Entre las formas de la infelicidad, existe el cultivo del rencor. Si bien hay actitudes imposibles de olvidar por el daño irreparable que causan, también es verdad que, en lugar de regodearnos en el dolor, lo más sano es ignorar a las personas dañinas, entre otras razones porque es sabido que disfrutan muchísimo contemplando su obra maléfica. Nada genera más goce a un enfermo del alma que ver a sus víctimas amedrentadas, dolidas o directamente destruidas, y, asimismo, nada les molesta más que ver a su blanco de ataques sonriente, satisfecho, como quien dice “mírame, aquí sigo, en lo mismo, tan campante”. Existen suficientes ejemplos que nos enseñan a sortear los dardos venenosos: personas, personajes, leyendas vivas o muertas, reales o imaginarias, a lo largo de la historia de la humanidad, han labrado el salutífero camino donde se escoge el enemigo, se selecciona la batalla verbal, o, por el contrario, se deja pasar, se ignora, se desconoce la saeta y, por ende, la flecha no encuentra diana posible.

Otro tanto sucede, pero al revés, cuando nos encontramos en una situación desagradable, ya sea por enfermedad, por pérdida de alguien querido, o por algo similar. Ante cualquiera de las tragedias que forman parte de la vida, hay quienes adoptan posturas que, lejos de aliviarles la herida por la que transitan, la acrecientan. He visto dolientes en un funeral tomando listado de los asistentes. Macabro y duro, aunque verdadero: Ciertas personas anotan los nombres de quienes se acercan para expresar condolencias, como si se tratara de una cola para comprar pasajes. En lugar del pésame, dan ganas de decir: Anótame en la fila de los fallos, por si acaso. El resultado es que, en lugar de dejarse arropar por las amistades, esas ciertas personas chapoletean en el terreno pantanoso del rencor, con lo cual aumentan su disgusto, su displacer. En caso de enfermedad propia o de alguien querido, ese tipo de ser proclive al cultivo del resentimiento, lleva la cuenta de quién llamó, quién se preocupó, quien ofreció un plato de sopa, y también anota quiénes no hicieron nada. La consecuencia de esta práctica maliciosa y enfermiza, es que, en lugar de agradecer, o, en todo caso, indagar qué le pasa a Fulano, que no ha venido, o a Esperancejo, que no ha llamado, o a Ciclana, que está perdida, la cierta persona vomita toda su bilis, contaminando a medio mundo. Dan ganas de decirle “Estás como el desgraciado que discute con el chofer de la guagua que sí paró”.

“Ante cualquiera de las tragedias que forman parte de la vida, hay quienes adoptan posturas que, lejos de aliviarles la herida por la que transitan, la acrecientan”.

Todo esto, en tiempos de pandemia, alcanza dimensiones pantagruélicas. Conozco sobrevivientes de covid que expresan su malestar porque Ciclana no llamó al cuarto día de su enfermedad, Esperancejo olvidó preguntarle por el resultado de su segundo PCR, y a Zutano no quiere ni verlo: ese no levantó el bejuco una sola vez. En la vida real, esos tres también estaban tirados en la cama, tosiendo y febriles, pero sin aspavientos. Lo digo con absoluta autoridad. No pretendo ser original: Mi familia sobrevivió a la pandemia. Y agradecemos infinitamente las muestras de amistad que recibimos, a sabiendas de que el que no está enfermo ahora mismo, está convaleciente, o pronto caerá, y ojalá sea leve. Hablando en plata: No se trata de sacar cuentas de quién sí y de quién no, sino de sonreírle a la vida, porque mírame, aquí sigo, gracias por preguntar.  

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