por las luces de neón frente a otro que se decanta por votar por Bartolomé Masó en las elecciones, nos sirve de pórtico para presentar el conflicto de la obra: ¿cubanía o influencias externas, soberanía o dependencia, civilización propia y dada por la lucha o barbarie importada y acomodaticia? Un choque de temas que en la América de entonces era muy común con la llegada de la modernidad capitalista y de las cañoneras. Que no se nos olvide que a lo largo de la pieza teatral se tiene como telón de fondo una intervención y la presencia de la flota norteamericana como garante de intereses ajenos. Esta lucha se va a evidenciar entre los personajes y avanza de forma sostenida hasta el clímax, para darnos a entender que existe un correlato individual paralelo a los grandes relatos de la historia. Esa vigencia de lo nacional hay que verla en la construcción de poder que se evidencia en los símbolos: el uso del idioma inglés, la presencia de banderas cubanas y de imágenes de Martí que se dice había en las calles, la visita de los marines norteamericanos, el valor del dólar como moneda fuerte…

En la ambivalencia de la obra va parte de su sustrato. Por una parte, no mira a la identidad como algo ya hecho que no se pueda modificar ni recibir influencias externas; pero por otro, se nos presenta un panorama en el cual lo que nos pertenece está constantemente en crisis y hay que sostenerlo. Esa precariedad de lo cubano, que es la porción del nacionalismo quizás menos gloriosa, también forma parte de un imaginario y de un existencialismo criollo harto conocido. De nada hubiera sido provechosa una obra que se centrara solamente en defender lo folclórico propio frente a lo avasallante de afuera. Y aun así la pieza posee momentos en los cuales quizás se agradece que haya menos alusión a esa identidad archiconocida y más inmersión. Si lo cubano es precario en su esencia, a la par que potente, firme y combativo, se debe a las condiciones de su surgimiento y desarrollo, a su geopolítica atrapado en la fuerza de las cañoneras ya sean españolas o norteamericanas. Y ello determina una lógica de enfrentamiento en la cual priman las asimetrías.

“En la ambivalencia de la obra va parte de su sustrato. Por una parte, no mira a la identidad como algo ya hecho que no se pueda modificar ni recibir influencias externas; pero por otro, se nos presenta un panorama en el cual lo que nos pertenece está constantemente en crisis y hay que sostenerlo”.

El choque entre Carlos del Toro y Mr. John Power se da de forma orgánica y tiene en el conflicto una base dramática justificada. Margarita del Carmen Cancino, prometida del primero, es invitada por el segundo a pasar un curso como maestra en la Universidad de Harvard. El viaje, costeado por el gobierno de los Estados Unidos, forma parte del plan de apoyo y también de manejo cultural de la isla de cara a establecer las semillas de una identidad diferente a la española y la criolla. Pero la muchacha, criada en un hogar rígido y tradicional, ve el suceso como la oportunidad de su vida. Del Toro y Power son las dos caras de una misma era, conforman la precisión milimétrica de un proceder de las grandes potencias. Como hombres, aspiran a la germinación en el cuerpo de la muchacha, como seres, a impregnar su identidad y colonizar. Si el apellido de uno alude a las tradiciones taurinas de la península, al pasado, a la conexión con lo ancestral y el orden consabido; el del otro posee resonancias modernas, basadas en el uso de la fuerza, en la imposición económica y la pujanza de un nuevo mundo. Pero los poderes, tanto el que se va como el que se queda, requieren de la tierra para poder plantarse y crecer y es inevitable que el choque dé paso a una identidad diferente. Es también la pelea entre lo caballeresco y lo pragmático. Así, mientras Del Toro llevaba años cortejando a Margarita con la presencia de una chaperona, Mr. Power logró llevársela a solas en una azotea y darle a entender a la muchacha de manera directa sus deseos más carnales y básicos. Hay aquí una alusión al apetito y la voracidad del nuevo capital y la lentitud del viejo poder que ya no era capaz de lograr sus objetivos.

La actuación de Arturo Sotto como Mr. Power (a la derecha, en la imagen) le imprime un tinte de poderoso cinismo a cada escena y contribuye a lograr esa atmósfera pragmática que por momentos logra ser insoportable.

Pero, ¿qué otra cosa se nos está diciendo en esta obra? Margarita debe dejar atrás a su familia, romper con los proyectos tradicionales, tomar decisiones y crecerse frente a un mundo de prejuicios que no soportaba la idea de una mujer sola que viaja en un barco hacia una nación extranjera. Existe un cambio de era en este fragmento de la pieza, pero de manera indirecta se nos alude a los procesos dolorosos de la identidad que abandona su tierra para erigir otros proyectos y cómo ello impacta en su entorno. Por cierto, la actuación de Arturo Sotto como Mr. Power, además de funcional y cronometrada con la esencia del personaje, le imprime un tinte de poderoso cinismo a cada escena y contribuye a lograr esa atmósfera pragmática que por momentos logra ser insoportable.

Este asunto determina, por demás, un ritmo en la obra que llega a hacerse más rápido en la medida en que se acerca el duelo entre Del Toro y el yanqui, un choque entre dos mundos que posee en la Batalla de Santiago de Cuba su correlato mayor y real dentro de la historia. Combate que, a pesar de la sangre y de los riesgos para ambos contendientes, termina en un pacto que se elide en la trama y se deja entender que sucedió algo parecido al Tratado de París en el cual Cuba no estuvo y en el que se tomaron decisiones para descolonizar la españolidad y recolonizar desde la norteamericanidad. Sin que la pieza caiga en la alegoría banal, resulta imprescindible ver las claves que nos conducen hacia ese telón de fondo. Lo cubano como algo trágico que a la par que precario, nunca puede acceder a los escenarios en los que se está definiendo su futuro, sino que deberá conformarse con lo que surja.

