Hay favores que matan, reza el refrán, pero también hay quien mata pidiéndolos, como si no existiera un límite razonable al momento de solicitar ayuda. Los ejemplos son varios, me limitaré a unos pocos. Una vecina, en plena pandemia, le pidió un termómetro a otra, y cuando esta le dijo no tener, pasó a un nivel superior, exigiéndole que por favor le pusiera la mano en la frente, para salir de dudas a si tenía o no fiebre.

En otra ocasión, la vecina que no es la del termómetro y aquí debo señalar que en mi edificio nadie se visita en las casas, porque todo se habla a nivel de ventanas, le pidió de favor a otra que le dijera cuándo llovería ese día, según una aplicación que la primera tiene en su móvil. Cuando esta le contestó “a las diez de la noche, de acuerdo con Instmet”, la primera tendió sábanas y toallas recién lavadas. Resultó que cayó un aguacero media hora más tarde, por lo cual, la que había solicitado el favor, se asomó a su ventana e increpó a la informante de la siguiente manera “Por tu culpa se ha mojado mi ropa. Nunca más me hables de tu aplicación del Instmet, no sirve para nada”.

Los diálogos inter ventanas son una verdadera fiesta (…) la telenovela vecinal es gratuita.

Otro día, una que también vive en mi edificio le pidió tres dientes de ajo a su vecina de enfrente. “Es para una sopa”, explicó. Cuando a través del método de la jabita con soga le llegó lo solicitado, exclamó “Chica, ¿tú no pudiste añadir ají cachucha y un par de cebollas, y ya de paso fideos y tres malangas? Hay que ver que la gente es tacaña”.

Los diálogos inter ventanas son una verdadera fiesta. Las vecinas no solo se piden favores y se insultan o se adoran, sino que además, se cuentan las peripecias del día a día, en plan “Entérate lo que me ha pasado”, y así todo el vecindario ahorra baterías en los teléfonos, y corriente en radios y televisores: la telenovela vecinal es gratuita.

He escuchado las siguientes anécdotas, siempre relacionadas con el arte de pedir favores. La vecina X le cuenta a la Y que “No te imaginas lo que me pasó. Iba por la calle tranquilamente y una mujer me detuvo para preguntarme la dirección del ICAP. Le dije “Sigue derecho, que en tres cuadras está” “Pero en lugar de seguir, adivina, me dijo ¿Y usted sabe si en el ICAP se puede entrar así como así? “¿Así cómo?”, le pregunté yo. “Así, en short y chancletas. “Pues no sé, la verdad”, le respondí. Muchacha, para que fue aquello: me acusó de egoísta, porque además yo no le había dicho si un Héroe del país seguía al frente del ICAP o no” “Me quedé helada, ¿Qué te parece, mi amiga? La gente es tremenda, ¿no crees?” “Eso no es nada”, respondió la aludida, “el otro día yo fui a comprar canela en la tienda, y cuando ya tenía el frasco en mi mano, se me acercó un hombre y me pidió que por favor le explicara para qué yo quería ese polvo. Le dije que para espolvorearlo encima de los dulces, como es natural. Quiso saber entonces qué ventajas tiene la canela molida en comparación con la canela en rama. Me armé de paciencia, y le dije que es cuestión de gusto, pero que las ramas necesitan cocinarse y el polvo no. Se molestó mucho con mi respuesta, porque según él, al polvo pueden añadirle cosas extrañas como clavos triturados y partículas de maní, y uno nunca sabrá si es puro o no, que yo era muy tonta, añadió, al no preferir ramas de canela, y bueno, para hacerte el cuento corto, le dije que me daba la gana de comprar lo que yo quisiera, y ahí mismo me dijo a voz en cuello malagradecida, mal educada, tonta, botarate, estúpida, y al final tuvieron que sacarlo de la tienda porque su alboroto era infinito. Nada, que todos los días sale un loco a la calle”.

Hace unos meses, otra vecina le pidió a la que quiso un termómetro que por favor le recogiera a su hija del círculo infantil, porque ella tenía reunión en su centro de trabajo. Y que, además, por favor, la bañara, y así ella se quedaba más tranquila. La del termómetro le dijo que sí, que con gusto, pero cuando regresó la de la reunión, gritó por la ventana, “!Qué barbaridad, Fulana, bañaste a la niña y le diste comida, pero no le lavaste los tenis, eres del cará, no se te puede pedir ni un mísero favor!”.

Para concluir con el tema de los favores: causas y consecuencias, he de contar lo que yo misma observé, un día en que espiaba (no soy la excepción en mi edificio, para qué negarlo), al vecino de los bajos, frente a mí.

Me pareció que el resto de los ventanales se cerraba en señal de desaprobación, pero no puedo asegurarlo, porque vivo en los bajos. Desde mi posición de vigía/oyente a ras de suelo pierdo el hilo de varios detalles, aunque no debo señalar esto como único inconveniente, ya que todas las miradas se dirigen a mí cuando abro mis propias ventanas, de modo que a través de las persianas sé que me espían. Lo sé, porque la vecina de enfrente me ha pedido que por favor le preste la blusa malva que colgué hace una semana en el escaparate, entre el vestido azul y la chaqueta amarilla, y la de la niñita en el círculo me ha dicho varias veces que cuando termine de leerme por duodécima vez Las aventuras de Tom Sawyer, el libro de tapas duras que hojeo al mediodía, por favor se lo preste, y también me han ocurrido un par de eventos que no vienen al caso comentar.

Para concluir con el tema de los favores: causas y consecuencias, he de contar lo que yo misma observé, un día en que espiaba (no soy la excepción en mi edificio, para qué negarlo), al vecino de los bajos, frente a mí. Es médico de familia, y su refrigerador estaba roto. Lo sé porque vi al técnico cuando entraba en casa del doctor, mismo que fue recomendado por la vecina X. Era bastante aburrido contemplar el arreglo de un frigidaire de los años cincuenta, pero cuando ya me iba a retirar a mis aposentos a leerme por duodécima vez Tom Sawyer, al técnico en refrigeración le dio un desmayo, de modo que agucé mis sentidos y me dispuse a mirar cómo el médico socorría al técnico. Primero lo recostó suavemente en un butacón, luego le midió la presión arterial, a continuación le dio una pastilla y le alcanzó un vaso con agua, después de lo cual buscó su glucómetro personal y determinó que la glicemia estaba un poco baja, por lo cual le ofreció al técnico un caramelo.

Cuando este se recuperó del todo, le pidió al médico que por favor, lo llevara hasta su casa, por lo cual el doctor se fue de mi campo visual, para regresar al poco tiempo, y ayudar al técnico a subirse en su carro, un Lada marca 2107, herencia de un abuelo que fue internacionalista. En resumen, tuve que trasladarme al portal, para no perderme el final del suceso. Una vez el técnico acomodado en el automóvil, le escuché decir. “Ah, médico, y no olvide pagarme cinco mil pesos por el arreglo del condensador de su frigidaire”. El doctor apagó el motor del Lada, suspiró hondamente y dijo “Sí, como no”, después de lo cual me miró, sabiéndose espiado, y su mirada fue, ¿cómo decirlo? como quien echa humo por las orejas y murmura “un poquito de por favor”.