Una tarde cualquiera en la sala Rubén Martínez Villena de la Uneac (tradicional ya en esto de encuentros y evocaciones).

Allí, un grupo de amigos y admiradores de Sara Gómez Yera, esa ausente-presente del cine cubano, va aportando pinceladas a un retrato colectivo de la joven y malograda realizadora.

Los que no la conocimos, pudimos con ello tenerla frente a frente, ante la claridad y autenticidad de los trazos. Los que gozaron el privilegio de su amistad, estrecharon sus manos, la besaron una vez más.

A estas páginas de Cine Cubano, que se suman al cálido homenaje, traemos un resumen de lo que allí se habló. Es nuestra contribución modesta a mantener encendida la llama que, como perenne imagen fílmica, nos devuelve plena, luminosa, a la inolvidable Sarita.

Nancy Morejón (tras romper el “cerco” de años que le impedían evocarla, funge como presentadora y conductora de la actividad): La primera expresión de su vocación artística —mucho antes que la fotografía— la constituyó un cuaderno brevísimo de poemas, que ella firmaba como Sarita. Así lo hacía con sus recados, sus notas de clases, las páginas de su diario personal y sus primeros documentales. Aquel nombrecito fugaz le sirvió para fustigar costumbres recalcitrantes y rígidas, para revelar cuánta frivolidad se encerraba en los patrones de educación que habíamos recibido durante una época legítimamente convulsa.

“La poesía fue insignificante para Sara, le quedaba chiquita y afortunadamente para nuestra cultura, la desbordó de tal manera que se lanzó a la aventura del cinematógrafo”.

La gracia y la rebeldía de aquellos poemas de juventud no se apagaron jamás, sino que se acrecentaron durante los sesenta para animar el signo de todo su arte.

La poesía fue insignificante para Sara, le quedaba chiquita y afortunadamente para nuestra cultura, la desbordó de tal manera que se lanzó a la aventura del cinematógrafo: primero la fotografía, y luego la crítica; después, con ese sentido mágico y devorador que solo restaura la imagen cinematográfica (…).

Sara Gómez era de esos peregrinos que necesitan las ciudades en su vivacidad íntima; en ese ritmo atronador del gestum impuro que vuela de mano en mano, de pirueta en pirueta, hija del puerto y de los muelles, sabia en su trato hacia todo aquel que le cantara a la vida. Sara inauguró en su cine ese amor por los hombres y mujeres de nuestras ciudades donde, como decía Alejo Carpentier parafraseando a Rabelais, “todo suena”.

Nunca antes, la imagen de los desposeídos de esta tierra llegó al cine con tanta precisión, con tanto clamor de justicia. Cuando dije que Sarita era una persona extraordinaria, incluyo en esa afirmación no solo su firmeza de carácter, su lengua viperina, sus altos valores humanos, sino aquella inteligencia insaciable que era su estado natural: para mí siguen siendo una experiencia inigualable sus lecciones sobre Kant, y el tiempo.

Sara descubrió constantemente mundos para sí y para su prójimo, amaba la filosofía occidental y esas lecturas, entre 1957 y 1958, la condujeron a Jean Paul Sartre, a ir conociendo luego al dedillo el ser y la nada. Siempre guardé la idea de que Sarita sería una filósofa sin remedio, hasta que muchos años después, a la salida del semanario Mella, me confesó: “Los boleros y la Reforma Agraria me ganaron para este país. Esa es mi filosofía ahora, con todo respeto para Hegel y Kant”.

Y así entró Sara en la historia de la mano de don Fernando Ortiz y de la tradición oral de nuestro pueblo.

Ciertas personas de buena fe que admiran el cine cubano han elogiado a lo largo de estas tres décadas un rasgo principal de la obra cinematográfica de Sara Gómez: su llamada “búsqueda de la identidad”; ella no necesitaba buscarla porque era el oxígeno que la alimentaba y que un buen día la abandonó inexorablemente.

“Asumió su esencial condición de ser humano a través de tres componentes insoslayables: raza, sexo y nacionalidad”.