“Sin que la pieza caiga en la alegoría banal, resulta imprescindible ver las claves que nos conducen hacia ese telón de fondo. Lo cubano como algo trágico que a la par que precario, nunca puede acceder a los escenarios en los que se está definiendo su futuro, sino que deberá conformarse con lo que surja”.

El viaje, como esa figura de la retórica que está presente en la cultura cubana, nos recuerda siempre la insularidad a la que estamos sometidos. Si bien Margarita no quería cancelar inicialmente su boda ni la vida que había proyectado, la atrae lo novedoso de otras tierras y de alguna manera siente que ir y volver es parte de una existencia más plena. Persiste la alusión a la isla desde lo incompleto que se completa a partir de la traslación en el espacio y la construcción de proyectos e ideas, los cuales vienen desde lo foráneo y germinan. Margarita nos está diciendo que ella, que representa la tierra en disputa, necesita del viaje para beber de manera orgánica de las influencias y reconformar así su soberanía. Visión esta de la identidad que se aleja del proteccionismo y de la banal carnavalización de la cultura. No somos una entidad encerrada entre dos mundos, sino que poseemos la capacidad de conocer, de estudiar, de ser sujetos de la historia y de llevar adelante aspiraciones como país. El dogma, en este punto, aparece representado por el Padre Orozco (Osvaldo Doimeadiós), quien de manera constante se refiere a la pureza de la fe y la necesidad de que las nuevas percepciones del mundo no se adentren de ninguna manera en los espacios controlados por la tradición: la familia, la escuela, la iglesia. Margarita vence esa barrera, además de la impuesta por los dos hombres, quienes la ven como un elemento de posesión y no como la posibilidad de un proyecto independiente.

Pero la obra posee momentos de distensión que se adentran en la música, en los sucedáneos bufos y que aluden a la época como nota folclórica. Quizás porque son necesarios para llevar un ritmo o también para connotar el drama de aquellos años. Lo cierto es que no siempre tales momentos intermedios se adentran con el simbolismo contundente en la trama, sino que funcionan como una demora. Hay que señalar ahí que las actuaciones bufas, si bien remedan las de antaño, pudieran no recabar todos los puntos necesarios para una comunicación con un público que lee la pieza desde el presente. El supuesto desacierto, no obstante, no empaña la progresión de la obra, incluso llega a agradecerse en algunos instantes. El simbolismo es el lenguaje que se nos propone, el pacto surge y dentro de ello hay que señalar que no sobra nada, ya que todas las iridiscencias de la palabra apuntan hacia un final lúcido, hacia una epifanía de los sentidos en la cual se rompa el espacio/tiempo.

“El simbolismo es el lenguaje que se nos propone, el pacto surge y dentro de ello hay que señalar que no sobra nada, ya que todas las iridiscencias de la palabra apuntan hacia un final lúcido (…)”.

Si bien el viaje no llega (el cronotopo dentro de la cultura cubana en tal sentido suele ir definido de esta manera traumática y frustrante), Margarita va por su propia cuenta y se anota para alcanzar la beca en la próxima edición. En la transitoriedad del personaje hay un cambio de parejas. Desde el contrapunteo entre el español y el norteamericano se pasa al cubano que votaría por Bartolomé Masó, a quien la familia rechazaba en una primera instancia.

Se representa de esta forma una toma de conciencia que se expresa en la pareja, en las relaciones de poder y en la descolonización del espacio/tiempo. De ahí que sea vigente un replanteo de los términos de conflicto. Mientras en el plano personal Margarita logra soberanía, en la isla de Cuba Masó se retira de las elecciones al notar el apoyo de los interventores a Estrada Palma. En la medida en que el proyecto de la muchacha es construir desde su propio deseo y voluntad, la patria queda sostenida en su matrimonio con Mr. Power (entelequia de los Estados Unidos).

El dogma aparece representado por el Padre Orozco (Osvaldo Doimeadiós), quien de manera constante se refiere a la pureza de la fe.

Pero el carnaval distiende todo ese proceso que por un lado se resuelve y por otro queda en el aire y de inmediato somos llevados a través de las salas, por las alfombras de sacos de azúcar, hacia otro salón en el cual los actores de la obra completan el significado iniciático. Hay que notar aquí la presencia de cubículos en los cuales queda estratificada la nacionalidad. Un cartel se lee en lo alto: La patria es ara y no pedestal. En los estancos de la habitación, una mujer que se recupera del dengue escucha un radio de fabricación soviética, un reportero entrevista a Jorge Mañach, además de que aparecen aquí y allá muestras fotográficas en las cuales se grafica el viaje real de los maestros y maestras a los Estados Unidos para estudiar en Harvard. Los rostros en las fotos parecieran dialogar con el público, casi hay una resonancia directa y una ruptura de la realidad que nos comunica como cubanos, al establecerse un espacio de reflexión, de conciencia. Como un gesto irónico, en un último cubículo, la Batalla de Santiago ambientada en una palangana vieja con barquitos de cartón desechables.

El teatro podrá apagarse como los fuegos que se consumen o quizás a la manera de las luces que en su precariedad apenas encienden unas horas en medio de la larga jornada de apagones, pero basta con que la iridiscencia exista por unos instantes para que se dé la iluminación de los conceptos y la identificación con un conflicto. Oficio de isla pareciera funcionar como una academia peripatética en la cual caminamos y aprendemos, andamos y profundizamos. Y la música, en su función de musa de la sabiduría, nos recuerda que vivimos una realidad carnavalesca que merece ser repensada, puesta en crisis y reconstruida.