Se fue uno de los pensadores más hondos de nuestro continente; un crítico literario capaz de llegar a la capa más profunda de lo analizado; un guionista y amante del cine —que mucho ayudó al nacimiento del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana—; un editor agudo y prolífico, y un cuentista de prosa extrañamente refinada con talento para agregar muchas otras perlas a ese poderoso collar de cuentos que es A un paso del diluvio. Pero, sobre todo, se fue un hombre que tenía la rara virtud de unir la bondad y la sabiduría. 

“Se fue uno de los pensadores más hondos de nuestro continente”. Foto: Tomada de Internet

Tuve la oportunidad de compartir con él algunas tardes bellamente conversadas. Era una experiencia estremecedora verlo hurgar en las profundidades de su memoria para traer recuerdos de sus entrañables amigos argentinos, como Rodolfo Walsh: “Allí —decía señalando el balcón— le gustaba salir a fumar y charlar mientras los vasos de ron se sucedían”. O evocar la timidez de Haroldo Conti, a quien conoció cuando compartieron el jurado del Premio Literario Casa de las Américas. Todas las anécdotas eran sazonadas con oportunas aclaraciones o añadidos hechos por Silvia, su maravillosa compañera. 

Fue la primera persona a la que recurrimos para entrevistar cuando hicimos la película El Quijote del Caribe, dedicada a su entrañable amigo, el enteramente poeta Roberto Fernández Retamar. Dos hombres que se eligieron hermanos. Se parecían en muchos aspectos. Ambos tuvieron una formación intelectual muy rigurosa. En el caso de Ambrosio, estudió en la Universidad Central de Madrid, y cursó estudios de literatura norteamericana en la New York University. Ambos volvieron a su patria para entregarse a una titánica tarea de producción y divulgación cultural a la altura de los desafíos planteados por la Revolución Cubana. 

Como editor, Ambrosio Fornet estuvo vinculado, durante 20 años, al Ministerio de Educación, la Editorial Nacional y el Instituto Cubano del Libro, y puso al alcance del pueblo los grandes nombres de la literatura universal, entre ellos Kafka, Joyce, Proust o Solzhenitsyn, mirados con recelo en los países de la órbita soviética. Y esto me lleva a un aspecto de Ambrosio que quiero resaltar: el coraje intelectual y la entereza ética de un hombre que mantuvo hasta el final una fidelidad encarnizada con sus convicciones más íntimas. 

Era un enemigo confeso de los inmóviles rituales de la burocracia y de las consignas vacías. En su ensayo sobre La muerte de un burócrata —la excelente película de Tomás Gutiérrez Alea— admite la necesidad de la burocracia en aquellas organizaciones sociales que desbordan el estrecho marco de la tribu; pero si la burocracia regimenta no solo los actos administrativos, sino también la creación, el resultado no puede ser otro que la asfixia de la vida cultural, porque entonces la racionalidad instrumental se convierte en instrumento de la irracionalidad. 

“Era un enemigo confeso de los inmóviles rituales de la burocracia y de las consignas vacías”.

No administraba dictámenes ni traficaba certezas: inoculaba dudas. “Es necesario dudar”, decía. “Dudar de todo —diría yo, cartesianamente—, menos de la justicia de nuestra causa. Y por lo tanto, es necesario estar abierto a la crítica, para poder exigir el derecho a criticar”. La crítica dentro de la Revolución no solo no es contrarrevolucionaria, sino que es la prueba concreta de que la Revolución sigue viva. Eso es algo que sirve no solo para las revoluciones, sino para todos los procesos políticos —como el que vive actualmente mi país—, que de estar atentos a ese apotegma fornetiano otra suerte seguramente correría. 

Su trabajo reflexivo tiene un inmenso valor no solo hacia el pasado, sino también para mirar nuestro presente, porque pasa el agua, pero el río no. El valor de su pensamiento no solamente estriba en su potencial para leer con más claridad lo ocurrido, sino para complejizar la lectura de lo que nos pasa. Digo “nos” porque sus aportes conceptuales tienen gran importancia para enriquecer la percepción de los latinoamericanos en general, en temas tan urgidos de debate como la resignificación que debe darse a la palabra “democracia”. 

Cuando le otorgaron el Premio Nacional de Edición (2000), Ambrosio, recapitulando sus muchas vidas, dijo: “En los últimos 40 años he desempeñado varios oficios sucesiva o simultáneamente. He sido periodista, crítico literario, investigador y hasta guionista de cine. Pero el día que deba llamar a la última puerta y San Pedro me pregunte qué soy yo —como en el cuento— responderé sin vacilar: editor. Editor de libros”. El querido Ambrosio ya debe haber contestado esa pregunta de San Pedro, pero nosotros, los que nos quedamos de este lado por un rato más, tenemos la obligación de decirle al portero celestial lo que Ambrosio calló por humildad: ese hombre es alguien que mucho hizo para ayudarnos a pensar estos tiempos e imaginar otra vida posible, antes de que el mundo se vuelva un lugar triste para siempre y nos convirtamos en la supervivencia fósil de una raza que no supo soñar.