El lenguaje que emana de sus películas nació de un estudio pormenorizado, nutriéndose de su conocimiento académico, de descubrimientos como la antropología social y la etnología, pero más aún, de una práctica de todos los días, de esa urgencia de servicio que no escamoteó la causa de un pueblo.

Sara Gómez Yera creyó en la cultura popular de Cuba y de América. Afirmó su ser en medio de un proceso social vertiginoso, y lo tradujo con un espíritu limpio, franco y tenaz; creyó en los cambios sustanciales que toda Revolución engendra; asumió su esencial condición de ser humano a través de tres componentes insoslayables: raza, sexo y nacionalidad; fue mordaz y atrevida; madre, cocinera y fotógrafa; fue tierna e industriosa, versátil hasta colocarse en lo más alto de ese arcoíris inmenso que baila ante nuestros ojos como señal inconfundible de su cine.

Tomás Gutiérrez Alea (Titón): Me interesa sobre todo precisar, enfatizar, lo que significa Sara en nuestro cine. Es una de esas personas cuyo vacío nadie puede llenar. Ya hace 15 años de su muerte y todavía sentimos su falta, pensamos de vez en cuando lo que sería, lo que haría en este momento, no solo en el cine, sino en la actitud ante la vida. Ella era una de esas personas que tenían un don especial para la espontaneidad.

Yo no sé cómo llegó al cine, este es un medio que requiere gran complejidad técnica para llegar a decir algo con claridad. A Sara le hubiera gustado hacer cine sin cámaras, sin micrófonos: de manera directa, y eso es lo que le da esa fuerza, y esa cosa única que, lamentablemente, no creo que haya sido valorada lo suficiente con los años, y yo creo que al paso de estos, su obra crece, cuando miramos hacia atrás todo lo hecho. No solo en el largometraje De cierta manera (culminación de todo un período), sino en los documentales que le preceden, tiene siempre una originalidad, una fuerza, una pasión…

Como decía Nancy, no es una búsqueda de la identidad, sino nuestra identidad a flor de piel.

Esto que hacemos hoy solo debe ser un escalón hacia el descubrimiento real de Sara, hacia la perpetuación de su memoria.

Nancy Morejón: Es fundamental, Titón, la experiencia de asistente de dirección en tu cine, porque ella antes hacía crónicas de cine para la revista Mella. Recuerdo Cumbite (versión de Los gobernadores del rocío, de Jacques Roumain), y la pasión con que asumió ese trabajo. Mucho de lo que conforma la visión de Sara en cine, técnicamente hablando, tiene que ver contigo. Creo que ese primer paso como asistente fue lo que le abrió las puertas del cine en gran medida.

Titón: Fíjate, realmente Sara, como asistente de dirección, era un desastre; lo cual me parece muy bien, porque no siempre un buen asistente de dirección llega a ser un buen director de cine (un caso semejante es el de Tabío). El trabajo con ella fue muy bueno durante toda la preparación de la película; lo referente a la investigación, a definir una óptica, una actitud, un punto de vista, pero cuando llegamos a filmar era tan dispersa, tenía tantas cosas en la cabeza que hicimos crisis una vez: entonces la mandé para La Habana, pero ella no se resignó y regresó; recuerdo que filmábamos en Guantánamo, por supuesto, era una de esas crisis que tenían un resultado positivo. No quiero decir que haya mejorado como asistente, pero sí ya precisamos bases sobre las que debíamos trabajar, hicimos concesiones de ambas partes, y en esos tiempos fue que se cimentó una amistad que duró y se profundizó cada vez más.

Nancy: ¿Después fue que ella empezó a hacer documentales, o alternaba?

Titón: No. Ya en ese entonces los hacía…

Rogelio Martínez Furé: Esa faceta de la identidad en Sara, de su amor por lo nuestro, me hace recordar la película francesa Acheté, cuando aparece un collar de Ogún que ella le regaló al director de la película. El personaje se saca el collar y se lo da: fue el momento en que se volvió universal; ahora es común, pero en ese momento no.

“Sara somos nosotros mismos”. Imagen: Tomada del Portal ENDAC

Ese acto refleja su amor por la cubanía; su carácter ingenioso es una de las cosas que más me han marcado.

