A la memoria de la doctora Mercedes Mendoza,
víctima de la COVID-19 mientras cumplía su deber.

El chiste no es nuevo. Mejor dicho: muy gastado, pero mantiene gracia. Estás igualito, estás igualita, somos igualitos… es lo que más se escucha cuando suceden reuniones de viejos colegas, fiestas para celebrar aniversarios de graduación, y en convocatorias de esa índole. Lo cierto es que es así como nos vemos. Más allá del estropicio que produce el tiempo, es la emoción lo que prima cuando vemos rostros amables, de un pasado feliz.

En dichas festividades, suelen suceder irremediablemente varias cosas, de forma más o menos escalonada. Primero, la sorpresa: ¿Mengana no se había ido? ¿Fulano vive? ¿Esperanceja regresó, o está de visita?, a lo que sigue el acto de disimular que no somos capaces de recordar ciertos nombres aunque reconozcamos los rostros, o viceversa. Para nosotros mismos nos decimos ¿cómo se llama aquella gordita, y el calvo que acaba de llegar, y el flaco con espejuelos, y la rubia esa que está entrando ahora?, y a continuación, se forman racimos de personas. Nos agrupamos según dicta nuestra memoria, de acuerdo con las afinidades que teníamos antaño.

Sorpresivamente, no compartimos las mismas dudas, o variantes, y entre todos y todas nos damos a la tarea de reconstruir recuerdos, de enlazar nombres con caras, de hurgar en nuestros archivos mentales. Después de este ejercicio memorístico, invariablemente toma las riendas un líder o una lideresa que se ocupa de animar la concurrencia, y recorre los diferentes grupos, en aras de entusiasmarnos, de convidarnos a pasar al centro del salón y, claro está, obedecemos, como si fuera el maestro de la escuela quien nos dice “Pasa al frente, alumna, y responde la tarea”.

“No conozco mejor terapia física ni psicológica como forma de espantar la tristeza que la que proporcionan estos encuentros entre colegas”. Imagen: Tomada de Internet

Siendo como somos el país de la música, no pueden faltar los acordes, que inundan el local. No cualquier música, obvio, sino la que llamamos nuestra, de nosotros, la que nos transporta a treinta, a cuarenta o a más años atrás, la que oíamos cuando nos asomábamos a un mundo que creíamos perfecto. Y lo era, de cierta forma. No solo porque estábamos convencidos de que el universo nos esperaba con los brazos abiertos, sino porque teníamos fuerzas, entusiasmos, deseos. Al compás de esas melodías, el conglomerado que somos olvida penas, dolores, deudas, obligaciones y compromisos, y regresamos a los años felices.

Increíblemente, volvemos a movernos, si no con el ímpetu de antaño, ni con la gracia de aquellos esqueletos que teníamos, sí con las mismas ganas. Solo así el salón se inunda de aplausos, de risas, de pasos acompasados, y todos y todas damos vueltas con los ojos cerrados, permitiendo que los cabellos o sus sustitutos, las articulaciones o lo que queda de ellas, las espaldas adoloridas y los pies medio acalambrados olviden sus achaques, y se liberen, casi en un acto de frenesí. De repente dejamos junto a nuestros bolsos las miserias, las pastillas, los rencores, los teléfonos donde pueden localizarnos los hijos, las parejas, los padres, los nietos o los jefes del trabajo, y nos dejamos transportar hacia el mundo que soñábamos.

Este estado de gracia dura poco según dicta el reloj, pero una eternidad para nuestros envejecidos espíritus, de pronto renovados. No conozco mejor terapia física ni psicológica como forma de espantar la tristeza que la que proporcionan estos encuentros entre colegas. Será porque compartimos no solo un pasado común, sino los mismos desaciertos, similares frustraciones, y también parecidas alegrías, felicidades y satisfacción.

“Por un momento todos somos los de antes, los igualitos de siempre, los jóvenes que quizás nunca dejamos de ser. Hasta que, sin darnos cuenta, el implacable nos llama a la cordura, y llega la hora de despedirnos”.

En la medida en que pasan las horas, descubrimos que es inútil intentar recordar cómo nos llamamos, ni en qué aula estuvimos, ni si Fulano vive aquí o está de visita. Por un momento todos somos los de antes, los igualitos de siempre, los jóvenes que quizás nunca dejamos de ser. Hasta que, sin darnos cuenta, el implacable nos llama a la cordura, y llega la hora de despedirnos. Nos intercambiamos datos para localizarnos: correos electrónicos, teléfonos fijos y móviles, direcciones particulares y laborales, y todos fingimos que sí, como no, esta semana te llamo, y claro, paso por tu casa pronto, anota bien, que antes de lo que te imaginas caeré por tu oficina, sabiendo que no será posible. Por la corrosiva cotidianidad, porque el tiempo nunca alcanza, porque una montaña de deberes lo impedirá, por la terquedad de la vida real, en fin, no volveremos a encontrarnos hasta que el líder de la manada organice el próximo encuentro. Donde una vez más lloraremos juntos al pronunciar los nombres de quienes han muerto en el camino, y nos vamos a abrazar con la emoción de la adolescencia, y nos repetiremos “estás igualito, querido…” y “qué alegría volver a verte, hermana mía”. Hablando en plata, ya lo dijo el poeta: “estar vivos es cosa linda”.

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