Mar nuestro de cada día

Laidi Fernández de Juan
30/12/2020

Nuestra relación con el mar es —y ha sido siempre— compleja, aunque no seamos conscientes de ello. Mucho más allá de la contemplación de sus crestas y cambios de tonalidades; del gozo al sentir su murmullo, su olor, sus acaricias; de considerarlo testigo y confesionario permanente de nuestra dicha o infelicidad, el mar es parte esencial de nuestra cotidianidad. Podría ceñirme al placer inmensurable que produce sumergirnos físicamente entre sus brazos, pero seguramente alguien dirá que agua hay en muchas partes, incluso en cualquier piscina. Podría limitarme a mencionar la festiva parafernalia de viajar a una casa en la playa, pero siempre alguien dirá que hablo desde una postura cómoda. También habrá quien me eche en cara —con gran parte de razón— que así como es insustituible el deleite que provoca el mar, también es enorme su poder destructor. ¿Cuántas familias que han perdido hogares, pertenencias, libros, equipos, e incluso la vida de algún miembro, odian el mar? No puedo ni imaginarlo, mas sé, como toda persona que vive cerca de su majestad el mar, que puede resultar dañino en la misma medida en que lo amamos.

“El mar subyuga, embriaga, apacigua y estimula”. Foto: Cortesía de la autora
 

Cierta ambivalencia existe en nuestro vínculo con la maravilla marina: temor-delirio, miedo-emoción, amor-respeto, necesidad-distanciamiento cauteloso. No obstante, prevalece el deseo —a lo largo y ancho de nuestras vidas— de estar cerca del mar, de sentirlo rugir, de olerlo, de llenarnos las pupilas con sus tonos azules, blancos, oscuros y claros.

El malecón habanero, sin ir más lejos, constituye nuestro balcón más exquisito. Llamado también “el sofá de la ciudad”, es el lugar donde siempre hay espacio para llorar, reír, disfrutar, exorcizar demonios o contar alegrías. No importa el horario. No importa el clima. No importa el número de visitantes. Sentarse en el muro del malecón otorga aires de desafíos, aunque nos sepamos sometidos, y no al revés. El mar subyuga, embriaga, apacigua y estimula. Nos acompaña, en fin, en las buenas, en las regulares, en las malas y en las peores.

Las cenizas de mis padres fueron lanzadas a los espíritus oceánicos. Con toda intención, allí los dejé caer. Complací el pedido de ambos, porque ellos sabían que solo entre superficies y honduras, inquietos todo el tiempo y en permanente contemplación de La Habana, sus almas encontrarían sosiego. Reproduzco palabras del poeta que ilustran esa devoción particular por el mar habanero: “El mar es, probablemente, mi verdadera tierra. El mar significa para mí la vida incesante, la incesante belleza, la extraña violencia y la calma y la luz radiante”.

Despido este año 2020 no con lamentaciones ante el espanto vivido, sino evocando a Yemayá (Virgen de Regla), para que mediante su adoración aprendamos de todo cuanto hemos sufrido. Amarnos más, respetar a la Madre Naturaleza, alejar malignas ambiciones y cuidar al prójimo como a nuestros hijos parecen ser las únicas fórmulas viables. Gracias, mar, por aceptarnos, por perdonarnos, por estar pendiente de nuestras atribuladas almas. Luz y bendiciones. Amén.