Nos conocimos en 1961 en el Seminario de Folklor del Teatro Nacional con Argeliers León. De pronto apareció, formalita, una negrita clase media, y me dije: “¿quién coño será esta?”, pero de pronto nos robó el corazón, por esa manera tan libre de ser, esa espontaneidad.

A mí me cuesta trabajo hablar de ella, como resulta difícil hacerlo de uno mismo, y es que Sara somos nosotros mismos: ver la vida de Sara es ver cómo éramos en la década de los sesenta, y los que logramos sobrevivir pensamos cómo sería hoy. Era la contradicción de las contradicciones, pero llena de amor. Discutíamos de todo: comida, música clásica, las matas, el arte, la vanguardia… era la antagonista por excelencia, como vernos en el espejo dialécticamente, enriqueciéndonos, mirándonos reflejados en nuestras contradicciones, pero quiero recalcar el amor que ella inspiraba.

Podíamos dejarnos de ver hasta un año, pero cuando nos encontrábamos en Cayo Hueso me decía: “¡Oye, mi hermano!”, y yo iba como un corderito para su casa, me preparaba almuerzo, y ahí empezábamos a conversar de todo, sin parar. Como dice Nancy, admiraba su ironía caustica. Recuerdo cuando la acompañábamos al cementerio. Íbamos todos apesadumbrados pues nos cogió de sorpresa: todavía yo no me acostumbro; para mí ella está de viaje; la gente que yo amo nunca se separa de mí. Algún día me la volveré a encontrar.

Pues sí, íbamos para el cementerio cuando cayó un tremendo aguacero y dije: “esta es ella, riéndose de nosotros, es su despedida”. Entonces empecé a cantar cantos yorubas, nos fuimos a casa de Manolo Granados y empezamos a tomar, pues así le hubiera gustado a ella…

Santiago Álvarez: No tuve, lamentablemente, la conexión con ella que otros compañeros aquí. En aquella etapa de ebullición épica, yo estaba en el tercer piso, haciendo los noticieros que tenían que salir rápido. Pero cuando Sarita pasaba por los pasillos, parecía un remolino incandescente: lo iluminaba todo; tenía una expresión en sus ojos de una viveza tremenda.

Ustedes que estuvieron más cerca, ahora me la aproximan: estoy aquí para ver si todavía se me puede pegar algo de ella.

Participante desconocido: Antes de morir ella trabajaba en un proyecto que amaba mucho: los ingenios; la cultura cubana vista a través de los mismos. Pablo Armando iba a representar esa “anti-cultura” del norte de Oriente, de la expansión americana, de los centrales monstruosos del siglo xx, y en la zona de Santa Rita de Baró (Colón) iba a hacer Conguito —un negro de 90 años—, quien demostraría que en Occidente la esclavitud había creado una cultura, una “civilización del azúcar” como dice el maestro Fraginals, pero el expansionismo norteamericano era “acultura”. Estuvimos trabajando en la zafra de los setenta como locos en ese ingenio, pero nunca se filmó el documental. Ahí están los rushes; creo que no debía perderse el material: sería una visión del Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar.

Luis Manuel Sáez (Wichy): Me gustaría resaltar otros aspectos. Yo la conocí en el Instituto; pasa ese tiempo; llega la Revolución, yo entro en el ejército, a los paracaidistas. Me ve un día en 12 y 23 y me pregunta: “¿qué tú haces vestido así?”, muerta de risa.

Pasó un tiempo, empecé a escribir y un día le llevé un cuento. Lo único que me puso como nota fue: “jajaja” (cuando eso ya estaba de asistente de Titón).

“Ella era una muchacha muy culta, de un nivel superior para la gente de mi generación: Sara es un recuerdo vivo para todos nosotros”.

A pesar de otros acercamientos míos, ella me motivó mucho al jazz, pues me hablaba mucho del tema. Algunos nos íbamos a Regla en la mañana, dentro de esa especie de Peña que fue el Icaic, lugar donde se respiraba un ambiente cultural, aunque uno no fuera a hacerse específicamente cineasta.

Es entonces que, justamente a través de Sara, conozco a mucha gente; el diapasón cultural de ella era muy grande.

