Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, el artefacto conocido como teléfono fijo se ha convertido en un objeto anacrónico. Igual a como sucede con actores que un día tuvieron esplendor, y luego son remplazados hasta que la decadencia los confina al olvido, así, el teléfono fijo, después de gozar de una importancia absoluta, hoy ocupa el lugar, el valor y la posición que solo es equivalente al chiforrober de la abuela. Viene a ser la versión bonsai de un armatoste que no botamos por puro sentimentalismo, y porque de tanto permanecer a nuestro lado, ya forma parte del ornato hogareño de toda la vida.

Antes, en su momento luminoso, llegó a ser mimado. Casi siempre de color negro (los había rojos, verdes, color crema, pero no a nivel doméstico, sino en oficinas), se situaba en el centro de los hogares, o en el sitio de más fácil acceso, de modo que todos los miembros de la familia pudieran comunicarse con el exterior a través suyo, del querido teléfono fijo. Descansaba en una mesita llamada de ratona, cuya superficie era cubierta por un mantelito de encaje, sobre el cual se depositaba el aparato en sí.

Cada núcleo familiar solía llevar a cabo procedimientos de limpieza con cierta regularidad, incluso con colonias de agradable fragancia, de modo que el teléfono era símbolo del esmero higiénico de quienes lo utilizaban varias veces al día, y hubo quien colocaba algodones perfumados en la bocina. Los modelos variaban según la tecnología de cada época, y del esnobismo de sus dueños. Para lograr comunicación con el exterior a través de números, se transitó desde un pesado disco que daba vueltas, a un panel con teclado numérico, hasta que, avanzado el tiempo, fueron añadidos otros adminículos como el redial, que permitía repetir un conjunto de números oprimiendo un solo botón, o una pantallita donde aparecía el código telefónico de quien estaba llamando, nombrado identificador de llamada, y también el contestador, que grababa mensajes de quienes habían intentado comunicarse.

Los tonos o sonidos también eran modificables, así como la agudeza o la gravedad, que variaban desde el tradicional ring ring hasta melodías más sofisticadas. El cordón o cable que unía el auricular (a través del cual se escuchaba y se hablaba), con la base donde estaban el disco rotatorio o el panel de teclas, era también variable.

“Cada núcleo familiar solía llevar a cabo procedimientos de limpieza con cierta regularidad, incluso con colonias de agradable fragancia, de modo que el teléfono era símbolo del esmero higiénico de quienes lo utilizaban varias veces al día”.

El cable podía ser corto o talla S; mediano, que era el más común; o extralargo, lo cual permitía que el abuelo, desde su cómoda poltrona, conversara con su nieto de Quivicán sin moverse de su sitio. El cable, de forma helicoidal, sufría enredos inevitables, que primero lo convertía en un conjunto de nudos, y al cabo terminaba transformado en un moñongo imposible de desenredar, lo cual provocaba que hubiera que pegarse al aparato para poder entender lo que nos decían. Si fuera posible saber qué piensa en la actualidad un teléfono fijo, escucharíamos algo así: “Por increíble que parezca, yo, otrora importante, hoy soy un cacharro lleno de polvo, dejado a la buena de Dios entre libros que nadie lee, encima de un estante que nadie limpia, o incluso escondido de forma tal que, las pocas veces que me dejo sonar, porque casi nadie me utiliza ya, mis dueños no me encuentran y yo sueno, sueno hasta que paro, totalmente aburrido y hastiado de la vida”.

Sé lo que dicen de mí, lo sé porque mis dueños no tienen pudor y despectivamente se refieren a mí como “el traste este que tenemos que seguir pagando por gusto”. ¡Cuánta humillación, señor, cuánto vejamen! Recuerdo mi época dorada, mi vida más que útil, fundamental, aquellos momentos gloriosos cuando los adolescentes me cargaban, arropándome hasta sus cuartos para charlar con amistades, novios, novias durante horas y horas, ay, qué maravilla recordar las noches en que dormí en el regazo de esa juvenilia que hoy, pura ancianidad, me desprecia a un cruel abandono.

También rememoro instantes en los cuales fui objeto de un casi espionaje, porque siempre hubo llamadas indeseadas, y era entonces cuando o se turnaban para usarme, o decían “contesta tú, que ya Ecléctico me tiene hasta la coronilla”, o armaban una cadena impresionante que consistía en repetir en alta voz el nombre de la persona que llamaba, de forma que el o la solicitada tuviera tiempo de decidir si entablaría o no conversación con el solicitante.  

“En fin, que como les iba diciendo, hoy día soy casi un estorbo, y por eso hago esta denuncia que, al no ser anónima, no tendrá repercusión de ninguna clase, lo sé”.

A este mecanismo un tanto diabólico le decían filtrar. Sucedía algo como esto: Yo sonaba porque me había entrado una llamada. Cándida me descolgaba el auricular, al mismo tiempo que Víctor susurraba: “Filtra la llamada, fíltrala”. A continuación, Cándida decía “Hola, Ecléctico, ¿cómo está usted? ¿Desea hablar con Víctor? Déjeme ver si está, porque yo creo que…”, dando tiempo a que Víctor reaccionara. Si este negaba con la cabeza, Cándida decía “Ay, qué pena, Ecléctico, Víctor salió. ¿Va a dejar algún recado?”, pero si el susodicho quería conversar con Ecléctico, le arrebataba el auricular a Cándida. Eso fue antes de que me agregaran a mi primer contestador, mucho más joven que yo.

Cuando nació ese primo mío, yo pude descansar un poco, la verdad sea dicha. Aunque a veces la familia dejaba tantos mensajes en la panza de mi primo, que parecía que iba a explotar. Tuve que poner límites, lo recuerdo, y, previo acuerdo con contestador, cuando ya tenía tragados seis o siete mensajes, simplemente yo decía: “Lo siento. Buzón lleno”, cosa que le encantaba a mi primo. Luego se apareció mi cuñado Inalámbrico, muy altanero él, sin sospechar que sería aniquilado por un objeto horrendo llamado Tronqui, y más tarde por el nieto móvil, que es la actualidad moderna.

En fin, que como les iba diciendo, hoy día soy casi un estorbo, y por eso hago esta denuncia que, al no ser anónima, no tendrá repercusión de ninguna clase, lo sé. Mis dueños han llegado a la desfachatez de no hacerme ningún caso, incluso cuando sueno. Que si sueno por algo es, digo yo. Pues no, en más de una ocasión he tenido que aguantar la humillación de escuchar, refiriéndose a mí “no le hagas ningún caso, seguramente es para algo oficial, o para una mala noticia, y no estamos para desgracias”, así dicen.  Timbrando en plata, concluyo. Salud y ringuineos para todos. Y háganme caso, por favor.

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