Fue Edelmira, la madre de mi abuelo, quien me demostró que García Márquez no es ningún portento de la imaginación.

A ella, ¡por Dios!, no la hubiera desconcertado la levitación del padre Nicanor tras apurar una taza de chocolate, ni el galeón fantasmal encontrado varias leguas tierra adentro, ni la ascensión al cielo de la apetecible Remedios, la Bella.

Muchísimo menos hubieran hecho mella en su traqueteado espíritu las maratónicas francachelas de Aureliano Segundo en Cien años de soledad.

“Para la bisabuela Edelmira no había nada desconcertante en las historias de Cien años de soledad”. Imagen: Tomada de Cubahora

Edelmira murió siguiendo la saludable tradición familiar de su madre —mi tatarabuela—, quien abandonó este valle de lágrimas con la dentadura intacta y por propia decisión, a los 104 años, porque “ya estoy cansada de ver cosas… y esta película se va haciendo ya demasiado larga y aburrida”.

Pero Edelmira se fue desconociendo que su vida estuvo inmersa en un mundo mágico que otros, con más ganas de hacer literatura, hubieran llamado “real maravilloso”.

Muchos años después, el escritor colombiano —en el libro confesional El olor de la guayaba— admitió que algunos de sus lectores no encontraban nada extraordinario en los lances rocambolescos de sus novelas, sino que los consideraban la monda y lironda crónica de su propia familia.

La memoria no aguanta más

Edelmira —digámoslo con todas sus letras— fue incluida en el género humano por un burdo error taxonómico. Aquello no era una mujer, sino una curiela. Paría a todas horas.

En una ocasión los dolores de parto se le presentaron en la madrugada:

—Juanillo, levántate, que estoy pariendo.

Mi bisabuelo dio una vuelta sobre el otro costado y, soñoliento, con ese vozarrón que después yo heredaría, pidió una tregua con lo impostergable:

—Ay, Ede… ¡deja eso pa’ mañana!

“Edelmira (…) fue incluida en el género humano por un burdo error taxonómico”.

Qué tribu

Así se fue engrosando aquella manada de caballos salvajes —mis tíos abuelos— que parecían nacer signados por una feliz impronta: desaforada alegría de estar vivos.

Dominoseros escandalosos, bebedores de gaznate pantagruélico, degustadores del bucán, erotómanos hasta el frenesí y la desesperación. Celebrar el cumpleaños de uno de aquellos calaveras era un auténtico desastre municipal, que dejaba al poblado en ruinas y humeante.

“Desde entonces, cada vez que el cielo se encapotaba, mi rumbosa tribu aparecía en la casa con un cake y mil cajas de ron Paticruza’o”.

Una sola nube turbaba el sonriente paisaje familiar. Edelmira, tras su copiosa paridera, tenía ya el entrecejo como un fichero trastocado, donde se malbarajaban nombres y fechas en el caos más absoluto. No acertaba a decir cuándo debía celebrarse el cumpleaños de Pedro, el benjamín, mi abuelo. Por su culpa la tropa perdería un excelente pretexto para una parranda anual.

Llevada casi al potro del martirio, solo supo susurrar que “fue un día en que llovía mucho”.

Desde entonces, cada vez que el cielo se encapotaba, mi rumbosa tribu aparecía en la casa con un cake y mil cajas de ron Paticruza’o, porque “hay que celebrar el cumpleaños de Pedro”.

Y como —según me aseguran enterados meteorólogos— en aquella zona llovía un promedio de cien veces al año, calcule el lector si mis parientes no dejaron chiquiticos a sus fiesteros émulos macondianos.

Sí, ya lo dije: todos los caribeños nacimos en Macondo.