Ustedes dicen que tenía una lengua viperina; no diré eso, pero sí que era de una exactitud asombrosa: no se equivocó. Cosas que me dijo de gente hace quince años, se cumplieron. Yo no sé de donde le venía esa visión, probablemente era mágica. Ella era una gente muy leal, pero también muy rigurosa, de una calidad humana que no olvidaré jamás.

Ella era una muchacha muy culta, de un nivel superior para la gente de mi generación: Sara es un recuerdo vivo para todos nosotros.

En cuanto a la política, fui como a tres concentraciones a la Plaza con ella, en una época en que también ser revolucionario era participar en ese tipo de actividad. Sus juicios sobre una serie de problemas —por ejemplo: la discriminación racial— eran muy valiosos, muy certeros.

“Me parece que aún no estudiamos a Sara como se debe: más que con nostalgia debemos ver su obra como un desafío constante, de los ochenta, los noventa y quizás de los 2000”.

Gisela Arandia: La conocí tardíamente. No puedo hablar profundamente de su amistad. Nos quisimos, pero también tuvimos grandes contradicciones. En un momento me quiso, en otros me odió. Francamente.

Sin embargo, hay algunos rasgos esenciales que me gustaría destacar. En el momento en que yo la conocí, mi hija estaba enferma con un problema muy complicado; nadie en la vida me dio tanto ánimo como ella: me impregnó una fe tan grande, una vitalidad, que fue decisiva.

Me parece que aún no estudiamos a Sara como se debe: más que con nostalgia debemos ver su obra como un desafío constante, de los ochenta, los noventa y quizás de los 2000. Con ella aprendí a conocer una parte esencial del cubano: Mendive, Eloy (El Ambia), mucha gente que me permitieron salir del mundo pequeño burgués en que estábamos sumidos.

A lo mejor dentro de esos tantos barrios marginales que quedan, se puede hacer mucho, y Sara, desde su obra, nos insta a ver la cultura no con una actitud paternalista, sino como un fenómeno real, y como parte de nuestros problemas aún no resueltos.

Sarita Reyes: Yo, lamentablemente, no conocía a Sara. Cuando comenzaba a trabajar en la TV, me dan un recado de que una compañera me estaba localizando: pensé que era alguien de mi medio, y a los pocos días me dan otros más, hasta que por fin ella dio conmigo.

Lo que tú dices, Nancy, yo lo pude comprobar durante el tiempo que tuve la dicha de trabajar con ella: fue tan humana; te hacía sentir tan bien trabajando contigo: pensabas que lo hacías con un familiar. En el tiempo que estuve filmando no había una palabra más alta que la otra, fue un clima maravilloso. No solo en las escenas en que se refería a los compañeros con palabras elogiosas, era muy dulce. También realizamos un trabajo de mesa muy interesante: aprendí mucho.

Siento mucho no haberla conocido por más tiempo, pero esa fue mi experiencia. Y creo, en fin, que es una persona para recordar toda la vida. Jamás la olvidaré.

“…hablamos de ella como de una genialidad específica, como si tuviera una varita mágica, pero detrás había una investigación muy profunda, incluso cuando parecía que estaba ya toda la fase previa concluida”.

Manuel Granados: Me gustaría puntualizar algo. Se ha dicho que a Sara “le salían bien las cosas”, como si ella estuviera dotada de algún don especial. Para el encuadre, para la organicidad, para enfocar un tema. Yo soy testigo de que Sara era una de las gentes más fieras que he conocido para el trabajo. Tras la película o el documental bien hechos, había una cantidad de trabajo intelectual que el espectador no se “lleva”: horas y horas, romper el guion, volver a empezar, hasta ponerse frenética. Uno le decía: “pero si eso está bien”, y ella no se convencía. Después de mucho, mucho tiempo, era que hacía quince minutos extraordinarios.

Entonces, hablamos de ella como de una genialidad específica, como si tuviera una varita mágica, pero detrás había una investigación muy profunda, incluso cuando parecía que estaba ya toda la fase previa concluida. Eso nos habla de algo muy importante: su capacidad de trabajo, su espíritu perfeccionista.

*Texto incluido en el número 127 de la revista Cine Cubano.